Capítulo 10:


 

La Máscara

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La Máscara fue uno de los grupos más importantes dentro del movimiento de teatros independientes. Allí se iniciaron figuras trascendentales del campo. Por ejemplo, convivieron en el conjunto —por un tiempo breve— Pedro Asquini, Alejandra Boero, Oscar Ferrigno y Carlos Gorostiza. Para Luis Ordaz (El teatro en el Río de la Plata [1946, 1957]), este grupo completa la tríada de teatros más destacados durante los primeros años de teatro independiente (junto al Teatro del Pueblo y al Teatro Juan B. Justo). También fue uno de los más mencionados en los estudios sobre la temática. Varios autores([1]) lo abordaron en tanto que consideraron como un emblema la obra estrenada en 1949, El puente, de Gorostiza. Además, contamos con el trabajo de investigación de Laura Mogliani, “La Máscara: concepción de la obra dramática y del texto espectacular”, que sintetiza el recorrido del grupo y sus aportes más importantes. Por otro lado, algunos de los protagonistas de La Máscara plasmaron parte de sus recuerdos y experiencias en publicaciones propias (Asquini, El teatro que hicimosEl teatro, ¡qué pasión!) o ajenas (Risetti). 

Algunos de los puntos más relevantes de La Máscara se dieron en los estrenos de Peer Gynt Antígona, en tanto que representaron momentos clave para la compañía en términos de estilo y escenografía. A su vez, la realización de El puente, de Carlos Gorostiza, fue tomada para muchos investigadores como una pieza indispensable para la formación de un teatro “argentino”. Este conjunto también tuvo una relación novedosa con el campo profesional, muy diferente a la planteada por Leónidas Barletta.

 

Génesis

La génesis de este conjunto comenzó en 1937 cuando, bajo la dirección de Bernardo Graiver (quien algunos años antes había estrenado su comedia El hijo del rabino en el Teatro del Pueblo), se constituyó el Teatro Guillermo Facio Hebequer, nombre con el que se quería rendir homenaje al querido pintor, fallecido en abril de 1935. El Teatro Facio Hebequer ofreció Los malos pastores, de Mirbeau. Al año siguiente, se mudó al salón de la Colonia Italiana y se transformó en el Teatro de Arte, también bajo la tutela de Graiver —que era farmacéutico de profesión—, con el objetivo de representar a la Federación de Teatro Popular[2], cuyos estatutos habían sido redactados por el propio Graiver, Álvaro Yunque y Antonio F. Marcellino. El Teatro de Arte cumplió un corto ciclo de funciones en bibliotecas, clubes y sindicatos, interpretando obras breves de Ramón J. Sender (El secreto), Álvaro Yunque (El ropero y la llave), José González Castillo (La telaraña y Cómo se hace un drama) y Mariano José de Larra (Tu muerte o la mía). También hizo algunas funciones de Los tejedores, de Gerhart Hauptmann. Los ensayos se realizaban en el fondo de un café, sito en Rivadavia al 2000, o en una sala ubicada en la planta baja de un edificio de oficinas, sobre la calle Talcahuano.

En 1939, este grupo obtuvo, de parte del Concejo Deliberante de la Municipalidad —y, fundamentalmente, a través de la gestión del actor Tomás Migliacci, quien trabajaba allí como taquígrafo—, un local abandonado en la calle Moreno 1033, que antes había sido un depósito de productos químicos. Luis Ordaz —quien luego sería uno de los primeros dramaturgos llevados a escena por el grupo— recuperó una descripción del espacio:

En una nota periodística de esos días se da una idea del ámbito: “no es más ni menos que un galpón infecto en el que para caminar se debe practicar un arriesgado alpinismo. En los días de lluvia el agua se cuela torrencialmente por las múltiples goteras del techo. Los desperdicios que cubren el suelo sobrepasan los dos metros de altura”. El párrafo concluye: “Pero para el entusiasmo de esta juventud crepitante no existen obstáculos”. Tan es así que en pocos meses de dura fajina diaria para todos los integrantes, el tugurio queda convertido en una salita aseada y cómoda (“El teatro independiente” 40-41).

Instalados allí, mientras ensayaban las dos obras con las que pensaban debutar, los integrantes cambiaron nuevamente el nombre por el definitivo La Máscara, a raíz de una propuesta de Pablo Palant. José Marial ubicó la fundación del conjunto en febrero de 1939 y, entre sus fundadores, a Tomás Migliacci, Palant, Félix Robles, Juan Carlos Parra, Luis Ribak, Jaime Ribak, Fernando López, Pola Márquez, Elena Jessiot, Nilda Rosen, F. Angélica Oleastro, Bernardo Graiver, David Soco, Ricardo Trigo, Víctor Barcelona y Roberto Dell’Orefice. Varios de ellos ya habían integrado el Teatro Proletario, al igual que Ricardo Passano, Álvaro Yunque (quien empezó a cumplir el rol de asesor literario) y Elías Castelnuovo, el destacado trío de amigos (lo fueron hasta el final de sus días) que también pasó a animar La Máscara. El primer lema de la agrupación fue “El teatro será pueblo o no será nada”, frase atribuida a Romain Rolland; luego, “El teatro no es un templo, es un taller”[3], de Yunque; y años después, se cambió a “Con los ideales de Romain Rolland”.

Graiver dirigió los primeros ensayos, pero pronto se produjo un conflicto y se fue (según Saúl Enrique Lerner —quien brindó su testimonio en Risetti, Memorias del Teatro Independiente Argentino—, el cambio de nombre tuvo que ver en esta decisión), quedando el uruguayo Passano ante el rol que había ocupado en el Teatro Proletario. Ordaz lo caracterizó así:

Passano se siente un “obrero del arte”. Puede vérsele enfundado en su mameluco de carpintero, participando con entusiasmo adolescente en la limpieza del local, manejando y disponiendo cables y llaves de luces y, muy particularmente, adiestrando y dejando a punto un elenco compuesto por seres muy jóvenes y con todo el fervor artístico intacto (“El teatro independiente” 41).

Pedro Asquini, uno de los teatristas más significativos que pasaron por La Máscara, también resaltó virtudes en la figura de Passano[4]:

Poseía una luminosa imaginación, que era su cualidad sobresaliente. Profundo conocedor del alma humana, creaba los tipos que presentaban las obras que ponía en escena dotándoles de fuertes caracteres que hacían creíble la realidad del personaje. Poseía gran facilidad para transmitir a los actores su idea sobre los personajes y las obras (El teatro que hicimos 13).

Teniendo en cuenta las reminiscencias de este conjunto con el Teatro Proletario y de sus declaradas adhesiones hacia Rolland, es fácil advertir que tanto el autor francés como Erwin Piscator fueron claros referentes para los directivos de La Máscara. En este sentido, podemos conectar estas influencias con la primera y la tercera línea de antecedentes que planteamos en el capítulo 2. Asquini explicó:

Es que El Teatro del Pueblo, de Romain Rolland, era nuestra biblia. Por su parte, Passano tenía su biblia propia: una edición española, que no se encontraba en las librerías de Buenos Aires, de El teatro político, de Piscator. Ese libro no se lo prestaba a nadie, no obstante lo útil que nos hubiera sido a todos (El teatro que hicimos 15).

Pedro Asquini ingresó a La Máscara en abril de 1941. Fue de vital importancia en el elenco: cuando cumplió un año de permanencia, sus compañeros lo eligieron para que integrara la dirección general del teatro[5]. En 1941, también había llegado quien luego iba a ser su compañera de trabajo y de vida, Alejandra Boero (antes conocida como Ofelia Samek). 

A finales de 1940, el local de la calle Moreno sufrió un incendio, por lo que las actividades debieron frenarse por algún tiempo. Tras mucho esfuerzo, se lograron reconstruir el escenario y otras partes que lo requerían. Casi al término de 1942, llegó la primera escisión en La Máscara —que tuvo varias—: la mitad del elenco se fue (incluido Passano) por discusiones surgidas en la preparación de la obra Despierta y canta. Pero en 1943, luego de que la Municipalidad desalojara a La Máscara por el mismo motivo que lo hiciera con el Teatro Juan B. Justo (el ensanchamiento de la avenida 9 de Julio), “los antiguos integrantes de La Máscara volvimos a unirnos bajo la mano protectora de Ricardo Passano” (Asquini, El teatro que hicimos 19). Siguieron trabajando sin tener un espacio propio, pero esta falta representó un pozo profundo para el grupo. Incluso, conllevó otra pérdida de Passano, quien se volvió a retirar por ese motivo. Tanto Asquini como Ordaz consideraron que ahí se terminó la primera etapa del conjunto.

No obstante, La Máscara se reinventó y en 1947 accedió a su segunda sala, en Maipú 28, en el primer piso del Sindicato de Seguros. Allí se vivió un momento de gran auge del conjunto, teniendo su punto más álgido luego del estreno de El puente. Pero, como suele pasar con los éxitos, tuvo su contracara. A fines de 1949, Pedro Asquini y Alejandra Boero dejaron el conjunto; un tiempo después, fundaron Nuevo Teatro. Hubo diversas razones que explicaron esta partida: la principal fue la decisión del elenco de aceptar que El puente se llevara a cabo, de manera simultánea, por un elenco profesional (situación sobre la que volveremos más adelante), pero también objetaron la falta de disciplina, el hecho de hacer la misma obra durante mucho tiempo, y el aumento del precio de las entradas. Al poco tiempo, se dio una nueva escisión en La Máscara: a fines de 1950 abandonó sus filas un grupo encabezado por Oscar Ferrigno (que había ingresado en 1948), por desacuerdos en relación a la formación de actores —tema sobre el que también retornaremos a lo largo del trabajo—, quienes luego conformaron el Centro de Estudios de Arte Dramático Teatro Escuela Fray Mocho.

Algunos lugares que transitó La Máscara, entre otros, fueron el Teatro Lassalle, en Cangallo 2263, y el Teatro Colonial, en Paseo Colón 413. A este último recinto se mudó en el año 1952. En 1955, se instaló una nueva dirección general, integrada por Luis Ribak, Alberto Bórquez y Alfredo Pizzutiello, quienes se desempeñaron, respectivamente, en las secretarías de cultura, propaganda y administración. Ahí, la dirección artística quedó a cargo, otra vez, de Passano. 

La tercera etapa de este conjunto teatral, que tuvo casi veinticinco años de trayectoria, comenzó en 1957, cuando Agustín Alezzo, Augusto Fernández y Carlos Gandolfo —que se habían ido de Nuevo Teatro para conformar su propio grupo, Juan Cristóbal (en referencia a otro libro de Rolland)— se instalaron en el Teatro Colonial[6], el local donde, con un pequeño grupo reducido, estaba funcionando La Máscara. Allí, los integrantes locales los invitaron a sumarse al grupo. Los recién llegados accedieron y, rápidamente, pasaron a ocupar los cargos de toma de decisiones. La más importante fue la convocatoria a la actriz y directora austríaca Hedy Crilla, quien se sumó a La Máscara en 1959. 

 

Estética

Repertorio 

Bajo la dirección de Passano, el 17 de noviembre de 1939, se inauguró la nueva sala, subiendo a escena La emperatriz Annayanska, farsa breve de George Bernard Shaw, y Ensueño, esbozo de tragedia en un acto de Luis Ordaz. Según el propio Ordaz:

La calidad de sus espectáculos, obtenida por la capacidad de los intérpretes y por una dirección eficaz, hizo que la pequeña sala se colmara de público, llegando a ser, en determinado momento, el elenco que presentaba una mayor armonía dentro del movimiento escénico independiente (El teatro en el Río de la Plata 220 [1957]).

Al año siguiente, hicieron Comedia sin título, de Antonio Cunill Cabanellas, y Volpone, farsa de Ben Jonson. A Pedro Asquini, quien todavía era solo un espectador del grupo, la puesta de Volpone lo impresionó: “Excelentes actores, con un movimiento escénico que llamaba la atención, con maquillajes y vestuario realmente atractivo. Llenos en la platea” (El teatro que hicimos 13). Además, la consideró un testimonio de la capacidad de Passano como director: “una real lección de teatro” (14). 

Para volver a poner la sala en condiciones, luego del incendio de finales de 1940, se preparó un programa con cinco obras breves, para ser montado en distintos lugares y así recaudar los fondos necesarios. Estas obras, que se realizaron en 1941, fueron Jugando a la guerra, de Luis Ordaz; La huida, de Pablo Palant; La muerte es hermosa y blanca, de Álvaro Yunque; El soldado, de Horacio Quiroga; y La noria, de Elías Castelnuovo. Asquini, que estaba recién llegado, debutó con este “mosaico teatral”:

Mi debut fue en La noria, con un personaje sin letra. De las cinco obras; tres eran pacifistas; La noria, poema proletario, era una reivindicación de la clase trabajadora a lo largo de toda la historia universal y, la obra de Yunque un bello poema. Allí empecé a darme cuenta de que el teatro tiene tanto que ver con la realidad y que su luz bien puede iluminarla (El teatro que hicimos 15).

No fue un gran éxito de público, como tampoco lo fue Desterrados, de Ernesto L. Castro, la obra —inspirada en los migrantes españoles que tenían que dejar su tierra natal luego de la Guerra Civil (1936-1939)— que continuó. En el mismo año, llevaron a escena En algún lugar, también de Castro, en donde debutó Alejandra Boero. Ya en 1942, La Máscara ofreció “una meritoria versión” (Ordaz, El teatro en el Río de la Plata 221 [1957]) de El avaro, de Molière, en la que Asquini interpretó a Valerio y Boero, a Elisa[7]; y luego Despierta y canta, de Clifford Odetts, una pieza de teatro moderno norteamericano. Según Ordaz, fue esta “la obra de mayor jerarquía e inquietud ofrecida en ese año por los elencos independientes” (El teatro en el Río de la Plata 221 [1957]). Ricardo Passano solo intervino al comienzo en la dirección de la obra de Clifford Odets, dado que durante su preparación se presentaron dos dilemas. El primero fue que Passano había llevado al elenco a tres actores profesionales y la heterogeneidad no cuajaba para sacar adelante los ensayos. El segundo se desencadenó a partir de que Chaico —uno de los traductores de la obra y familiar de Jacobo Ben Ami, el gran actor judío que, anteriormente, había representado esta pieza en Argentina, aunque no en castellano— vio un ensayo y no estuvo de acuerdo con el planteo del director: “los personajes eran todos judíos y Passano los había concebido como si no lo fueran” (Asquini, El teatro que hicimos 18). La discusión entre ellos llevó a que Passano abandonara el elenco, dejando a Chaico al frente del mismo.

En 1943, David Licht, el director polaco que había estado desde 1938 dirigiendo el Teatro IFT, se hizo cargo del conjunto y ofreció una notable versión de Macbeth, de Shakespeare. La protagonista fue Jordana Fain. Según Luis Ordaz: “A pesar de las dificultades que presenta el montaje de esta obra, llegó al público con una justeza digna de encomio” (El teatro en el Río de la Plata 221 [1957]). Osvaldo Pellettieri (“Algunos aspectos del ‘teatro de arte’ en Buenos Aires”) calificó la pieza como “memorable” y contó que Licht hizo derribar la pared posterior del escenario para su realización, y que presentó escenas en los camarines, en el patio de atrás y al aire libre. Este fue el último estreno que La Máscara brindó en su local de la calle Moreno. En este espacio, La Máscara pudo llevar a cabo experiencias de teatro polémico, en línea con el ciclo que había inaugurado el Teatro del Pueblo en 1936. En esta actividad, el grupo a veces se veía “en aprietos para dar cabida en oportunidades a un público que numeroso acude a sus actos” (Marial, El teatro independiente 210-211). 

Ya sin local propio, en 1944, presentaron El bosque petrificado, de Robert E. Sherwood, en el teatro de la Sociedad Lago Di Como, en la calle Cangallo al 100. Para esta obra, se reagrupó el elenco de La Máscara —volvieron Passano y algunos elementos, como Asquini, Gorostiza y Boero, que se habían alejado (estos últimos habían dado forma al Teatro Roberto J. Payró y actuado en El momento de tu vida, de William Saroyan)— y las críticas fueron muy positivas. Fue el primer protagónico de Alejandra Boero, quien representó a Gaby. Asquini transcribió un comentario del diario El Mundo[8]:

Un meritorio jalón más en la limpia trayectoria de La Máscara es, entonces, el logrado en esta oportunidad. Resulta grato poner de relieve este hecho, máxime cuando se trata de una agrupación que ha pasado por una serie de pruebas y mantenido su línea de conducta sin la más mínima vacilación (El teatro que hicimos 21).

A su vez, Marial, destacó las actuaciones:

El actor Ricardo Trigo compuso un pistolero magnífico, que merece especial atención. Carlos Montalbán, en su papel protagónico, acertado. Muy bien Pedro Asquini, en la juvenil interpretación de Bouze. Y en un papel pleno de dificultades, Alejandra Boero nos dio la pauta de sus grandes posibilidades y su aguda penetración. Bien el resto de la compañía (“El Bosque Petrificado”).

También en 1944, se volvió a realizar Volpone, de Ben Jonson. Al año siguiente, se hizo Vive como quieras, de Kaufman y Hart, en algunas salas de teatro profesionales, durante los días de descanso de sus elencos titulares. El reparto estaba compuesto por Ricardo Trigo, Tomás Migliacci, Diana Wells, Alejandra Boero, Jorge Giral, Antonio Govantes, Juan José Ross, Pedro Asquini, Nieves Ibar, Isidro Fernán Valdés, Susana Penny, Lola March, Leopoldo Saporitti, Pedro Doril, Sebastián Menéndez y Pola Márquez, y contaba con una especie de escenario circular, donde los espectadores se ubicaban alrededor de los actores. Si bien, con la primera edición de su libro El teatro en el Río de la Plata, Ordaz calificó a este espectáculo como excelente, también sostuvo que, desde que había sido expulsado de su local, el conjunto había perdido su organización y “el sentido que imprime a su labor. El lema que ubicaba y orientaba su obra empeñosa se derrumbó con los muros del pequeño teatro de la calle Moreno. Decía así: ‘El teatro no es un templo, es un taller’” (El teatro en el Río de la Plata 181 [1946]). Pero a pesar de las luchas internas y de las dificultades en la organización, la actividad de La Máscara no se detuvo. Durante 1946 repuso Despierta y cantaVive como quieras y El avaro, todas bajo la dirección artística de Ricardo Passano. Sin embargo, la situación no era sencilla. La falta de un espacio propio llevó al mismo Passano a bajar los brazos: 

Lamentablemente, luego de una función de El avaro en el Club Villa Sahores, Passano me llevó a un rincón y me dijo: “Así no se puede trabajar. Para esto no cuentes más conmigo. Cuando tengas un teatro, llamame”. Ese día los actores habíamos vestido las ropas de Molière entre los choclos, en los fondos del club (Asquini, El teatro que hicimos 23).

En 1947, finalmente, los integrantes encontraron un nuevo local para alquilar, en Maipú 28. Para Asquini, ese año comenzó una nueva etapa de La Máscara. Passano no regresó, se negó a volver porque decía que Peer Gynt, de Henrik Ibsen, la obra elegida por el elenco para montar, no se podía hacer. Además: “Él quería teatro Revolucionario” (Asquini, El teatro que hicimos 26). La pieza se hizo igual, con el alemán Max Wächter como director (era discípulo de Max Reinhardt —a quien ubicamos dentro de la segunda línea de los antecedentes europeos— y  ya había dirigido a Asquini y Boero durante su experiencia como Teatro Payró) y con la escenografía a cargo de Gastón Breyer, quien aportó una renovación en la materia, ya que estaba muy alejada del tradicional realismo: “Para la puesta de Peer Gynt ideó una escenografía entre constructivistas y sintética que Wächter aceptó a regañadientes. Él quería montañas y fiordos y una casa de verdad. La escenografía que imaginó Breyer no tenía, como es de suponer, nada de real” (Asquini, El teatro que hicimos 26). En esta misma época, Naum Krischman, padre de Pedro Doril y fanático de Ibsen, brindó una conferencia alusiva.

Para Ordaz, esta experiencia escénica, que duraba tres horas y media y estaba dividida en tres partes (en Risetti 379 se puede ver un programa de mano), no solo marcó un nuevo período en La Máscara, sino que también lo hizo en todo el movimiento de teatros independientes[9]:  

La dignidad e inquietud que trascendía del espectáculo hizo que un público algo desconcertado, pero ávido de expresiones artísticas de calidad, rodeara decididamente a este elenco colmando su sala que se convirtió —y creemos no equivocarnos—, en el punto de partida de la nueva etapa del movimiento.

No fue solo por los valores indiscutibles de la obra, ni por su empeñosa interpretación y eficiente dirección, sino por toda esa gravitación de elementos y circunstancias favorables que hicieron resaltar aún más la labor del conjunto en medio de un teatro oficial o comercial mediocre y una escena libre desarticulada. Consideramos que el movimiento volvió a adquirir bríos y pujanza en torno de La Máscara disponiéndose entonces a afrontar con toda decisión algunos de los problemas que se le planteaban con mayor urgencia (El teatro en el Río de la Plata 291 [1957]). 

Los problemas a los que se refería Ordaz —quien algunos años más tarde se iba a sumar a la corriente que indicaba que la nueva etapa del movimiento de teatros independientes comenzaba a partir del estreno de El puente— tenían que ver con la capacitación de actores y con la profesionalización de la práctica teatral independiente. Volveremos sobre ellos en los siguientes apartados.

En 1947 también se realizaron  El pedido de mano y El tabaco hace mal, de Anton Chejov; y La cruz de la victoria de O’Flathery, de George Bernard Shaw, en la que Boero volvió a protagonizar encarnando a la Sra. O’Flathery[10]. A su vez, en 1948, las piezas elegidas fueron Crimen y castigo, de Fiódor Dostoievski, y Antígona, de Sófocles. Crimen y castigo fue propuesta por el italiano Fulvio Tului, a quien el elenco había invitado para que los dirigiera. Asquini rememoró: “A nosotros no nos entusiasmaba la idea porque nuevamente postergábamos nuestro impulso revolucionario. Pero la tentación de contar con la puesta de Tului nos hizo aceptar” (El teatro que hicimos 32-33). A pesar de que los ensayos iban muy bien —allí el italiano los hacía aplicar el “método Stanislavski”—, un día Tului desapareció. De manera que Asquini, Boero y Doril se hicieron cargo de la dirección:

La empresa no era fácil: se trataba de terminar los ensayos y ubicar los personajes en la escenografía que había planteado Breyer. Además, no estaba decidido el final de la obra, lo cual nos inquietaba a todos. Cumplimos honrosamente con nuestra misión. Pero no nos parecía justo firmar la dirección con nuestros nombres. Entonces recordamos que Tului nos había dicho que en Italia trabajaba con el seudónimo de Claudio Mura. Decidimos que esa sería la firma de la puesta [En Risetti 380 se puede ver el programa de mano]. Nuevo suceso. El público que ya nos había ubicado con Peer Gynt colmaba la sala (Asquini, El teatro que hicimos 33). 

Por el papel de Catalina Ivanovna, Boero fue señalada por la crítica como una de las actrices más capaces de la escena argentina. Asquini recordó dos anécdotas que vale la pena retratar. La primera cuenta que Ricardo Passano vio la obra y, al terminar, se acercó furioso a los camarines: “’¿Dónde está Claudio Murra?’, preguntó. ‘Esto es una copia, esto es Tairov puro. Yo, yo vi a Tairov y esto es una copia’” (Asquini, El teatro que hicimos 34). La segunda tiene un espíritu similar. Al salir la poetisa y dramaturga Lila Guerrero de ver la función, quien recientemente había regresado de la URSS, dijo: “Yo venía de Rusia dispuesta a hablarles de Meyerhold porque no sabía que en La Máscara hacen Meyerhold sin saberlo” (Asquini, El teatro que hicimos 34). Ambas historias nos remiten a la segunda línea de los antecedentes europeos que identificamos al comienzo de nuestro trabajo: la del teatro de arte. Asimismo, en tanto que ya marcamos similitudes de La Máscara con la primera y con la tercera, nos parece interesante volver sobre la idea de que las corrientes no son rígidas, sino que se bifurcan. Además, también resulta atractivo identificar cómo cada teatro independiente absorbió (lo que quiso y pudo, consciente o inconscientemente) de sus predecesores.

Antígona fue dirigida por Adolfo Celi, reggisseur recibido en la Academia de Arte Dramático de Roma. Como él quería un espacio más grande que el de la calle Maipú, el elenco alquiló el teatro de la Federación de Entidades Gallegas, en la calle Chacabuco 955. Celi también llevó al escenógrafo, Clorindo Testa, porque no se había puesto de acuerdo con Breyer. En Antígona, Carlos Gorostiza —quien estaba en La Máscara desde 1942, cuando llegó ofreciendo su retablo de Títeres de la Estrella Grande—comenzó a ensayar su último papel importante, el de Creonte, pero luego le pidió a Celi no integrar el elenco, ya que estaba escribiendo una obra de teatro[11]. A pesar de la expectativa que había generado este espectáculo, el público no lo acompañó de la misma manera y solo se mantuvo dos meses en cartel. En la crítica que le dedicó Arturo Romay, se cuestionaron algunas actuaciones, la escenografía, las máscaras y la utilización de un altavoz. No obstante, se celebró el estreno:

Los jóvenes comediantes de “La Máscara” acaban de llevar a término una tentativa dignísima al darnos la Antígona, de Sófocles. La empresa era ambiciosa, y si los resultados no llegan a colmar su designio ni a satisfacer totalmente nuestras exigencias, quedan, empero, como saldo favorable, la nobleza del propósito y la generosidad del esfuerzo. Podrá objetarse que en arte las intenciones no bastan y que lo único que cuentan son los logros ciertos. Sí, sí; es verdad; pero cuando afanes como estos tienden a poner al alcance del gran público una obra modelo de la belleza antigua, sirviéndola con amoroso empeño y ejemplar decoro, los reparos que puedan suscitar los yerros no deben pesar más en la balanza que el quijotismo del intento (Romay).

En 4 de mayo de 1949 se estrenó El puente, la pieza que Gorostiza había estado preparando el año anterior. La dirección fue compartida entre el autor y Doril. La decisión de llevarla a escena había concitado duros debates internos, ya que los asesores literarios del teatro, María Rosa Gallo y Camilo Da Passano, no la habían aceptado. Sin embargo, la pieza fue un éxito. Incluso llegó al teatro profesional y, al año siguiente, al cine[12]. También en 1950, La Máscara pasó a representar la obra en el Teatro Lassalle. 

La propuesta de representar El puente en el teatro profesional llegó de la mano de Armando Discépolo, quien vio la puesta original. Esto se discutió acaloradamente entre los integrantes del elenco y, finalmente, se aceptó. Pedro Asquini y Alejandra Boero, quienes componían los personajes de Pichín y Elena, no habían quedado conformes con la decisión de ceder la obra al otro circuito. Por esto, y algunas otras razones vinculadas a la disciplina, al finalizar el año 1949, se separaron del grupo. Empero, siguieron cumpliendo sus papeles en El puente hasta que se consiguieron los reemplazos. 

Mucho se ha hablado en la historiografía teatral sobre que la obra de Gorostiza “argentinizó” al teatro independiente.[13]

Marial, a su vez, también lo mencionó: “Era una obra escrita con aguda observación social, con idiosincrasias reconocibles donde tenían vigencia y ajustes nuestras propias voces. Una pieza de estirpe argentina[14] que abrió las puertas al público de Buenos Aires” (Teatro y país 118).

Pellettieri, por su parte, afirmó:

La fecha de 1949, que para nosotros marca el comienzo de  la segunda fase del Teatro Independiente, no tiene un origen arbitrario. El estreno de El puente, de Carlos Gorostiza, en el Teatro de La Máscara, señala el descubrimiento de la peculiaridad argentina[15], dentro de esa modernidad en la que se había incluido la primera versión [“El teatro independiente en la argentina (1930-1965)…” 232].

Algunos años después, este teórico comenzó a usar la categoría de “nacionalización” para referirse a lo que él consideraba la segunda etapa del teatro independiente, que comenzaba con esta obra: “Nacionalización (1949-1960). Designa una módica resemantización de lo finisecular, impulsada por la llegada de nuevos modelos europeos y norteamericanos de textos dramáticos y espectaculares y rudimentos del sistema Stanislavski” (Pellettieri, Una historia interrumpida… 20). Luego, dio una versión ampliada de esta noción:

En la segunda fase (1949-1959), de nacionalización, siguió pesando el encono hacia lo comercial, pero se atenuó el nihilismo frente a la tradición. Los creadores de ese período, acicateados más por el contexto social (el peronismo) que por el intertexto teatral europeo-norteamericano (sintetizado en la incipiente entrada de los rudimentos del sistema Stanislavski, los primeros estrenos del teatro de Brecht, Miller, Beckett e Ionesco), pretendieron contextualizar sus espectáculos, incluir su discurso en lo argentino y lo latinoamericano[16], indagar en la poética del realismo y, aunque fracasados en su intento, captar un público popular (“Algunos aspectos del ‘teatro de arte’ en Buenos Aires” 70).

Ante esta tradición de lectura que fue instalando la idea de que la nacionalización del teatro independiente comenzó en 1949, con el estreno de El puente, nos parece importante señalar algunas cuestiones. En primer lugar, la expectativa de fundar una dramaturgia del teatro independiente nacional —es decir, hecha por dramaturgos argentinos— ya había sido enunciada por Leónidas Barletta cuando sentó las bases de su Teatro del Pueblo, como elaboramos en el capítulo 3. En línea con esta idea, destacamos que —aunque sea cierto que muchos teatros elegían un repertorio mayormente extranjero— Roberto Arlt, Álvaro Yunque, Pablo Palant, José González Castillo, Enrique Agilda y Rodolfo González Pacheco, entre muchos otros, eran autores argentinos que ya se habían estrenado dentro del movimiento de teatros independientes. Cuando subió a escena El puente, incluso el Teatro IFT ya había montado su primera obra nacional (Cuando aquí había reyes, de González Pacheco, en 1947). Empero, eran los integrantes de La Máscara quienes consideraban que no habían abordado los suficientes autores argentinos:

Nosotros nos sentíamos en deuda por no representar autores argentinos. Si continuábamos estrenando solamente autores extranjeros no tardarían en tildarnos de colonialistas. Sabíamos bien que el teatro no se mide por las puestas sino por los autores que presenta. Y queríamos un teatro argentino. (…) Por la primera lectura la pieza no me pareció genial, pero La Máscara estaba en deuda respecto a la revelación de nuevos dramaturgos (Asquini, El teatro que hicimos 38-39).

En todo caso, lo que entendemos que empezó a hacer Gorostiza en nuestro país fue la imitación realista —práctica que también destacó Pellettieri en la última cita transcripta— de ciertas formas de hablar y ciertas costumbres que se podían observar en la vida cotidiana. Esto se percibió, de manera muy cercana, tanto por el público como por la crítica. Sin embargo, el realismo lingüístico y el realismo referencial son dos de los procedimientos constitutivos de la poética del drama moderno, que estaba consolidada en Europa desde mediados del siglo XIX (y que también se veía en el teatro contemporáneo de los Estados Unidos), por lo que tampoco nos parece que la utilización de estos recursos pudiera significar la “nacionalización” del teatro independiente. 

Por otro lado, aunque tanto en los textos clásicos —especialmente allí, como decía Alejandra Boero[17]— como en cualquier otra obra, se pueden leer aspectos del contexto político-social, El puente facilitó las interpretaciones, con analogías llanas, y también las identificaciones, puntualmente, entre las clases no peronistas:

Es cierto que el dramaturgo muestra una clase media soberbia y poco solidaria y que es evidente su simpatía hacia los jóvenes humildes. Pero en el universo de los pobres que describe no hay señales de ninguna de las mejoras de las que se había beneficiado ese sector durante el primer gobierno de Perón (Di Lello 113).

Tal es así que, inclusive, llegó a los pocos meses una supuesta respuesta oficial, a través de Clase media. El dilema de 5 millones de argentinos, de Jorge Newton, texto que “denuncia la incomprensión de la clase media argentina frente a los transformaciones sociales que afectaban al país en los años cuarenta y cincuenta” (Leonardi, “Teatro y propaganda durante el primer gobierno peronista…” 14).

Durante 1950, El puente se dejó de hacer por decisión de los actores: “Dejamos de darla a mitad de año, con mucho público que deseaba verla. Lo hicimos por una especie de prurito, cómo podía ser que un teatro independiente se prestara al éxito” (Rolla en Risetti 257).

Después de El puente, el elenco de La Máscara llevó a escena La loca de Chaillot, de Jean Giraudoux, dirigida por Pedro Doril. El papel protagónico, originalmente pensado para que lo representara Boero, fue realizado por María Elena Sagrera, una joven de 19 años. Oscar Ferrigno integró el reparto y la escenografía fue realizada por Saulo Benavente. En El Hogar, la crítica fue muy positiva:

Y justamente el deber que se han tomado los “independientes” es el de brindar lo que de no ser por ellos no llegaría nunca al público. Los profesionales tienen que combinar el arte con el pan nuestro de cada día, y por eso se ven limitados en sus expresiones. No es éste el caso de estos muchachos y es por eso que pueden abocarse a las piezas por suerte más hermosas…

(…) La obra subió a escena impregnada del amor y el respeto que los jóvenes sienten hacia ella. Tuvieron que luchar con muchas, muchísimas dificultades. Algunas salvadas, otras menos logradas. Pero realizada con dignidad, sinceridad y decencia (Rubens 11). 

Luego, se hicieron Noches de cólera, de A. Salacrou, con dirección artística de Carlos Gorostiza y traducción del actor Mario Rolla; El caso del hombre de la valija negra, escrita y dirigida por Gorostiza; y Cuando empieza el luto y El tío Arquímedes, de Juan Carlos Ferrari, con dirección de Pablo Lozano y Jorge Victoria.

En 1952 se realizó Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, bajo la dirección de Pedro Escudero. Al año siguiente, se llevaron a escena Mariano Moreno, de Gustavo Gabriel Levene, dirigida por Pablo Lozano; y Espérame, de Constantin Simonov, con dirección de Gorostiza. En 1954 se repuso Espérame; y se estrenaron Juan Gabriel Borkman, de Ibsen, dirigida por Alberto D’Aversa; y Tío Vania, de Chejov, con dirección artística de Passano, quien había regresado al elenco. Ya en 1955, se estrenó El centroforward murió al amanecer, de Agustín Cuzzani, realizada en el Teatro Colonial (donde dio sus primeros pasos Sergio Renán) y, después, en el Teatro Astral y en el Teatro Presidente Alvear.[18]

 

Concepción sobre teatro

Se hace difícil hablar de una concepción sobre teatro para La Máscara, ya que sus ideas fueron cambiando en base a las diferentes coordinaciones. 

Según Asquini, la preocupación máxima de Ricardo Passano “era el trabajo del actor. Pero no poseía la inquietud de renovar la técnica del teatro. Por eso sus puestas fueron todas en el escenario. Nunca prescindió del telón ni invadió la sala” (El teatro que hicimos 14). Estas novedades, a su vez, sí fueron llevadas a cabo cuando él ya no formaba parte de la dirección. En la representación de Peer Gynt fue la primera vez que no se usó el telón.

A su vez, lo que sí fue compartido por todo el grupo fue la intención de hacer un “buen” teatro y la de —aun cuando eligieran alguna pieza a la que no consideraran tan representativa de esto— funcionar como “un instrumento de acción social” (Mogliani 117) a través del arte. Sobre esta primera idea, tomamos las palabras de Alberto Bórquez:

Como Romain Rolland, nosotros también creemos en la comunión del pueblo con un teatro de calidad. Nuestra mayor ilusión es realizar el sueño de la sala propia y, a falta de ella, aspiramos a alquilar un teatro grande, cómodo y seguro. Y si pudiera ser, céntrico (en Muñoz 115).

En relación a la segunda, citamos a Gorostiza: “Todo trabajador del teatro debe tener profunda conciencia de su responsabilidad como educador del pueblo y de la juventud” (en “¿Cómo se escribe una obra de teatro?” 93). Además, el autor de El puente también se expresó sobre el realismo, una de las poéticas más elegidas por el grupo (aunque no fue la única):

Los personajes tienen que hablar con naturalidad. No es posible usar, intencionalmente, un lenguaje “teatral”. La criatura que vive en la creación dramática debe hablar tal como lo hace en la vida. (…) En realidad, los personajes más que imaginados son tomados de la realidad. Son tipos que hemos fundido en nosotros mismos. Se nos acercan mucho y los reconocemos (“¿Cómo se escribe una obra de teatro?” 4).

Para José Marial, La Máscara “comporta para la actividad teatral independiente una saludable visión conceptual acerca del trabajo del intérprete y el montaje en general hasta entonces aquejado —salvo excepciones aisladas— de un primario naturalismo” (El teatro independiente 123).

 

Escenografía

La escenografía fue un aspecto al que La Máscara siempre le prestó atención. Desde los primeros años, con Passano a la cabeza, el tema resultaba fundamental: “Dibujaba y pintaba, lo que significaba una gran ayuda. Era potencialmente escenógrafo. Por eso ponía condiciones para aceptar los especialistas en la materia” (Asquini, El teatro que hicimos 13).

Pero, sin dudas, quien sería la figura más meritoria de La Máscara, en relación a sus aportes escenográficos, fue Gastón Breyer. En 1947, Pedro Asquini lo convocó a Francisco Rojo Anglada —el escenógrafo del Teatro Juan B. Justo— para que realizara la escenografía de Peer Gynt. Como él no podía, propuso un enlace con Breyer (más adelante, Rojo Anglada sí trabajó para La Máscara, haciendo las máscaras que llevó el coro en Antígona). Para la obra de Ibsen, aunque se innovó respecto a la exclusión de la subida y la bajada del telón, todavía se utilizó telón pintado a modo de decorado. En esos grandes bastidores de tela, Breyer y sus colaboradores (Nereida Bar, quien años más tarde sería su esposa, y Oscar Conti, quien luego sería un pintor muy conocido bajo el apodo Oski) pintaron basándose “en la mejor tradición de los constructivistas y rayonistas, como Yaculof y el gran Wachtangof, pinceladas oblicuas, muy sueltas, colores saturados” (Breyer 80). Es decir, no se armó una escenografía realista, y esto se presentó como una novedad. Al año siguiente, Breyer también diseñó la escenografía de Crimen y Castigo, realizando “la primera puesta expresionista que se hizo en Argentina” (en Risetti 93). El artista la recordó así:

Fue mi primer trabajo típico constructivista, toda la estructura de madera natural, ni un solo bastidor pintado, nada de figurativo, elementos corpóreos, varios trastos móviles a la vista del público, luces concentradas y muy saturadas, en un código simbólico. Fue un gran éxito, un jalón del teatro independiente (Breyer 80).

En el libro de Risetti (cfr. 113), se puede ver una reproducción de este boceto y del de la obra que le siguió, la tan mencionada El puente. Para la pieza de Gorostiza, Breyer compuso las dos escenas donde se desarrolla la acción: el exterior, la calle; y el interior, la casa. Allí realizó un juego con los trastos escenográficos, moviéndolos desde debajo del escenario con unas palancas, para cambiar de escena. Este mecanismo estuvo tan bien logrado que en una nota periodística se publicó que La Máscara tenía un escenario giratorio. Para Breyer, esta fue la primera vez que la crítica —puntualmente, Adolfo Mitre— realizó una consideración seria sobre la escenografía, contemplándola al mismo nivel que a los otros rubros de la obra.

En 1952, Breyer también hizo la escenografía de Los hermanos Karamazov, en el Teatro Colonial. Estaba hecha toda en blanco, negro, gris y rojo. Había trastos que giraban, luces saturadas y cuatro “escenogramas codificados”: “Era un buen ejemplo de constructivismo criollo” (Breyer 80).

Sobre estas modificaciones escenográficas aportadas por el movimiento de teatros independientes, Marial sintetizó:

De la primaria y casi siempre chillona decoración, fue hacia la escenografía sintética, funcional y arquitectónica, pasando luego a una apreciación técnica de la misma cuyas proyecciones adquieren señalado relieve no solo por lo hasta aquí realizado sino por la constante renovación que apunta en sus más destacados escenógrafos, tales Saulo Benavente, Gastón Breyer y Antón (El teatro independiente 206).

Benavente —que se había iniciado en el elenco de la Peña Pacha Camac, luego devenido en el Teatro Popular José González Castillo— fue otro que colaboró con La Máscara, realizando las escenografías de Antígona y La loca de Chaillot. Para ese entonces, ya era un escenógrafo reconocido. Pedro Doril contó un emotivo recuerdo alusivo:

Hicimos la obra [Antígona], de ella hay una anécdota antes del estreno oficial. Solíamos hacer dos o tres funciones para amigos y críticos. Yo estaba en el fondo de la sala junto a Gorostiza y cuando la obra terminó y comenzaron los aplausos, Gorostiza me empujó para que subiera al escenario a saludar rodeado del resto del elenco y colaboradores, ya que era el director. Subí y comencé a agradecer a cada uno de los que trabajaron y colaboraron y hablé de Saulo Benavente. Saulo había tenido un tremendo trabajo. Él ya era famoso y le pagaban por lo que hacía, mientras que con nosotros no había cobrado una escenografía que era una hermosura, tanto que cuando se levantaba el telón, la gente aplaudía. Cuando hablé de Saulo me agarró una tremenda emoción y no pude seguir. A gatas logré terminar. Pablo Palant, que estaba de espectador me dijo que lo había hecho llorar. Bajé del escenario mientras se bajaba el telón. Gorostiza vino a mi encuentro, me abrazó y nos pusimos a llorar (en Risetti 157-158).

 

Cultura y educación

La escuela de teatro

Hay cierto acuerdo entre la crítica para identificar a La Máscara como el único grupo independiente que contempló la formación artística. Así lo manifestó Luis Ordaz:

…fue tal vez el único elenco en cuya dirección artística existía la idea de crear no solo una escuela de intérpretes, sino también de directores. Es decir, se intentaba una labor de enseñanza indudablemente experimental. El plan trazado era en verdad amplio y pudo tener una gran trascendencia. A igual que en los demás teatros, el tiempo, la premura en la preparación de los espectáculos y la falta de una organización que es imprescindible, hicieron que solo quedara enunciado el buen propósito. Sin lugar a dudas, Ricardo Passano fue de los tres directores —los otros dos son Leónidas Barletta y Enrique Agilda— el que mejor conocía la maquinaria teatral y el que, por su experiencia e inquietud, pudo enseñar algo a sus artistas.

(…) Ricardo Passano, finalmente, pudo ser un capacitado maestro de sus artistas, o por lo menos un orientador eficaz, pero tampoco lo fue en el sentido formativo que el movimiento requería (El teatro en el Río de la Plata 226 [1957]).

El tema también fue destacado por Beatriz Trastoy: 

La carencia de una formación actoral sistemática provocó, sin embargo, no pocas objeciones entre los críticos y una evidente insatisfacción en los propios teatristas, deseosos de dejar de ocuparse del mantenimiento de la sala para concentrar sus esfuerzos en el perfeccionamiento profesional. Por ello, el Teatro La Máscara, fundado en 1939, la primera agrupación que tiene entre sus objetivos prioritarios la capacitación de actores y de directores, organizó cursos de vocalización, interpretación e historia del teatro (487-488).

No obstante, nos interesa advertir que, tal como se fue enunciando en cada uno de los capítulos del presente libro, hubo otros grupos independientes que se preocuparon por la enseñanza del teatro. Esto no quita, por supuesto, que resaltemos el rol central que tuvo La Máscara, cuya propuesta fue una de las más ambiciosas (quizás, junto con la del IFT). 

Dentro del grupo, y más allá de Passano, el que tuvo un especial interés en iniciar la formación de actores y en constituir un teatro-escuela fue Oscar Ferrigno.

Ferrigno había entrado a La Máscara en 1948 —dos años después de egresar del Conservatorio Nacional de Arte Escénico, dirigido por Antonio Cunill Cabanellas—,  pero ese mismo año viajó a Francia para perfeccionarse como actor y director. Allí se formó con los discípulos de Jaques Copeau[19] —a quien consideramos parte de la segunda línea de antecedentes europeos, ya que tenía como principal objetivo renovar la estética de la escena—, en la escuela del Teatro Vieux-Colombier. Cuando volvió de su viaje, en 1950, Ferrigno propuso armar una escuela para actores. Esto fue aceptado por los demás compañeros y él la empezó a dirigir:

Ya se habían cumplido en distintos conjuntos algunos cursos de capacitación, pero a partir de entonces se tomó verdaderamente en serio la necesidad de esa disciplina formativa, y precisamente en La Máscara (1950), Oscar Ferrigno, al retornar de un viaje a Francia que capacitó su inquietud, trazó los planes para el desarrollo de clases sistematizadas a las que se obligaba a concurrir a todos los componentes del elenco. También en esos años comenzó a preocupar y a contemplarse el tema económico de los integrantes del teatro libre, no considerado hasta entonces (Ordaz, El teatro en el Río de la Plata 291-292 [1957]). 

Empero, el grupo no respondió con la rigurosidad que Ferrigno esperaba: “En ‘La Máscara’ no estábamos dispuestos a hacer una escuela. Su dirección colegiada opinaba que eso era modificar las estructuras y no lo compartían” (Rolla en Risetti 258). La situación originó la partida de Ferrigno y la de otros miembros que también pensaban que una escuela de actores era necesaria. Al año siguiente, estos ex integrantes de La Máscara fundaron el Centro de Estudios de Arte Dramático Teatro Escuela Fray Mocho.

En La Máscara se ofrecieron cursos de vocalización, interpretación e historia del teatro. Hubo conferencias, recitales, conciertos, exposiciones y proyecciones de películas. Además, se hicieron algunas pequeñas giras por Rosario y la Provincia de Buenos Aires.

 

Publicaciones

La Máscara tenía en su teatro, al igual que la Agrupación Artística Juan B. Justo, un “diario mural”, es decir, un espacio en el teatro donde se pegaban papeles con noticias o cosas que se quisieran comunicar. También intentó hacer una revista de publicación periódica. Se llamó, de manera homónima, La Máscara, pero tuvo un solo número, en el año 1942. Su desaparición —generada aparentemente por conflictos internos— fue contemplada y lamentada por Horacio Raúl Klappenbach, del periódico La Hora:

…se detuvo, en otro aspecto de su labor, en el primer ejemplar de su revista. La cosa tiene su dolorosa explicación. Una serie de lamentables rencillas internas han demorado y finalmente colocado al borde de una quiebra irreparable a esa maravillosa “obra del esfuerzo y desinterés colectivos” que debe ser La Máscara. A quienes estamos ajenos a las cuestiones internas de la casa no nos interesa “quién tiene razón”, no se trata de inmiscuirse en ello. Pero creo que a todos los amigos del teatro libre —de La Máscara, por lo tanto— debe interesarnos se liquiden esas injustificadas cuestiones personales, por importantes que aparezcan ante los interesados, en bien de la noble empresa común. ¿Qué dirían los lectores de La Hora si a nosotros, los hombres que la hacemos —sin considerarla por eso un patrimonio exclusivamente nuestro— se nos ocurriera pelearnos por cuestiones de trabajo y paralizar o demorar con ello la obra de todo el pueblo que es el diario? En un ámbito más reducido, pero proporcionalmente, también de importancia colectiva, esto es lo que acontece con el valioso conjunto de la calle Moreno. Todos los amigos del teatro libre esperamos que el traspié sea superado antes de iniciarse la temporada próxima, para que en 1943 La Máscara cumpla su verdadero papel.

 

Vínculos con el teatro profesional y los recursos económicos

A lo largo de los años, La Máscara fue sobreviviendo con distintos recursos. En principio, el elenco recibió un local por parte de la Municipalidad, en la calle Moreno. Eso, por supuesto, fue de gran ayuda. No obstante, no resultaba suficiente, porque a ese espacio había que remodelarlo y se necesitaban ingresos. Saúl Lerner rememoró:

No podíamos contar con la contribución de los integrantes, ya que la mayoría siempre le faltaban noventa centavos para el peso. Nuestra economía y la del país, para esa época, era mala. En aquel tiempo la pobreza era el artículo más popular del país. Nos pusimos a buscar medios para reunir el dinero, resolvimos hacer un asado a beneficio del futuro teatro (en Risetti 286).

A ese asado concurrieron amigos, familiares y algunos invitados del ambiente artístico, como Orestes Caviglia, Carlos Perelli y Milagros de la Vega. Ellos tres eran integrantes del teatro profesional pero los últimos dos también tenían su teatro independiente: el Teatro Íntimo (aunque, para ese entonces, ya no estaba en La Peña). Con lo recaudado en ese evento, consiguieron los recursos necesarios para empezar a levantar el escenario. Para la construcción de la platea, contaron con la ayuda del dueño de un aserradero, quien les entregó la madera necesaria bajo la promesa de que la pagarían cuando pudieran. Tiempo después, cuando se mudaron al local de Maipú, tuvieron que empezar a pagar alquiler. Empero, no era una cifra exuberante. Para Peer Gynt, la primera obra que realizaron en este espacio, fueron a solicitar aportes a la embajada de Noruega y lograron una donación de dinero. También les proporcionaron una lista de comercios y residentes en el país a los que podían acudir como posibles donantes. Ese mismo año, 1947, Pedro Asquini creó el “Círculo de Amigos del Teatro La Máscara”, el primero en su tipo en el movimiento de teatros independientes, que luego fue seguido por otros con una estructura similar. A sus miembros, que donaban un importe mensual voluntario, se les entregaba un diploma que había dibujado el pintor Oski (se puede ver en Risetti 499). Al año siguiente, como estaban apremiados económicamente en la preparación de Antígona y ya no disponían de fondos, los integrantes de La Máscara tuvieron que recurrir a la usura. El dinero era, para estos artistas independientes, un mal necesario: “Nosotros no estamos en el teatro por ambición de dinero, lo repito. Pero lo necesitamos para proseguir nuestra obra, que es una obra de cultura popular” (Bórquez en Muñoz 115).

El precio de las entradas era accesible, a pesar de que, lógicamente, fue aumentado de acuerdo a los factores económicos de cada época. En las primeras obras el ingreso costaba $0,30, en 1949 salía $1,65 y en 1955, $10. 

Como la mayoría de los actores que integraban el movimiento de teatros independientes, los actores de La Máscara no recibían un pago por su trabajo: “Ninguno cobramos nada. Trabajamos por amor al arte. Cada cual se busca la vida como puede. Somos artistas vocacionales y desinteresados. Tenemos un espíritu que nos guía y un estatuto que nos rige. No buscamos el provecho económico, sino el logro artístico” (Bórquez en Muñoz 115). Gorostiza, por ejemplo, consiguió ganarse la vida haciendo publicidades. Él decía que así podía “escribir con independencia y no desviarse en su línea pura de creación” (Gorostiza en “¿Cómo se escribe una obra de teatro?” 4), dando a entender que, si recibiera una paga por su labor como dramaturgo, esta representaría un elemento sucio y corruptor. No obstante, el hecho de obtener un rédito por realizar comerciales conllevaba una crítica de parte de los sectores más tradicionalistas del teatro independiente, encabezados por Leónidas Barletta, quien veía en estas acciones la punta de lanza para la profesionalización del teatro:

Después vinieron los otros teatros independientes. Teatros independientes que querían profesionalizarse. Yo les dije lo que hablábamos al principio; les dije: Nosotros no podemos hacer esto porque en este ambiente es complicidad, no es de ninguna manera una independencia; de manera que Uds. después van a tener que ir a pasar avisos de hojitas Gillette o van a tener que ir a hacer de modelo para tal o cual jabón o de cualquier cosa (en Raviolo 17).

Asimismo, más allá de no estar de acuerdo con cobrar por su trabajo, en alguna oportunidad, el elenco tuvo (o estuvo cerca de) pagar por el trabajo de otros. Así fue el caso de Adolfo Celi, quien era una figura importante, que venía del extranjero, y que no estaba acostumbrada a que las actividades no fueran redituables. Sin embargo, se terminó adaptando:

Celi, para dirigir Antígona, nos pidió 500 pesos mensuales, pues tenía que atender a su subsistencia. Aunque nunca habíamos pagado a nadie por la tarea artística, no nos pareció mal. Al cumplirse el primer mes le pagamos religiosamente. El segundo mes se lo pagamos de a poco, en cuotas. Pero el tercer mes, ya embarcados en los gastos del montaje, no le pagamos nada. Cuando entramos en la última etapa y no nos quedaba dinero para los gastos, Celi nos devolvió las dos mensualidades que había cobrado. ¡Qué corazón noble fue Celi! (Asquini, El teatro que hicimos 38).

Por otro lado, y a pesar de no haberlo fomentado desde el discurso[20], el elenco de La Máscara tuvo contactos cercanos, en varias oportunidades, con artistas del campo profesional. En principio, Ricardo Passano, aunque ya no se dedicara a ello, había sido un actor profesional. Este lazo, a su vez, le sirvió para invitar a otros artistas profesionales a que actuaran en el conjunto. De manera que en 1942, Passano llevó a Fanny Yest, Marga de los Llanos y Pablo Lagarde para “completar un reparto heterogéneo” (Asquini, El teatro que hicimos 18) en Despierta y canta. Aunque no se dieron detalles sobre esta convivencia, Asquini entendió que “los ensayos no marchaban bien por esta razón” (El teatro que hicimos 18). De hecho, cuando un tiempo después se repuso la obra, estos actores fueron remplazados por integrantes de La Máscara.

A su vez, otro empalme con el circuito profesional se dio cuando el elenco se quedó sin sede después de la expulsión de 1943 y realizó funciones de Vive como quieras en algunas salas empresariales, durante los días de descanso de sus elencos titulares. Eso se repitió en otras oportunidades.

Para llevar a escena Antígona también buscaron actores profesionales, debido a que necesitaban —para el personaje de Tiresias— una voz con características que no había en el elenco. Así fue que se sumó Camilo Da Passano. Su mujer, y también reconocida actriz profesional, María Rosa Gallo, colaboró con las actrices en la confección del vestuario. Luego de la realización de la obra, y durante el verano de 1949, el teatro tomó la decisión de nombrarlos a ellos dos como asesores literarios. Una de sus primeras medidas fue la de rechazar la obra El puente, que había propuesto Gorostiza. Para Asquini, que se enteró del nombramiento cuando regresó de sus vacaciones con Alejandra Boero, esto fue una equivocación:

Craso error que inmediatamente se pagó. Los asesores rechazaron la pieza de Gorostiza. Este vino, afligido, a contarme la novedad. Me pareció una aberración el hecho de nombrar a María Rosa Gallo y a Da Passano asesores y, por supuesto, no estuve de acuerdo con el rechazo de El puente. (…) Hubimos de realizar dos largas asambleas para dar marcha atrás con la designación de los asesores literarios y para aceptar El puente como nuestro próximo espectáculo (El teatro que hicimos 39). 

Una vez estrenada El puente surgió otro interesante contacto con el teatro profesional. El destacado director Armando Discépolo fue a ver la obra y la pidió para hacerla en el Teatro Argentino, en Bartolomé Mitre 1448. Así se enteró Gorostiza de la novedad:

En Chile recibí en mi hotel, un telegrama firmado por Armando Discépolo y por Héctor Quiroga, el marido de Camila Quiroga, que era el empresario de su mujer.

El texto decía que habían visto el espectáculo y que les había apasionado, me invitaban para que el mismo pasara a plateas más numerosas, en un teatro profesional. Yo creía que era un chiste de los muchachos y por las dudas, no contesté (en Risetti 182).

Como era de esperarse, la propuesta causó muchos debates al interior de La Máscara, ya que si bien era cierto que el conjunto había entablado relativos lazos con el teatro profesional, no dejaba de pertenecer a un movimiento que, en la teoría, pretendía distanciarse de este circuito. Sobre esta intención, reflexionó Mario Rolla:

Como integrantes de un teatro del Movimiento de Teatros Independientes, teníamos ideas muy rígidas y también muy equivocadas sobre el que llamábamos teatro profesional, al que también, en muchos casos considerábamos teatro comercial.

Recuerdo perfectamente que siendo miembro de La Máscara, fui a ver a Luis Arata que hacía El almanaque que perdió siete días, de Suárez de Deza y salí indignado con ese actor sinvergüenza que en toda la obra se la pasaba pegado al apuntador porque no se había estudiado la letra.

Unos años más tarde me tocó dirigirlo en televisión haciendo Mateo, de A. Discépolo y creo que fue el actor más grande que conocí en mi vida. (…) los independientes nos creíamos dueños de la total verdad, despreciábamos a los profesionales (en Risetti 256).

La proposición era totalmente novedosa. No se había visto nunca que se hiciera la misma obra en dos teatros distintos. A la postre, después de acaloradas discusiones, se votó a favor de que se representara en el circuito profesional, siempre y cuando La Máscara también pudiera seguir haciéndola. Lo que no se consintió fue que los actores que representaban los personajes de la barra de muchachos fueran a trabajar al Teatro Argentino, como pretendía Discépolo. De todas maneras, hubo cruces entre los circuitos. La actriz Marcela Sola, que realizó su debut en el teatro profesional con esta obra, dio cuenta de eso: “recuerdo como anécdota, que al no poder hacer mi personaje la actriz de La Máscara, me llamaron a suplirla por un tiempo, y así lo hice” (en Risetti 264).

Además de Sola, el reparto del Teatro Argentino estaba compuesto por Nélida Quiroga (la hija de Camila Quiroga), Otero (un actor chileno), Roberto Durán y Rivera: “Era un buen elenco, pero carecía de la frescura que tenía nuestra versión. (…) Aunque se daban las dos paralelamente, La Máscara superaba semana a semana su éxito” (Doril en Risetti 158). Esta mixtura de circuitos que, aunque ya existía en el grupo independiente, se profundizó con El puente volvió a llevar a Gorostiza a los escenarios profesionales muy pronto: en 1950 estrenó su obra El fabricante de piolín en el Teatro El Nacional, con dirección y actuación de Narciso Ibáñez Menta.

 

Relaciones con el Estado y con los partidos políticos

La posición ideológica de izquierda que tenía Ricardo Passano ya se había demostrado con su participación en el Teatro Proletario. Aunque entendemos que ese grupo había sido afín al Partido Comunista, Gorostiza lo recordó a Passano —y a su posterior paso por la Máscara— cercano al anarquismo: “La Máscara, que dirigía Ricardo Passano; Del Pueblo, conducido por Leónidas Barletta; y Juan B. Justo, dirigido por Enrique Agilda, tenían un origen político. Del Pueblo era comunista, Juan B. Justo, socialista, y La Máscara, un teatro proletario, anarquista” (en Cabrera). 

Más allá de las precisiones partidarias, quienes lo rodearon supieron de su compromiso político con la clase obrera. Trabajaba para ella: “Tenía una ideología bien asumida que le hacía penetrar con seguridad en los intersticios del sistema de ideas de las obras que dirigía. (…) Tremendamente apasionado, amaba a los obreros, y se sentía enfrentado con los burgueses” (Asquini, El teatro que hicimos 13-14).

Asimismo, había sido durante la presidencia de Roberto Ortiz —enmarcada dentro de la denominada Década Infame— que La Máscara recibió un local de parte de la Municipalidad de la ciudad de Buenos Aires (su intendente, Arturo Goyeneche, había sido seleccionado por el Presidente de la Nación). La relación entre los primeros teatros independientes y los gobiernos fraudulentos de la Década Infame fue ambigua. Si bien, por un lado, hubo algún episodio de censura —como veremos a continuación—, por el otro, varios resultaron beneficiados con el préstamo de salas. Sin dudas, para algunos conjuntos, entre ellos La Máscara, fue más repudiable el golpe de Estado de 1943 y la posterior construcción del peronismo, que quienes gobernaron conservadoramente durante los años 30. Esta idea se desprende de las palabras en tono irónico de Gorostiza: “Uno de esos confusos días, poco antes de que un nuevo intendente corrigiera los desvíos del anterior[21] y, coherente con la política general del Gobierno, desalojara al Teatro del Pueblo de su sala (…), nos presentamos en el teatro La Máscara” (en Roca, Las leyes del teatro independiente… 246). También lo manifestó Asquini: “La dictadura de Ramírez había despojado de sus teatros a los tres grupos que formaban la cabeza visible del movimiento: el Teatro del Pueblo, La Máscara y el Juan B. Justo estaban en la calle. La represión militarista venía, duramente, a cortarnos la marcha” (El teatro que hicimos 19).

En relación a la censura, el grupo tuvo una primera experiencia en 1938, cuando todavía no se habían constituido con su nombre definitivo. En ese entonces, mientras estaban haciendo la pieza Los tejedores, de Gerhart Hauptmann, “aparecieron inconvenientes externos a esas funciones: la censura, que para nosotros era la policía, que nos corría con la ridícula mentalidad de esos años, por razones políticas” (Lerner en Risetti 285). Sin embargo, esta situación se capitalizó positivamente, ya que fue vital para que se dispusieran a entablar lazos con la Municipalidad y pudieran adquirir un local, hecho que consiguieron gracias a la intervención de Tomás Migliacci. 

Con el cambio de gobierno de 1943, y luego de que “el hijo de puta del general Ramírez” (Asquini, El teatro, ¡qué pasión! 39) los expulsara de su local en la calle Moreno, el diagnóstico empeoró: “Ensayábamos en cualquier parte, siempre con temor a la intervención de la policía, pues estaban prohibidas las reuniones” (Asquini, El teatro que hicimos 20). Pero, claramente, el mayor enemigo político de La Máscara fue el peronismo. Al respecto, no hay que olvidar que la Guerra Civil española había calado hondo en muchos de los intelectuales de la época, llegando a reorganizar el campo cultural. Al decir de Flavia Fiorucci: 

En poco tiempo la causa republicana derivó en la conformación de una sociabilidad e identidad antifascista, ya que se fueron haciendo cada vez más numerosas las asociaciones y los mitines cuyo común denominador era aunar fuerzas contra la propagación del fascismo (21).

Esta situación se profundizó más todavía con el inicio de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). De manera que el golpe militar de 1943 y la irrupción de Perón en la escena política fueron leídos como “la encarnación del fascismo criollo” (Fiorucci 23). María Rosa Oliver resumió esta idea algunos años más tarde: “Perón había estado de agregado militar en Italia, el grupo de los coroneles, el GOU [Grupo de Oficiales Unidos, que formó parte del golpe], era germanófilo, conocíamos la mentalidad castrense, entonces dijimos, bueno, ahora lo vamos a tener aquí” (citado en Fiorucci 23).  

Al respecto de esa rivalidad, Alejandra Boero sostuvo: 

Pienso en el apogeo del Teatro Independiente: a mi criterio este apogeo se da en la época de Perón. (…) Toda la oposición antiperonista se refugiaba en el teatro independiente. Es decir, la masa antiperonista, un poco informe, que abarcaba a muchos intelectuales, muchos estudiantes, asistía al teatro independiente practicando su antiperonismo de alguna forma.

Los riesgos los corríamos nosotros desde el escenario. Por un módico precio ellos se iban pensando que habían hecho algo contra el régimen imperante. Porque en nuestras obras se decían cosas audaces, se hacían planteos de tipo social y político (en Herrendorf 23-24).

Asimismo, Asquini manifestó sobre la reposición de Despierta y canta, en 1946: 

La repusimos en una época de gran agitación política. En aquellos tiempos los peronistas habían lanzado a la calle el slogan “Alpargatas sí, libros no”[22]. Los estudiantes universitarios se habían puesto en pie de guerra. Las funciones se hicieron en el Teatro Nacional, cuyo empresario, Muzio [se refiere a Enrique J. Muscio], era antiperonista a muerte. Fueron funciones inolvidables por lo calientes. El público y nosotros saludábamos haciendo la L de libertad (El teatro que hicimos 22).

En 1948, la Municipalidad prohibió Crimen y castigo, minutos antes de que comenzara la representación, porque Dostoievski era ruso y tenía la filosofía de “un anti-católico disfrazado” (Doril en Risetti 157). El censor iba de parte del Secretario de Cultura de la Municipalidad. Se llamaba Gustavo de Gainza, era sobrino del director del diario La Prensa y, con los años, se convertiría en un gran amigo de Pedro Asquini. En La Hora, la medida fue muy cuestionada:

Conforme a la histeria política imperante en ciertos círculos del país, habría que pensar en alguna oculta finalidad subversiva. Pero de acuerdo a la lógica de los hechos, siempre tozudos, es necesario precisar hasta qué punto llega la impunidad cuando se trata de constreñir la vida cultural de nuestro país. Para estos señores, todos los caminos son buenos para llegar a la prohibición de actos con los cuales no comulgan. (…) Antiguamente, la Municipalidad ofrecía sus locales gratuitamente a los teatros independientes y así estos podían ofrecer sus buenos espectáculos a bajo precio; hoy conspira contra su libre desarrollo con una serie de trabas tan absurdas como perniciosas.

Con el prurito de velar por la cultura, estos señores terminan por ser sus enemigos más declarados (B. R. G.).

En consecuencia, los actores tuvieron que hacer la obra especialmente para el censor y, aunque él no encontró nada controversial en el texto, habló de cierto clima que emanaba la pieza. De Gainza ordenó: “a esas mujeres que estás recostadas en el suelo me las para; y la escena en la que Sonia le da al padre el dinero ganado en el prostíbulo, no puede ir” (Asquini, El teatro que hicimos 34-35). Con esos cambios, la censura quedó levantada.

Al año siguiente, se puso en escena El puente, obra que polemizaba, como ya hemos señalado, directamente con el peronismo: “De esta presencia se hacía cargo el texto presentando la crisis económica en pleno período de auge del gobierno encabezado por Perón y mostrando de manera transparente su visión de la situación social” (Pellettieri, Una historia interrumpida… 55). A modo de respuestas, además del estreno de la obra de Newton, se publicó una nota en la revista Latitud, donde se expresaba que quienes habían recibido positivamente el estreno de El puente eran “clasistas, retardatarios, comunistas” (citado en Pellettieri, Una historia interrumpida… 59). El autor de la pieza, Carlos Gorostiza, se reconoció como antifascista y preocupado por las causas sociales, aunque no como militante de ningún partido político[23]. Pedro Asquini, por su parte, dio cuenta de su militancia en Acción Argentina, anterior a su ingreso a La Máscara. Esta agrupación había sido creada el 5 de junio de 1940, a partir de una propuesta del Partido Socialista, con el fin de promover el ingreso de Argentina a la Segunda Guerra Mundial integrando el bando de los Aliados. Su manifiesto inicial estuvo encabezado por el ex presidente radical Marcelo T. de Alvear y la organización estaba dirigida por una Junta Ejecutiva Central, integrada por Raúl C. Monsegur, Federico Pinedo, Jorge Bullrich, Alejandro Ceballos, Julio A. Noble, Victoria Ocampo, Emilio Ravignani, Nicolás Repetto, Mariano Villar Sáenz Peña y Juan Valmaggia. Acción Argentina tuvo más de 300 filiales en todo el país[24].

 

Inserción dentro del movimiento de teatros independientes

La Máscara fue, en sus comienzos, uno de los grupos más integrados al movimiento de teatros independientes. En principio, aun antes de que se concretara, su aparición ya estaba siendo celebrada en Conducta, la revista del Teatro del Pueblo.

En momentos en que las compañías comerciales, con sus figuras de prestigio al frente, se preparan para reeditar viejas obras que dieron dinero, como una demostración más del absoluto desinterés que observan por la cultura del pueblo, debemos consignar con verdadero entusiasmo, la creación de dos nuevos teatros independientes, cuya labor, próxima ya, se ajustará a normas que contrarresten la nociva influencia que ejercen la mayoría de los espectáculos teatrales y a colaborar con los teatros independientes existentes, en la tarea de satisfacer las justas exigencias artísticas de nuestro medio. Nos referimos al Teatro “De la Máscara”, que iniciará próximamente sus actividades con obras de B. Shaw, Jules Renard, Álvaro Yunque y Luis Ordaz. Son organizadores de esta nueva entidad, Bernardo Graiver, Álvaro Yunque, Sergio Bagu, Luis Ordaz, Pablo Palant (Naccarati, “Crónica de los teatros independientes” [Abr. 1939]). 

En la misma revista, algunos números más tarde, se realizó una crítica positiva sobre el estreno de Volpone y el rol de La Máscara dentro del movimiento:

El intenso movimiento de la escena independiente en el seno de nuestra cultura, es ya una realidad indiscutible que ha ido dando paulatinamente sus mejores frutos. (…) Y en este momento, en que los teatros libres como el Teatro del Pueblo y el Teatro Juan B. Justo agrupan a los mejores valores intelectuales, otra agrupación de esta índole “La Máscara” afirma su labor con el mejor de los bríos y con las más promisoras posibilidades (Lafleur).

Además, en dicha nota se destacó la gran caracterización de un personaje y, dado que no se nombró al actor que lo representó, se aclaró que en los teatros independientes no se daban a conocer esos datos de los actores. Esto hacía referencia a que muchos elencos independientes indicaban en el programa de mano los nombres de los integrantes pero no los unían a los de los personajes, por lo que se hacía más difícil la identificación particular. Desde ya que este hecho no era un descuido, sino el planteamiento de una posición: el grupo era importante en su conjunto y no por sus componentes singulares. Inferimos entonces que, hasta ese momento, la forma de actuar de La Máscara era acorde a esta máxima. Empero, algunos años más tarde, esto cambió: hemos consultado los programas de mano a partir de 1947 (cfr. Risetti) y allí se ven tanto los nombres de los actores y de las actrices como los de sus correspondientes personajes. 

Esta no fue la única modificación que realizó La Máscara. A partir de sus vínculos más estrechos con el teatro profesional, la situación dentro del movimiento de teatros independientes viró. En realidad fueron muchos los elencos independientes que cambiaron, pero hubo otros, con notorio peso, como el Teatro del Pueblo, que no lo hicieron y no les perdonaron a los demás esas transiciones. Así, en la década del 50, ya no se percibía ese clima ameno y solidario que se había leído durante los primeros años en Conducta. Por el contrario, desde Propósitos, la tercera publicación que encaró el grupo de Barletta, se cuestionó el accionar de La Máscara: 

A ambas entidades [se refiere a La Máscara y a Fray Mocho], la secretaría ha contestado entre otras cosas: “Nuestra cronista entiende por principales teatros independientes a los que promovieron este movimiento y no a los que en la actualidad lo desvirtúan con contratos con el enemigo natural del teatro independiente que es el teatro comercial y sus agentes, cuya conducta antiartística dio lugar al nacimiento del teatro independiente en Buenos Aires” (“La FATI y los Teatros Independientes”).

A pesar de estas controversias, el grupo se seguía reivindicando como un teatro independiente y seguía participando de los eventos colectivos. En 1949, formó parte de la 1ª Muestra de Teatros Independientes, organizada por la FATI, y a finales de 1955, hizo lo propio en el Desfile de Teatro Independiente en su 25° aniversario.

 

NOTAS: 


[1] Tales como Raúl Castagnino, Esquema de la literatura dramática argentina…; Alberto Adellach; José Marial, Teatro y país; Luis Ordaz, “El teatro independiente”, “El teatro independiente**”, “El teatro independiente***”; Osvaldo Pellettieri, Cien años de teatro argentino. Del Moreira, “El teatro independiente en la argentina (1930-1965)…”, Una historia interrumpida…, “Algunos aspectos del ‘teatro de arte’ en Buenos Aires”; Beatriz Trastoy; Roberto Perinelli, “El Teatro independiente argentino…” 

[2] Esta organización agrupaba a 20 de los aproximadamente 50 conjuntos de teatro popular que actuaban en clubes de barrio y en bibliotecas suburbanas.

[3] Sobre esta frase, Gorostiza dirá varios años más tarde: “entendí que sí, que [el teatro] era un taller, pero también un templo” (en Cabrera).

[4] Mucho tiempo después, Asquini fundó el grupo cooperativo teatral Ricardo Passano, en homenaje a su maestro. 

[5] El Consejo de Dirección se renovaba anualmente. En 1947 estaban al frente del teatro Alejandra Boero, Saúl Lerner, Juan Manuel Chaure y su esposa Margarita. A comienzos de 1949, la dirección general del teatro estaba integrada por Pedro Doril, Mario Rolla y Saúl Lerner. Algunos años antes, Asquini había renunciado a los cargos directivos para dar lugar a los nuevos integrantes.

[6] Esta propiedad era de una sociedad de beneficencia. En los años sesenta, antes de finalizar el contrato, sus dueños intentaron una acción de desalojo que provocó una defensa espontánea de La Máscara. El grupo tuvo que irse un tiempo pero, finalmente, logró volver y quedarse. Allí estrenó El gesticulador, de Roberto Usigli, bajo la dirección de Atahualpa Del Cioppo.

[7] Más adelante, encarnaría a los dos personajes femeninos restantes de esta comedia.

[8] Si bien el teatrista dijo que se había hecho a finales de 1943, entendemos que esta pieza se estrenó en 1944.

[9] Pedro Asquini marcó un hecho curioso y paradójico: la primera edición del libro de Ordaz (El teatro en el Río de la Plata [1946], donde se decretaba el final del conjunto y de todo el movimiento de teatros independientes) salió a las calles mientras La Máscara estaba ensayando esta pieza “con el entusiasmo de siempre y renovadas esperanzas” (El teatro que hicimos 28).

[10] Se presentan algunas dudas sobre si estas puestas fueron dirigidas por Max Wächter o Pedro Asquini, aunque nos inclinamos por la segunda opción. Si bien Marial habló de Max “Wester” (entendemos que fue un error de tipeo y se estaba refiriendo al director alemán) como el director de esas piezas (cfr. El teatro independiente 133), algunas páginas más adelante dijo que lo había hecho Asquini (cfr. El teatro independiente 171). Esto también se desprende del testimonio del propio Asquini (cfr. en Risetti 73).

[11] Gorostiza dijo que comenzó a escribir provocado por sus compañeros: “…ante la ausencia de obras argentinas para ser representadas (ya corría el año 1947, Discépolo había dejado de estrenar desde la década del 30, Arlt nos había dejado y Eichelbaum no quería mucho a los teatros compasivamente llamados vocacionales), compañeros del teatro me desafiaron: ‘¿Por qué no escribís vos una obra, ya que escribiste para títeres y te publican poemas por ahí?’” (en Roca, Las leyes del teatro independiente… 246).

[12] La película, homónima, fue dirigida por Arturo Gemmiti y Carlos Gorostiza, quienes también realizaron el guion, junto a Nicolás Olivari. La pieza se presentó en casi todos los países latinoamericanos y en algunas universidades de Estados Unidos.

[13] Aparte de las reflexiones del propio Gorostiza en el prólogo de la primera edición del texto (en Dubatti, Cien años de teatro argentino: del Centenario… 119), Adellach fue uno de los que se refirió a esta cuestión: "Un autor novel vino a coronar 20 años de lucha, con una obra que sobrepasó en trascendencia su modestia de proposiciones. A través de ella se daba, como en el teatro de principios de siglo, el golpe de frescura que hacía emanar un producto escénico de nuestra realidad (La bastardilla nos corresponde). Cuando en el año 49 se estrenó El puente de Gorostiza, nadie, supongo que ni el mismo autor, pensó que allí la cosa empezaba de vuelta. Puede haber quien lo niegue aun ahora. La obra poseía una cantidad de oxígeno no habitual, no así la de sus continuadores, que convirtieron sus alcances en receta" (17).

[14] La bastardilla nos corresponde.

[15] La bastardilla nos corresponde.

[16] La bastardilla nos corresponde.

[17] “Algunos opinaban que cuando había autoridades represivas o fascistas, había que hacer un repertorio de autores clásicos. Esos clásicos muestran los problemas del hombre, que pareciera que fueran eternos. Coincido en que todas las obras de Shakespeare tienen planteos profundamente políticos. Los represores no podían acusar a teatros que estaban presentando a Julio César o a Macbeth” (en Risetti 88).

[18] A lo largo de tantos años de trabajo, y de poner en escena puestas muy numerosas, hubo muchísimos hombres y mujeres que pasaron por La Máscara. Aunque hay algunos datos que hoy podrían considerarse irrelevantes consideramos que estos podrían adquirir importancia en el trabajo de investigaciones futuras. Por esa razón los incluimos a continuación: Marta Barnes, Alberto Diverti, Marga de los Llanos, Pedro Doril, Saúl Enrique Lerner, Hernando Lanza, Fernando López, Ernesto Ariel Leiva, Nilda Lescano, Pablo Lozano, Diana Lester, Lidia Morrison, Alberto Pérez Suarez, Tomás Migliacci, Carlos Montalbán, Pola Márquez, Floreal Mazia, Lola March, Sebastián Menéndez, Pedro Martínez, Gilda Margno, Hugo Monzón, Luisa Montero, Elena Montalbán, Guga Molinari, José Moreyra, Nicolás Martín, Fanny Yest, Pascual Maragno, Jorge Morales, Miryan Novoa, Edgardo Nervi, Norberto Nubar, Ida Olivera, Alejandro Oster, José Paz, Susana Penni, Ángel Pierlet, Juan Carlos Picasso, Luis Pandelo, Jorge Chaure, José Chal, Ferni Kaufman, Enrique Katz, Omar Krino, Mary Neiss, Juan Carlos Rodríguez, Alberto Mario Rolla, Miguel Reva, Luis Renny, Antonio Ribak, Pablo Reisnar, Fernando Rumbo, Alfio Rapizarda, Nora Rosestein, Daniel Roca, Pedro Scigliano, Francisco Scigliano, David Soco, León Sher, A. Simonetti, Leopoldo Saporitti, María Elena Sagrera, Gerardo Celini, Marta Sauvage, Salvador Tinés, Ricardo Trigo, Ricardo Trigo (h), Amado Tarsis, Clorindo Testa, Juan Viarnés, Pedro Asquini, Nora Vernay, Salvador Millán, Francisco Rojo Anglada, Eduardo Álvarez, Iris Alonso, Ariel Absalón, Rodolfo Caruso, Eliseo Cardella, Beatriz Castelli, Adriana Campos, Néstor Celery, Oscar Cárdenas, Gabriel Comandé, Lear Camfy, Héctor Carrión, José Carvallo, Ángel Dardo Cavello, Fernando Candel, Laura Choren, Berta Castelar, Carlos Etchegoyen, Armando Escanes, Alejandra Boero, Miguel Narciso Bruce, Hernán Becher, Sonia Bass, Rafael Boro, Gastón Breyer, Ernesto Bianco, Chacho Giol Bresan, Carlos Parra, Mónica Beyró, Alberto Bórquez, Max Berliner, Normal Bernal, Álvaro Badel, Luis Ribak, Ricardo Passano, Jorge Dalbon, Enrique D’Amico, Jorge Dublán, Pablo Palant, Tomás Vega, Néstor Davié, Raúl Fontán, Marilus Flores, Isidro Fernán Valdés, Perla Farles, Roberto Fuertes, Carlos Felvar, Horacio Fante, Moises Faberman, Oscar Ferrigno, Jordana Fain, Lili Filmus, Fernando Gendín, Héctor Giordano, Florentina Gómez, Antonio Gobantes, Jorge Giralt, Sergio Gerstein, Lina Gorys, Juan Carlos Goyena, Luis García, Arsenio Giavarini, Elena Jessiot, Nieves Yvar, Delia Irigoyen, María Teresa Chaure, Fanny Chervin, Aldo Prior, Jorge Ponfil, Félix Robles, José Rivas, Nilda Rosen, Mirko Álvarez, Esther Becher, Armando Clavier, Carlos Gorostiza, Bernardo Graiver, Jaime Ribak, Francisco Reta, Juan José Ross, Alfredo Pizzuttiello, Elena Obarrio, Aldo Hugo Guarnieri, Juan Carlos Sanvitale, Rodolfo Brindisi, Raúl Gambra, Alida Beler, entre otros y otras.

[19] Además de fundar una importante escuela de teatro, Copeau había recorrido su país con un teatro ambulante. Esto también se convirtió en una influencia para Ferrigno, quien luego, en su Teatro Fray Mocho, organizaría una extensa gira por la Argentina.

[20] “Yunque me decía que había mucho trabajo en el teatro, que hacía falta gente que leyera y escribiese mucho. (…) ‘Te aconsejo que no frecuentes las fiestas de la farándula, el ambiente teatral comercial. Si tenés tiempo estudiá y escribí, que hace falta mucha gente en el teatro que escriba’. Y así lo hice toda mi vida” (Asquini en Risetti 72)

[21] La bastardilla nos corresponde.

[22] Esta frase, que se le adjudicó erróneamente a Perón, fue pronunciada por manifestantes peronistas que marchaban por el centro de La Plata, el 17 de octubre de 1945, al pasar por el frente a la Universidad Nacional de La Plata. Era una respuesta al accionar de los estudiantes de la Federación Universitaria que, con un trapo mojado, borraban las leyendas que aquellos escribían —con tiza y carbón— al costado de tranvías y ómnibus: "Perón sí, otro no", "Queremos a Perón", etc. A pesar de que esta expresión atravesó las diferentes épocas como si hubiera sido una máxima de la época peronista, entre 1946 y 1955, el gobierno de Perón implementó numerosas políticas públicas vinculadas al fortalecimiento de la educación. A modo de ejemplos: creó el Ministerio de Educación; estableció la universidad obrera nacional; construyó las “ciudades universitarias” en Tucumán, Córdoba, Mendoza y Buenos Aires; creó en Rosario las facultades de Humanidades, Ciencias de la Educación, Medicina, Ciencias Económicas y Matemáticas; en San Juan, la Facultad de Ingeniería; en San Luis la de Ciencias de la Educación; suprimió los aranceles universitarios e implementó un plan de becas para estudiantes de escasos recursos; creó 298 escuelas-fábricas, escuelas-hogares y escuelas-granjas; instaló comedores escolares gratuitos en los centros educativos; estableció la enseñanza preescolar; construyó 1064 jardines de infantes y organizó las colonias de vacaciones; quintuplicó el presupuesto para la educación; construyó 8000 escuelas (más que la totalidad construida desde 1810 a 1946).

[23] Entre 1984 y 1986, durante el gobierno de Raúl Alfonsín (Unión Cívica Radical), fue Secretario de Cultura de la Nación.

[24] El 25 de mayo de 1941 se realizó el Cabildo Abierto de Acción Argentina, donde participaron sus 347 filiales. Uno de las personalidades más destacadas del evento fue el General Agustín P. Justo, quien había encabezado el golpe de 1930 y se había desempeñado como presidente hasta 1938.

 

La reproducción total o parcial del presente libro es permitida siempre y cuando se citen al autor y la fuente.  Ediciones KARPACalifornia State University - Los Ángeles. ISBN: 978-1-7320472-4-2