R. Parrini

March 17, 2018




 

  

“Canto de Palomas. Teatro de animales y etnografía del espacio”

 

 

RODRIGO PARRINI(*)
Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) - Xochimilco

 

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(*) Rodrigo Parrini es Profesor-investigador del Departamento de Educación y Comunicación de la Universidad Autónoma Metropolitana, Xochimilco. Doctor en antropología por la Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa. Ha realizado diversas investigaciones de corte cualitativo y publicado artículos académicos en el campo de la sexualidad, género, corporalidad y prácticas culturales. En la actualidad investiga los flujos migratorios que transitan por el municipio de Tenosique, en la frontera sur de México, y los procesos socio-culturales que generan en esa localidad. Colabora con la compañía Teatro Línea de Sombra y el colectivo Teatro Ojo en un proyecto que explora los potenciales etnográficos de las prácticas artísticas y los horizontes metodológicos que inaugura el diálogo entre el teatro y la antropología. También coordina el proyecto Archivos del desierto, apoyado por el FONCA, que interroga los archivos artísticos sobre Ciudad Juárez que conserva Línea de Sombra.  

 

Resumen: En este artículo se analiza una pieza montada por el colectivo teatral mexicano Teatro Ojo en las instalaciones de un centro cultural de Guadalajara, que fue uno de los primeros cines de esa ciudad. En ese lugar habitaba una colonia de palomas cuyos cantos se transformaron en el eje articulador de la pieza. En el intersticio que se abrió entre las ruinas restauradas de un antiguo cine y las formas de habitar de las palomas, se desplegó lo que en términos de Nicolás Evreinoff podríamos llamar un teatro de los animales. La instalación de Teatro Ojo cuestiona tanto el lugar de los humanos en los espacios reconfigurados por el abandono como el de los animales en los procesos de creación estética. Desde una perspectiva etnográfica, el artículo explora esa relación casual y abismal entre un grupo de teatro y una colonia de palomas para pensar los límites entre la naturaleza y la cultura, los mundos circundantes que el arte produce o integra en sus producciones y los modos en que el teatro, de algún modo, se disuelve en esas fronteras rodeadas de presencias inquietantes, aparatos en desuso, promesas tecnológicas y reacomodos etológicos urbanos.

Palabras clave: etnografía, teatro, animales, espacio, México

 

Estábamos sentados en el foro de Laboratorio de Artes y Variedades (Larva),[1] tratando de pensar cómo trabajar con ese lugar oscuro y vacío, cuando escuchamos el canto de las palomas. Un gorjeo que venía desde el fondo del recinto, como si esas aves escucharan también nuestras conversaciones y ocultaran sus rostros. Las palomas sólo eran un sonido que atravesaba el espacio y anunciaba una presencia. Al oírlas, imaginamos que podíamos elaborar una intervención en torno a ellas, esos fantasmas sonoros que nos acompañaban. La pieza que Teatro Ojo[2] estrenó durante diciembre de 2016 en el Laboratorio –Canto de Palomas (Imagen ciega)– surge de ese encuentro entre un grupo de humanos, una colonia de palomas y un edificio emblemático, que funcionó desde 1940 hasta finales de los años noventa como cine y después fue convertido en un centro cultural[3].

Si bien una etnografía es, fundamentalmente, un trabajo con humanos que se interesa por sus relaciones sociales y su producción simbólica, en este artículo intentaré preguntarme por el lugar de los animales y también del espacio y la arquitectura en una labor etnográfica. De algún modo, mi mirada considera que las prácticas de creación artísticas son contextos adecuados para explorar sensibilidades quizás opacas, reconocer aspectos disímiles de la experiencia humana y ensayar otros lenguajes, para dar cuenta de lo que encontramos en una investigación antropológica [4]. Es decir, participo de los procesos de creación y producción de una pieza teatral como si estuviera realizando una etnografía de los límites de la cultura y una exploración tentativa de otros espacios, de lenguajes aún no audibles, actores secretos o manifestaciones inéditas. De cierta manera, también me localizo en el lugar de esas palomas, veladas por la distancia.

Nicolás Evreinoff, dramaturgo, director y teórico del teatro ruso, imagina, en un texto publicado en 1927, un teatro de los animales. En ese libro apenas conseguible, Evreinoff se pregunta si podemos trazar un límite tajante entre el teatro y la naturaleza y si en el mundo de los animales existen, también, formas de teatro. ¿Sólo se encontrará el teatro “donde vemos el edificio que le está consagrado y el rótulo luminoso que proclama su nombre”?, se pregunta el dramaturgo (Evreinoff 29). Si bien no es un argumento en el que profundice, creo que Evreinoff se acerca a una pregunta más inquietante: ¿podemos pensar formas de teatro no humanas? Y si así fuera, ¿qué implicaría traspasar el límite que parece separar la naturaleza de la cultura para producir otras dramaturgias con actores no humanos, cantos de aves y otros materiales desconocidos?

El lugar etnográfico que ocupaba me permitió observar y auscultar el espacio intermedio que surgió entre las aves y los artistas, que no fue un lugar de encuentro sino de interrogación. Jakob von Uexküll (Andanzas por los mundos circundantes de los animales y los hombres) nombró mundos circundantes a aquellos configurados de modos específicos y, en muchos sentidos, paralelos. En las junturas o los abismos que producen dichos mundos, localicé mi trabajo etnográfico, ligado a un submundo circundante con características específicas: uno de observadores de los otros mundos; de escribientes de las imágenes y las formas de los partícipes en esos mundos observados, sus sentidos y sus prácticas. La distinción clásica entre lo propio y lo extraño, que funda el trabajo etnológico (de Certeau, La escritura de la historia 216), se desplazó hacia un lugar más problemático: situarse entre los mundos circundantes mediante un ejercicio de deshabitarlos o habitarlos de forma ficcional. Ese traslape de mundos nos mostraría, según el biólogo alemán, “la pompa de jabón que encierra a cada uno de nosotros” (von Uexküll 71). Etnografías de pompas de jabón que se desplazan en el tiempo y el espacio, que se interceptan y se alejan, en un movimiento continuo, pero oscilante, entre las especies y las formas de habitar un lugar, entre la extrañeza de la presencia del otro (animal y humano), en ese espacio fantasmal que constituye Larva.

Las formas de trabajo de Teatro Ojo producen junturas, fisuras en un espacio o un mundo específicos. Es un teatro del intersticio que explora imágenes invertidas, juegos de palabras, historias dislocadas y lo hace sin una voluntad de ruptura, pero con un deseo de sobrevivencia o, en otras palabras, una pulsión vital que recorre los vestigios de la muerte para encontrar todo aquello que sobrevivió a su paso o no forma parte de su historia, pero que, sin embargo, impide su relato. Percibo en su trabajo una reactivación de lo que Stoller describe como la “indeterminación del entre”, que produce “un sentimiento incierto de estar entre cosas, de no ser ni esto ni aquello” (Stoller, The Power of the Between 10); o enfatiza un entrever, en palabras de Didi-Huberman, “en el que puede aparecer el intervalo entre las cosas comprobadas: lo impensado, lo ‘inconsciente de la vista’” (Didi-Huberman, Pueblos expuestos 208).

Por su parte, el trabajo etnográfico implica múltiples fisuras, que se producen justamente donde los mundos circundantes se entrecruzan o topan. En este artículo, distingo algunas que constituyen el centro de los análisis. He elegido un tono de interrogación antes que de descripción. No intento dar por sentado algo sino explorar mi experiencia en ese lugar, la visión que tuve del trabajo que realizamos y algunos materiales producidos colectivamente durante la preparación de la pieza. Creo que la posibilidad de indagar un campo de lo impensado (el lenguaje de los animales, su pensatividad, en palabras de Bailly (El animal como pensamiento), o las grietas de un edificio y los restos de las muertes no humanas que han acontecido en él), es fecunda para un antropólogo.

Si bien se espera que las etnografías produzcan respuestas, en este caso sólo puedo ofrecer inquietudes que surgen del sentimiento de no ser ni esto ni aquello que experimenta Stoller en su investigación sobre la cultura shongay del Níger. Ni etnógrafo ni artista.

 

Primera fisura: el canto

Nicolás Evreinoff afirma que en la danza de las palomas se produce un teatro, “¿quién podría negar la “teatralidad” de esos juegos de pájaros?”, se pregunta, y responde que “en realidad los teatros de pájaros están muy distantes de ser primitivos y exentos de pretensión” (Evreinoff 34). Si dijéramos lo mismo del canto de las palomas de larva, el proceso de creación de la pieza de Teatro Ojo constituiría, en primera instancia, un reconocimiento de las teatralidades que habitaban el edificio y se habían apropiado de él. El teatro de los humanos sería una cita al de los animales.

Los animales inauguraron los procesos tecnológicos de reproducción de imágenes fotográficas en movimiento. El etólogo francés Étienne-Jules Marey, inventor de un aparato conocido como cronofotógrafo, registró lo que se considera una de las primeras imágenes del cine: el vuelo de las palomas. En una carta que le escribió al editor de la revista La Nature, en diciembre de 1878, Marey dice que esos experimentos permitirán realizar “bellos zootropios”, en los que “podremos observar la andadura real de todos los animales imaginables. Será una auténtica zoología animada.” Para los artistas, dice el francés, esto será una revolución, “puesto que tendrán a disposición en su configuración verdadera, las posiciones de un cuerpo en ese equilibrio inestable que ningún modelo podría mantener” (Marey en Oubiña, Una juguetería filosófica 65).

Tal vez Evreinoff reconocería que en esas imágenes se ha fundado un teatro de los animales. Marey filma el vuelo de las palomas: una danza cronometrada que se repite[5]. Como si viéramos su vuelo a través de las ventanas de un tren en movimiento, las palomas pasan frente a nosotros, lenta o rápidamente. En un segundo momento, parece que un viento muy fuerte las lanzara. Si Evreinoff pensó un teatro de los animales, tal vez Marey fantaseó con un cine de los animales, esas zoologías animadas de las que habla el francés. En una tercera grabación de Marey, las palomas vuelan de derecha a izquierda, como si trazaran los ideogramas de una lengua oriental. La rapidez del vuelo no varía según la dirección de la imagen.

Cuando Jean Christophe Bailly escribe sobre la pensatividad de los animales, sostiene que su preocupación es abandonar la exclusividad humana, “lo que ella establece es que el mundo en el que vivimos es mirado por otros seres, es que hay un reparto de lo visible entre las criaturas” (Bailly 31). Un mundo visto por otros seres, que también lo habitan. Las palomas de larva cantan, ese es su teatro. No sólo miran ese mundo, también lo entonan; lo habitan sonoramente, lo cubren de cantos y de sonidos a veces imperceptibles: las alas que se baten, las patas que se deslizan en los techos. larva está habitada por los zureos de las palomas que allí viven y crean una profundidad distinta. Durante el trabajo para la pieza, cuando las escuchamos cantar sentimos que el lugar no nos pertenecía. Las palomas avisaban su presencia y nosotros abandonábamos los confines del espacio humano para entrar en ese otro lugar que sólo contiene arrullos. larva sería como una caja de música que se abre de pronto y entona una melodía, un canto en los límites entre las especies y también entre los territorios. Las palomas cantan desde las alturas, cobijadas en las estructuras vacías y en los espacios cóncavos.

¿Es la naturaleza lo que emerge en ese canto?, ¿es una alteridad lo que inicia en nuestra escucha? El teatro de los humanos se encontró con ese teatro de los animales, que en un primer momento sólo era un sonido, y produjo una pregunta sobre la posición de los humanos antes que del lugar de las palomas. La escucha abrió el espacio y una interrogación por el estar, por esas existencias paralelas que no se necesitan pero que se entrecruzan en un sitio específico y en un tiempo singular. Estar a la escucha, dice Jean-Luc Nancy, es interrogar el ser en el mundo; existir según la escucha, resonar en ella (Nancy 15-16). Nosotros escuchamos ese mundo circundante que habita un edificio vacío: ¿dónde estaban las palomas? En el foro de Larva, que funciona como una caja acústica, el canto se percibía muy cerca, pero las palomas no se veían.

En el orden del sonido, las palomas estaban cerca; en el de la visión, eran invisibles. Escuchábamos lo que no veíamos. Nancy dice que estar a la escucha es ubicarse “a las orillas del sentido”, como si el sonido sólo fuese “ese borde, esa franja o ese margen” (Nancy 20). Teatro Ojo se aproximó a esas orillas y siguió el canto de las palomas. El sentido, agrega el filósofo, tiene que resonar. La resonancia sería el fondo, la profundidad “primera o última del ‘sentido’ mismo (o de la verdad)” (Nancy 18). La pieza de Teatro Ojo empezó en esa resonancia, en un sentido que se localizaría en el sonido mismo. El canto de las palomas era una fisura en la arquitectura administrativa de Larva, una invasión inesperada de otra especie en la densidad arquitectónica del edificio. Al escuchar las palomas era factible reconocer el acceso de los animales (las bestias, dice Bailly) a la pensatividad; pero creo que ante todo se percibía la resonancia de sus cantos en las sensibilidades humanas. Un mundo resonaba en otro y conmovía su forma. No existe un espacio independiente de los sujetos que lo habitan, escribe von Uexküll, “las aves canturreando, las ardillas que saltan de rama en rama, o las vacas que pastan en los prados: todos continúan permanentemente rodeados por sus pompas de jabón, que definen su propio espacio” (von Uexküll 71).

 

Pactos de escucha

Al escuchar nos abrimos. Nancy sostiene que estar a la escucha “es estar al mismo tiempo afuera y adentro, estar abierto desde afuera y desde adentro”; la escucha expresa, dice, “en el modo más ostensivo la condición sensible o sensitiva (aistetica) como también la partición de un adentro/afuera, división y participación, desconexión y contagio” (Nancy 33). En este caso, la apertura corresponde al encuentro con ese mundo circundante inesperado que conocimos mediante su canto. No hay espacio cósmico omniabarcador escribe von Uexküll; es una ficción “que nos facilita la comunicación entre nosotros” (von Uexküll 72). ¿Cómo pudimos oír el canto de las palomas si el espacio que compartíamos forma parte de una fábula y, en estricto sentido, habitamos mundos separados?, ¿es la escucha, como partición del dentro y del fuera, un sentido que registra los límites de los mundos circundantes, desconectados entre sí o contagiados? Mediante la escucha ingresamos a la espacialidad, dice Nancy, y mediante esa apertura tenemos una experiencia de nosotros mismos, sólo entonces “un ‘sí mismo’ puede tener lugar” (Nancy 33). Pero en la lectura de von Uexküll, ingresamos a una espacialidad ficcional en la que creemos escuchar otros seres que habitarían los mismos espacios. ¿Nos escucharon las palomas?, ¿resonó nuestra presencia en sus mundos, la contaminó con otros sonidos? Los humanos serían seres resonantes que se escuchan a sí mismos y abren formas de resonancia hacia otros seres.

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Imagen 1. Palomas de Larva. © Alonso Arrieta y Teatro Ojo

Teatro Ojo grabó el canto de las palomas y un músico registró durante horas sus sonidos con equipos de mayor precisión. El canto grabado de esas aves ya no habitaba el edificio de Larva sino los depósitos tecnológicos de los aparatos de registro. Un canto desterritorializado de palomas invisibles. La grabación inauguró un tercer espacio, otro mundo, en el que los sonidos ya no dependían del lugar en el que fueron producidos y fijados digitalmente, sino de las escuchas subsecuentes que podrían ocurrir en espacios insospechados, ante otros animales u otros humanos. Escuchar, escribe Nancy, “es aguzar el oído (...), una intensificación y una preocupación, una curiosidad o una inquietud” (Nancy 16). El canto de las palomas era, en sí mismo, un material para la inquietud y la curiosidad; un teatro de los animales que esbozaba los sonidos y que velaba sus presencias. La pieza de Teatro Ojo se aproximó a ese espacio sonoro y lo capturó, como si se pudieran cazar las sombras de los animales en vez de sus cuerpos. En algún sentido, larva se transformó en una Lascaux sonora, donde las sombras de voces y cantos quedaron grabadas.  

¿Qué es el espacio cuando sólo el sonido muestra una presencia que lo habita? Varias de las piezas de Teatro Ojo han sido producidas y montadas en lugares específicos[6] y en las primeras conversaciones en torno a Canto de Palomas había algo así como un axioma espacial. El arrullo de estas aves fue un desvío que desdibujó el espacio y lo abrió como una pregunta antes que como un antecedente. ¿Nos interroga un canto?, ¿se disipa un espacio cuando lo observamos y lo experimentamos desde sus sonidos y no sus objetos, sus corrientes en vez de sus densidades, sus atmósferas y no sus distribuciones? En esa medida, el teatro de los animales interrogaba el teatro de los humanos y parte de la intervención fue un intento por trazar una línea —que en la pieza organizó un recorrido a través del edificio, desde las oficinas administrativas hasta el lugar donde habitan las palomas y que está clausurado— entre la escucha humana y el canto animal. La pieza en sí misma instauró un mundo circundante y los espectadores recorrieron una caverna sonora, sin que pudieran observar a las aves que cantaban. Una Lascaux prometida, que se exploraba en medio de la oscuridad del lugar, pero que nunca produjo una visión definitiva. Dado que las palomas permanecieron veladas y aparte, el teatro de los animales emergió como otro territorio, al cual Teatro Ojo vedó el acceso[7].

La ficción no es la comunalidad del espacio, desmentida por von Uexküll, sino la escuchabilidad del sonido. Si esas aves habitaban un mundo radicalmente distinto al nuestro, el pacto teatral que se establecía momentáneamente implicaba que podíamos escucharnos. El silencio era una forma de desmentir ese pacto, esa mutua escuchabilidad. Teatro Ojo grabó el sonido para poder sostener otro pacto, esta vez con los visitantes que vendrían inquietos por un rumor sobre animales que cantan y espacios que resuenan. La compañía les ofreció una mímesis controlada de ese canto, porque las palomas ‘representaban’ su teatro de manera azarosa, al parecer sin horarios. El canto envasado era el inicio del teatro de los humanos y el fin del que Evreinoff atribuye a los animales. Así como no hay un espacio común, tampoco existe una escena que vincule animales con humanos. De esta forma, el canto era tanto el lazo que permitía un pacto como el inicio de su disolución. Cantar o guardar silencio.

 

Segunda fisura: los acantilados

Los límites entre la naturaleza y la cultura son fronteras complejas y debatidas. Una corriente de la antropología sostiene que esos límites no son definitivos y tampoco corresponden a los que trazó la cultura occidental, especialmente durante el periodo moderno. Philippe Descola argumenta que no se puede “dar por sentada la universalidad de un concepto de ‘naturaleza’ calificada como un dominio ontológico que sería concebido en todas partes como teniendo las mismas fronteras discretas y siendo activado por las mismas leyes” (Descola 102). Los sistemas clasificatorios, que distinguen especies y formas de vida, se deben entender a la luz “de las teorías locales sobre el funcionamiento del cosmos, las sociologías y ontologías de los seres no humanos, las representaciones espaciales de dominios sociales y no sociales” (Descola 104-105). El horizonte de esa discusión, escribe Viveiros de Castro, debería conducirnos a “un nuevo concepto de la antropología, según el cual la descripción de las condiciones de autodeterminación ontológica de los colectivos estudiados prevalece absolutamente sobre la reducción del pensamiento humano (y no humano) a un dispositivo de reconocimiento, clasificación, predicación, juicio, representación” (Viveiros de Castro 18).

Nicolás Evreinoff localiza en la oposición teatro/naturaleza una tensión semejante. Sostiene que “naturaleza” y “realidad” y “teatro” y “teatralidad” han operado como “términos diametralmente opuestos y mutuamente excluyentes”, pero que llegará un momento en el que comprenderemos “que existe tanto ‘teatro’ en la naturaleza como ‘naturaleza’ dentro del teatro” (Evreinoff 40). El dramaturgo ruso no modificó las líneas que se han trazado en torno a esas distinciones, pero las contaminó; de modo que, el teatro en la naturaleza equivale a una naturaleza dentro del teatro. La naturaleza sigue siendo lo que es, aunque “teatral”, y el teatro también, aunque “natural”.

Los etólogos creen que para las palomas los edificios humanos son como acantilados. Una arquitectura de los animales convierte larva en un lugar ambivalente, en un ecosistema inesperado, en una geografía onírica. Un edificio que fue un cine ahora es un acantilado; el lugar guarda los rastros de ambas configuraciones: una pantalla ausente y un palomar secreto. Es como si sobre esa infraestructura se trazaran las fronteras entre la naturaleza y la cultura, sin que podamos dirimirlas. La ausencia de pantalla, la oclusión de ese órgano técnico que registraba imágenes; la innovación funcional de las palomas que desplazó el lugar hacia fines inesperados. Dos formas de ruina: una del cine y otra de la misma naturaleza. Un acantilado protésico que reemplaza los espacios naturales por estos simulacros de paredes escarpadas; un cine ciego que guarda sus vestigios. Donde estuvo la pantalla ahora hay una pared muy alta; en la parte superior del recinto, donde estuvieron las galerías, las palomas desterritorializan las arquitecturas humanas. ¿Dónde está la naturaleza: en ese espacio habitado por otra especie o en el lento proceso de destrucción que afecta la estructura del lugar?

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Imagen 2. Escaleras/abismos. © Alonso Arrieta y Teatro Ojo

La experiencia del acantilado es una teoría local, como la llama Descola, sobre el lugar de las palomas. Traza la distinción entre naturaleza y cultura recurriendo a mecanismos miméticos (centrales en los razonamientos de Evreinoff), mediante los cuales las palomas habitan los espacios humanos como si fueran naturales: edificios que son como acantilados. Pero podríamos imaginar, también, que esas aves los ocupan sólo como edificios y que los acantilados no son más que recuerdos de vidas pasadas o de formas de sobrevivencia de su especie. Pensaríamos entonces que son palomas arquitectónicas. No me interesa, en este caso, la veracidad evolutiva de este planteamiento, sino la confusión de las líneas que debemos trazar para poner a los animales en ese dominio ontológico que llamamos naturaleza y quedarnos nosotros, aparentemente, en otro que denominamos cultura. ¿Y si fueran los humanos los que experimentaran ese lugar como acantilados, lleno de espacios vacíos y de profundidades, de alturas y pendientes? El acantilado sería un territorio no social de seres no humanos; el edificio vacío, el perímetro social de seres humanos. Las clasificaciones que preocupan a Descola, acorralan a las palomas en un lugar no inquietante y dejan a los humanos en otro más tranquilizador. La mímesis opera en ambos sentidos: los animales habitan los mundos, incluso aquellos disjuntos y desplazados, según sus modelos filogenéticos de habitabilidad; los humanos, por su parte, leen sus espacios según paradigmas culturales. La escena, en este caso, es la disyunción entre ambos. Teatro Ojo se localiza en ese recinto en una posición intermedia: la ruina, que puede leerse como un espacio humano destruido o degradado de sus funciones sociales y otro natural emergente (Navaro-Yashin, Affective Spaces).

Creo que Teatro Ojo evitó la mímesis y por eso no produjo un teatro de los animales, al menos en los términos de Evreinoff; más bien elaboró una pieza que desmentía la naturaleza de las palomas y la cultura de los espectadores. El edificio completo estaba sometido a los procesos naturales de desgaste de los materiales y los objetos: la arquitectura parecía ser la primera residencia de la naturaleza en este contexto. Por otra parte, las palomas socializaban en el espacio conquistado y habían creado una colonia que podía autoreproducirse mediante el uso eficiente de los recursos disponibles; las palomas eran habitantes transversales del centro histórico de Guadalajara que no sólo vivían en los lugares más propicios, sino que conseguían alimento y protección y realizaban todas sus prácticas de socialización en los meandros del edificio y sus techos. Habían creado un mundo circundante más denso que el mundo vacío de Larva. En la intervención se privilegió la autodeterminación ontológica de los colectivos estudiados (Viveiros de Castro 18), de modo que los animales no fueron leídos como seres pobres de mundo, en términos de Heidegger, sino seres de otros mundos, como dirá von Uexküll.

En la pieza, la pregunta por la naturaleza y la cultura se desplazó desde un tono clasificatorio y delimitante a otro exploratorio y difuso. En alguna medida, el recorrido que se propuso a través del edificio fue un periplo desde la cultura a la naturaleza, pero también en sentido inverso. Cuando los espectadores se acercaron al lugar que habitan las palomas, estaban más cerca de la cultura que de la naturaleza; pero cuando salían a la luz del día por una de las puertas laterales del recinto, regresaban a una experiencia intensa, tal vez cruda, de la naturaleza que se ofrece como un contexto ineludible. Los ojos, luego de un largo tiempo en la oscuridad de larva, se enceguecían. 

 

Templum, pantallas y augurios

Pero hay otro matiz en esta relación. Larva es como un templo: verticales acentuadas, espacios vacíos que, como las antiguas arquitecturas religiosas, orientan la mirada hacia las alturas, para reconocer en ellas el inicio del mundo de las divinidades, según John Sallis (Piedra 126). Incluso sin la pantalla, el lugar conserva ese rastro sagrado. El templum fue, entre los romanos, una pantalla adivinatoria, en la que los augures “buscaban en el vuelo de los pájaros que atravesaban el templum los signos del destino. Los pájaros, ellos, pasaban.” (Bailly 38). Los pájaros portaban los signos del destino de los humanos, su vuelo anunciaba el futuro, y los romanos los veían volar e interpretaban. Como nosotros, que oímos cantar a las palomas e interpretamos después, como si el sonido también fuera un tipo de vuelo o un signo que avizora el futuro. Los pájaros pasaban como ahora se suceden las imágenes.

Las palomas que filmó Marey también dibujaban, en cierto modo, un templum. El cine sería una pantalla sagrada contemporánea que no anuncia nada sino sus propios contenidos. El azar que leían los augures romanos es ahora una concatenación de imágenes, un montaje resuelto que no escudriña pero que sí muestra. Si larva no tiene pantalla, como antes dije, es un templum cerrado que sólo exhibe la ausencia de imágenes y la imposibilidad de producirlas. Pero tiene palomas y también sus vuelos. Es decir, es un espacio augural antes que técnico, pero ya no sabemos cómo leer los vuelos. El lugar constituye, así, un templum doblemente ciego: por la ausencia de imágenes y por la imposibilidad de una interpretación. 

Si las iglesias nos enseñaron a mirar hacia arriba, el cine nos entrenó para mirar de frente. ¿Hacia dónde se dirige la mirada en larva? Creo que hacia ningún lugar, flota de manera incesante en un espacio que no puede sostenerla y que, en alguna medida, tampoco la produce. Podríamos decir que es un edificio ciego. Las palomas, que viven en acantilados funcionales, miran el recinto como su hábitat y producen lo que Bailly describe como “secuencias no terminadas de pájaros”, “un inmenso fundido encadenado de gritos y de bengalas, todo un tejido de imposibles augurios” (Bailly 62). Un tejido de imposibles augurios, larva no anuncia ni mira; no sólo es un lugar ciego, también mudo, que no puede engendrar un futuro mediante proyecciones sobre pantallas.

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Imagen 3. La pantalla ausente. © Alonso Arrieta y Teatro Ojo

Si atendemos a este juego entre el templum y la pantalla, entre las palomas y el cine, y entre la adivinación y el vuelo, nos encontramos nuevamente ante la inquietud que Evreinoff enunció: ¿dónde está la teatralidad de la naturaleza y la naturalidad del teatro? En ninguna parte, fue la respuesta de Teatro Ojo, al menos en esta pieza. El teatro es justamente la negación de la naturaleza, pero también de la cultura. El teatro es el propio acantilado. La pieza es un acto adivinatorio sobre una pantalla ciega (el remedo de un templum) por la que nunca cruzarán esas palomas que escuchamos, pero no vemos. Es el fin de la interpretación, que corresponde a una cancelación radical de los augurios. En larva, la ceguera es consecutiva a la ignorancia. Teatro Ojo no elaboró una pieza como respuesta, lo hizo como una constatación de la imposibilidad de interpretar y adivinar, porque al menos en estos mundos las pantallas y los pájaros nunca coinciden. Estar a la escucha, entonces, era esperar que no sucediera nada, porque los sonidos no traerían un sentido que luego se desplegaría en una escena, sino que ellos mismos constituían el fin de la escucha, la ruina de los pactos que sostuvieron algunas preguntas precisas sobre las relaciones entre los dominios ontológicos en juego. Teatro Ojo ensayó un teatro sin pactos, que deshabitara cualquier noción de naturaleza o de cultura para producir imágenes ciegas, remanentes de visiones clausuradas, de vuelos interdictos o de pantallas disueltas.

El grupo trazó un recorrido dentro del espacio asignado según las formas de habitar de las palomas; si bien abrió la escucha, clausuró la visión. Un telón, vestigio del cine antiguo, separaba la parte de las galerías del resto del edificio. Ese lugar estaba clausurado porque tiene un daño estructural que no ha sido reparado.

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Imagen 4. Telón de la galería. © Alonso Arrieta y Teatro Ojo

Cuando en el diseño de la pieza y su ejecución, los integrantes de Teatro Ojo merodearon la galería de las palomas, sin entrar en ella, y condujeron a los espectadores hasta ese lugar vedado, se comportaron como agrimensores que bosquejaran las coordenadas de un territorio. En Roma, un agrimensor “tenía que ver con la constitución de las fronteras o los límites” (Agamben 42). Los actos de estos agrimensores teatrales sólo fueron figuraciones; no unieron espacios, tampoco los separaron. Creo que la pieza se produjo en ese límite entre el saber y la acción: el agrimensor sabe dibujar límites y, efectivamente, los traza; como el augur sabe interpretar los vuelos. Pero los límites trazados fueron una ficción geométrica en un espacio inmensurable: ¿cuál es el contorno del vuelo de las palomas?, ¿qué otros edificios habitan?, ¿cuáles son sus itinerarios entre las azoteas y la calle, entre los techos y las plazas? Un edificio fallido, una pieza que da cuenta del fracaso y expone la forma íntima de un espacio. 

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Imagen 5. Galería de palomas. © Alonso Arrieta y Teatro Ojo

Tercera fisura: la muerte

Una nota publicada en el periódico El Informador del 4 de julio de 1940, día en el que fue inaugurado el Cine Variedades, destacaba que “los más finos y modernos aparatos de sonido y proyección han sido instalados en el moderno cine, así es que desde cualquier parte el espectador podrá ver y oír las mejores películas sin perder un solo detalle del espectáculo” (López 1). El cine alojaba una modernidad inusitada que dependía de sus máquinas. Los proyectores de última generación producían admiración y vaticinaban una experiencia deslocalizada: el sonido y la imagen alcanzarían al espectador en cualquier lugar que se encontrara dentro de la sala. Las novedades que contenía el recinto correspondían, también, a las que permitían esos aparatos. En 1927, es decir, sólo trece años antes, se había estrenado la primera película sonora. El sonido y la imagen, los antiguos archipiélagos de la experiencia cinematográfica, convergían y ofrecían al espectador una experiencia envolvente.

En una de las filmaciones de los hermanos Lumière, un grupo de obreros salen por las puertas de una fábrica[8]. Al inicio de esa filmación, un perro descansa en la acera, fuera de la industria, y luego vemos salir a otro. Los perros pasean entre los trabajadores, quizá de manera inesperada. La filmación tiene más de un siglo y los humanos que en ella aparecen son piezas de un mundo desaparecido. Todo lo que vemos es antiguo. Como en esas fotos viejas, los tonos y las formas son un registro de la época, pero también su presencia radical. Salvo, creo, ambos perros. Parecen situados en un espacio y una dimensión que no estuvieran sometidos al paso del tiempo. Son perros que podríamos encontrar hoy en algún lugar, tal vez frente a otras puertas o caminando entre otros trabajadores.

¿Por qué la imagen de los animales soporta, de ese modo, el transcurso del tiempo?, ¿qué particularidades le permiten situarse a un costado de la historia, esos perros desnudos frente a los trajes demodé de los obreros? 

George Didi-Huberman (Ante el tiempo) sostiene que cuando estamos ante la imagen también estamos frente al tiempo. No sé si ha pensado excepciones a esa fórmula estética, pero creo que esos perros lo son. Tal vez ante los animales estamos frente a otras formas de temporalidad. Todos los protagonistas de la filmación de los Lumière están muertos, también los perros que merodean o esperan. Pero en la actualidad de sus figuras, ellos parecen vivos, como si la temporalidad que marca tan profundamente esas imágenes no los afectara. ¿Están fuera del tiempo?, ¿es otro el registro el que abren cuando pensamos en la muerte?, ¿son esos perros imágenes contra la muerte y, en esa medida, contra el mismo tiempo?

En larva hay cadáveres de palomas que han encontrado sus nichos en los rincones abandonados del edificio. En ese edificio mueren y no necesitan tumbas para ocultar sus cuerpos. Sólo caen y ahí se descomponen. Pero los cadáveres de las palomas, pocos o muchos eso no importa, transforman el lugar en un sarcófago inesperado. La muerte crea un espacio, superponiendo sus sentidos y sus usos. La tumba surge en estos sitios imprevistos, como flores en los resquicios.

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Imágenes 6 y 7. Cadáveres. © Alonso Arrieta y Teatro Ojo

¿Estamos ante el tiempo cuando vemos esos cadáveres?, ¿son imágenes cifradas por una temporalidad que otros ojos verán con extrañeza como nosotros observamos los perros en el corto de los Lumière? No lo sé, mis ojos son contemporáneos a esos cuerpos y mi mirada es sincrónica con sus muertes. Soy testigo de su destino final y de ese reducto que habitan en medio del concreto; aves sin duelo, pero con muerte; aves tal vez sin tiempo, pero que se descomponen.

¿Y si introdujeran ellas, sus cadáveres, una distorsión en las temporalidades de la mirada como lo harían los perros de La Sortie de l'usine Lumière à Lyon?

Los proyectores del Cine Variedades producían admiración por su novedad. La nota que cité previamente da cuenta de ello. Eran objetos modernos, llenos de promesas técnicas y de experiencias inéditas. Portadores de luz en medio de la oscuridad de las salas, eran faros que iluminaban pantallas y que exponían el mundo. Verdaderos ojos colectivos que navegaban en el mar de la historia y hacían visibles, por primera vez, imágenes de lugares lejanos, rostros de celebridades.

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Imagen 8. Proyectores. © Alonso Arrieta y Teatro Ojo

Los proyectores aún permanecen en larva, testigos de una transformación radical del espacio, como ruinas de un mundo desaparecido que no termina de disolverse. Son faros oscurecidos que miran el mundo como las gárgolas de las catedrales góticas desde una altura inaccesible y con ojos muertos. Flotan en un espacio que sólo los conserva como huellas de lo que alguna vez fue ese lugar. Ahora son ruinas, máquinas destartaladas que muestran sus cables y sus mecanismos íntimos, como si también fueran cadáveres tecnológicos cuya muerte proviene del óxido y de la oscuridad.

Entonces Larva es un sarcófago con dos cámaras. Una resguarda los cadáveres de las palomas, que caen al suelo cuando las alcanza la muerte y se descomponen lentamente. La otra contiene los proyectores que se convierten poco a poco en desechos, pero que recuerdan la mirada que fundó el lugar. Miran hacia un mar seco, hacia una pantalla desaparecida desde las mismas alturas que dominaron cuando el cine fue inaugurado.

¿No es justamente esa distancia entre cadáveres de aves y restos de máquinas la que funda un teatro de los animales, que se interroga sobre las fisuras del orden humano que contiene temporalidades diversas y muertes múltiples y polimorfas? Las palomas introducen en larva la muerte natural, el tiempo de las especies, los ciclos y, en alguna medida, una muerte sin tiempo. Una descomposición sin duelo, una muerte sin entierros. Los proyectores traen, a su vez, la muerte técnica, una temporalidad producida industrialmente, el derrumbe de las manufacturas y de los objetos, la obsolescencia de los aparatos. Y larva queda suspendida entre esos dos tiempos y esas dos muertes que suceden en momentos heterogéneos. larva, que para los antiguos romanos significaba también cadáver, es un sarcófago estatal que habitan unos espectros: de los animales y del cine. Extraña confluencia de unos registros biológicos y otros técnicos, que funda una temporalidad dislocada.

Los perros del filme de los Lumière están fuera del tiempo y, en esa medida, fuera de la imagen. Las palomas de larva también. Sólo los proyectores están dentro del tiempo y de la imagen, atrapados por ambos. En todas las épocas, escribe E.J. Marey, “los seres vivos han sido comparados con máquinas, pero solamente hoy podemos comprender la fuerza y la justeza de esa comparación” (Marey, Le machine animale v).

¿No son estas imágenes “bellos zootropios”, como los que admiraba Marey, zoologías animadas que sirven para comparar los cuerpos de los animales y las máquinas cuando han muerto o se han transformado en ruinas? Canto de Palomas sería un zootropo que merodea los restos de la naturaleza y la cultura y que busca un teatro sin duelo, que constata los hechos y conduce a una nueva visión de los mundos. Una visión que no surge de la ruptura sino de la repetición; un asalto a los límites que se encuentra con el sonido y la muerte, pero no los elude. Una pieza de la paciencia.

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Imágenes 9 y 10. Cadáveres. © Alonso Arrieta y Teatro Ojo

 

Cierre: melancolías forenses

Al caminar por la frontera entre las zonas turca y griega de Chipre, Yael Navaro-Yashin observa los restos de coches, algunos edificios abandonados, muebles en desuso a lo largo de las alambradas que separan un lado del otro de la isla. También entra a las casas de los turco-chipriotas que huyeron de la parte sur y que viven donde antes lo hacían ciudadanos de origen griego. No sólo esos artefactos abandonados o los inmuebles deshabitados son ruinas, también las casas que habitaban esas refugiados, aunque de alguna manera se hayan apropiado de ellas. Ese hiato entre la propiedad y el afecto, entre la pertenencia y los objetos, produce un tipo singular de melancolía. Para los nuevos habitantes, sus casas siguieron perteneciendo a quienes huyeron, como si los domicilios acompañaran a sus moradores incluso cuando ya no los ocupan. Esa melancolía singular surgiría de la imposibilidad de que esos objetos y lugares se transformen en algo distinto a lo que han sido.

En Larva atestiguamos un proceso de destrucción y transformación: el antiguo cine devenido centro cultural, el edificio convertido en acantilado. En alguna medida, el recinto es una ruina, incluso en su remodelación. ¿Cómo interrogamos las ruinas y los escombros cuando nos hemos encontrado con ellos de forma inesperada?, ¿qué podemos preguntarle a los cadáveres de las aves o a los proyectores destartalados de larva?, ¿experimentamos en ese recinto una melancolía parecida a la que Navaro-Yashin capta, suscitada no por la pérdida sino por esa trasposición de historias y funcionalidades?

La intervención de Teatro Ojo se sitúa en ese hiato melancólico que atestigua la dislocación histórica del sonido y la imagen y la metamorfosis del edificio. La nota del periódico que antes cité destaca que las máquinas que poseía el Cine Variedades garantizaban una experiencia simultánea de la visión y el sonido. En la pantalla confluían ambos sentidos para producir la experiencia moderna por excelencia. Hoy los proyectores en ruinas y la pantalla ausente, el silencio y el canto ocasional de unas aves, introducen una experiencia disjunta que no sólo separa la visión de la escucha, también las bloquea. Las palomas que cantan no pueden verse; las máquinas que proyectaban no sirven. En larva, entonces, podríamos encontrar las pruebas de un desasimiento material, pero también histórico: Canto de Palomas fue su búsqueda.

En otra parte de este artículo mencioné que durante la reflexión colectiva que produjo la pieza habíamos pensado la presencia de las palomas como un arco temporal paradójico: así como habían sido las protagonistas de las primeras imágenes del cine, en larva eran testigos de las últimas. En ellas se jugaba la temporalidad de una forma de producir imágenes. El cine prometía, como enuncia la nota de 1940, que “desde cualquier parte el espectador podrá ver y oír las mejores películas sin perder un solo detalle del espectáculo” (López 1); promesa de una experiencia total sustentada en la técnica. Si la pantalla, en palabras de Kaja Silverman, abarca “la particular lógica representacional y el espectro de prácticas materiales” (Silverman 183) de una sociedad particular, en este caso también podemos constatar el desplazamiento de esas lógicas representacionales y el espectro de algunas prácticas. El fin de la pantalla (en un sentido material) correspondió también a la disolución de una experiencia estética y espacial, con cuyos rastros trabajó Teatro Ojo.

Estas prácticas artísticas que interrogan las ruinas, los desechos, las cosas y los cadáveres podrían describirse, en cierta medida, como un teatro forense. Desde la perspectiva de una arquitectura forense, anota Eyal Weizman, “las ruinas tienen una ‘arquitectura’ en la que se reflejan eventos polémicos y procesos políticos” (Weizman 92). En la arquitectura forense, las ruinas y otros objetos son considerados como “puntos de entrada desde los cuales son trazados ensamblajes de conexiones” (Weizman 92). En Canto de Palomas, un ejercicio forense que se realizó en torno a la muerte y la destrucción de ciertos objetos, las ruinas se leyeron como rastros de desacoplamientos complejos y como puntos de salida de procesos técnicos y formaciones culturales densas: la disolución del cine y la demolición paulatina de los recintos estatales, entre otros.

El hiato melancólico también atravesaba esa frontera sutil, pero definitiva, entre la naturaleza y la cultura. El telón era un velo que protegía a las palomas del vacío del recinto, pero también a los espectadores de esas presencias inquietantes. El grupo teatral prometió la escucha de algo que nunca se vería. El sonido y la visión estarían desasidos y la pieza fue tanto un ejercicio espacial de esa ruptura, como su anuncio. La pieza propició, como sostuve antes, la formulación de un pacto que encapsuló algunas experiencias para repartirlas en el espacio y, en esa medida, reconstruyó una escena que unió los sentidos mediante ciertos aparatos y luego los separó. Canto de Palomas observó el presente y alcanzó a visualizar la disolución de unidades de percepción y experiencias técnicas de los sentidos; los desplazamientos de lógicas representacionales y prácticas materiales.

Quisiera terminar preguntándome si la teatralidad que Evreinoff atribuye a los animales no supone, a su modo, una melancolía singular que los afectara en esas representaciones “naturales” de sus capacidades performativas. En esa medida, podríamos imaginar que ellos producen algún tipo de ruina y que para las palomas larva sería el vestigio de un acantilado y no su símil. Si esto fuera plausible, entonces el teatro forense podría ser uno de los animales. Ese teatro tiene “una arquitectura” que registra los sucesos polémicos que afectaron a las especies; esos desplazamientos diacrónicos en los comportamientos o las sustituciones adaptativas. Un teatro que, como los perros del filme de los Lumière, estaría fuera del tiempo y contra la muerte. Sin tiempo y sin mortalidad: ¿existiría la melancolía?, ¿sería pensable el teatro?

 

 

Bibliografía

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De Certeau, Michel. La escritura de  la historia, México: Universidad Iberoamericana, 2010.

Descola, Philippe. “Construyendo naturalezas. Ecología simbólica y práctica social”. Naturaleza y sociedad. Perspectivas antropológicas. Coords. Philippe Descola y Gísli Pálsson. México: Siglo XXI, 2001. 101-123.

Didi-Huberman, George. Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2011.

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Diéguez, Ileana. “Los teatros del cuerpo: memento mori”. Revista Teatro/CELCIT 37-38, (2010): 108-114.

Evreinoff, Nicolas. El teatro en la vida. Santiago: Ercilla, 1936.

Laboratorio de Artes y Variedades. “Perfil Facebook”, 2017. https://www.facebook.com/LARVA-Laboratorio-de-Arte-Variedades-301996559821054/. 22 de abril de 2017.

López, Amalia (2002) “Real Cinema. Cines, arquitectura y sociedad en Guadalajara (1896-1965)” en: Museo Claudio Jiménez Vizcarra, Guadalajara, disponible en: http://www.museocjv.com/cinevariedades.htm

Marey, Étienne J. Le machine animale. Locomotion terrestre et aérienne. París: Librairie Germer Baillière, 1873.

Nancy, Jean-Luc. A la escucha. Buenos Aires: Amorrortu, 2007.

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Weizman, Eyal. The Least of All Possible Evils. Humanitarian Violence from Arendt to Gaza. Londres y Nueva York: Verso, 2011.

 

NOTAS

 


[1] Larva es un centro cultural creado por el Ayuntamiento de Guadalajara en 2006, al interior de un edifico emblemático de la arquitectura Art Decó de la ciudad, que alojó de 1940 a 1996 al Cine Variedades. Luego de una década de abandono, el edificio fue restaurado parcialmente y se convirtió en un laboratorio de arte “donde se gestan artistas y promotores culturales en potencia a través de talleres, conferencias, conciertos, clínicas musicales, charlas y exposiciones” y que promueve “el arte alternativo en sus diversas manifestaciones: música, performance, plástica cine y experimental.” (larva 1).

[2] Teatro Ojo se creó el año 2002 en la Ciudad de México y está integrado, actualmente, por Héctor Bourges, Patricio Villarreal, Laura Furlan, Karla Rodríguez, Alonso Arrieta y Fernanda Villegas. El colectivo tiene una extensa producción artística en la que, según Ileana Diéguez, se observa “un adelgazamiento de los dispositivos representacionales tradicionales” (Diéguez, Los teatros del cuerpo 6). Esto da pie a una serie de intervenciones en espacios públicos, cerrados y abiertos, “que recurren a dispositivos ligeramente instalacionistas, o performativos: disposición de objetos y accionar de cuerpos sin ninguna pretensión de ficcionalización (salvo breves instantes) en lugares no enmarcados para escenificar” (Diéguez, Los teatros del cuerpo 6). Uno de sus integrantes sostiene, con respecto a una de sus piezas, que el grupo produce “una dramaturgia otra donde podíamos imaginar, ensayar y provocar nuevos encuentros y otras formas de contar el fragmento de historia que nos atravesaba.” (Villarreal, Después de Lo que viene 1).

[3] Canto de Palomas en una pieza que forma parte de un proyecto más amplio de Teatro Ojo, titulado Deus Ex Machina, que investiga y trabaja con diversas máquinas estatales, contemporáneas o históricas. En palabras del grupo, en ese proyecto se visualiza al Estado “como una máquina que se entrelaza infinitamente con otras máquinas, sujetas a interconexiones siempre cambiantes e inestables; máquinas de fronteras formales y ontológicas difusas” (Teatro Ojo, Deus Ex Machina. Mil máquinas 1). El conjunto de intervenciones, realizadas en un espacio de dos años (y que guarda continuidad con otros proyectos del grupo), constituye “una forma de desmantelar, desde lo teatral, los mecanismos y engranajes con los que –hasta el día de hoy– vive y sobrevive el Estado (...), aquellas entidades –colectivas y singulares– que lo conforman, así como la implicación de quienes en él vivimos” (Teatro Ojo, Deus Ex Machina 1).

[4] Antes de colaborar con Teatro Ojo, trabajé con la compañía Teatro Línea de Sombra en un proyecto con migrantes centroamericanos en la frontera sur de México que se llamó Carnaval de abandonados.

[6] En el caso de Visitas Guiadas fue la sede abandonada de la Secretaría de Relaciones Exteriores, en la Plaza Tlatelolco de la Ciudad de México, y en Pasajes el Centro Histórico de la misma ciudad; en !NO? se realizaron ocho acciones/intervenciones en lugares emblemáticos de la capital durante el movimiento estudiantil de 1968; México mi amor. Nunca mires atrás se realizó en las canchas de tierra donde estuvo el multifamiliar Juárez y, previamente, el Estadio Nacional Vasconcelista, en la Colonia Roma. Patricio Villarreal considera que algunas piezas del colectivo tienen “una especificidad puesta en el tiempo también, no sólo en el lugar o no siempre en él”, por ejemplo, “Lo que viene, que sucedía en el Teatro El Galeón, emplazaba el Monumento a las Víctimas de la Violencia mientras era construido en el Campo Marte, frente a la avenida Reforma, muy cerca de ese recinto, y la pieza fue pensada como una caja de resonancia que le hablaba a este monumento. En ese caso, y en alguna medida también en !NO?, el in-site no sólo consideraba el lugar, también el momento histórico que atravesábamos” (Villareal, Comunicación personal 1). En el sitio web del grupo se puede encontrar más información e imágenes de las piezas: http://teatroojo.mx/

[7] Las pinturas de Lascaux, escribe Bataille, son bellas aunque sólo anuncien “el deseo de comer de quienes las hicieron (...) creyendo que la posesión de la figura garantizaba la del animal representado” (Bataille 261). El mundo de esas pinturas está perdido, dice el autor, “debido a la impotencia en que estamos para hallar una respuesta completa a nuestro deseo en un mundo animal (...) Desde muy jóvenes aprendimos a ver en el animal lo que le falta” (Bataille 263). Si bien en el sonido de las palomas tampoco encontramos una respuesta a nuestro deseo, se replica el gesto de los pintores primitivos cuando se captura su canto mediante una grabación (que también tiene un sentido visual). Tal vez dicha captura se relaciona con la inclinación a ver en el animal lo que le falta con respecto a los humanos (por eso sería una bestia, dice Bataille); aunque su resultado sea paradójico, porque el canto grabado que se puede escuchar con independencia del cuerpo de los animales genera otro tipo de falta: en las pinturas de la caverna, el intento de apropiarse de los animales produjo una imagen visual; en la grabación del canto de las palomas, una sonora. “La imagen ve aquello que falta”, escribe Pascal Quignard, “detrás de la imagen está el deseo” (Quignard 51). Esa imagen sonora surge en reemplazo de otra visual, las palomas se escuchan pero no se ven, y en esa medida la grabación contiene un deseo de ver, tal vez de capturar la presencia de las palomas, en un gesto más cercano a los pintores de Lascaux, descrito por Bataille. Podríamos decir que la imagen sonora escucha aquello que no se ve y detrás de ella encontraríamos un deseo de ver aquello que se vela o que se oculta. De este modo, una imagen sería el deseo de la otra.

[8] https://www.youtube.com/watch?v=B1TWvzPYDeE

 

Ediciones KARPA Los Ángeles, CA.

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ISBN 978-1-7320472-1-1