E. Blair

February 2, 2018




 

  

"Memoria y Narrativa:  La puesta del dolor en la escena pública"(*)[1]

 

 

ELSA BLAIR TRUJILLO(**)

Profesora titular Universidad de Antioquia (jubilada 2015).

 

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(*) Este ensayo fue publicado originalmente en la Revista Estudios Políticos, No. 21 (2002), del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia, Medellín Colombia. Se publica en este libro con la autorización de la autora, Elsa Blair, y de Deicy Hurtado Galeano, directora de la Revista. Nuestro agradecimiento por hacer posible la circulación de este importante texto en otro contexto y temporalidad.

(**Socióloga investigadora con formación académica en sociología e investigación social de la Universidad de Antioquia en Medellín, Colombia y doctorado en Sociología de la Université Catholique de Louvain, Bélgica.  Sus temas de interés han sido la violencia, el conflicto armado y la guerra en Colombia. En el año 2000 creó y dirigió el grupo de investigación:  Cultura, Violencia y Territorio adscrito al INER de la Universidad de Antioquia, que coordinó hasta el 2015, año de su retiro de la universidad. Tiene 4 libros publicados y un sinnúmero de artículos en diversas revistas académicas. 

 

Sinopsis: A partir de la discusión actual sobre la importancia del pasado y la memoria colectiva de las sociedades, en este artículo se interroga el pasado de aquellas sociedades atravesadas por la guerra, para mostrar los desafíos que enfrentan en la tramitación del pasado violento y las estrategias a través de las cuales la llevan a cabo. Además, se rescata la necesidad de recuperar ese pasado en forma de memoria colectiva, recurriendo a la narración histórica y a la puesta en palabras de un discurso público de reconocimiento del dolor. Esta recuperación de la memoria, sería entonces –en el caso del dolor y el sufrimiento–, una forma privilegiada de poner el dolor en la escena pública y contribuir así a sanar las heridas de la guerra.

Palabras clave: Memoria colectiva; Olvido histórico; Conflicto armado; Guerra; Dolor; Reconciliación

 

¿Por qué encontramos tantos estudios intrincados acerca de la guerra y tan pocos acerca del sufrimiento humano? se interroga Carolyn Nordstrom en su trabajo sobre la etnografía de la guerra (Fieldwork Under Fire. Contemporary Studies of Violence and Survival). En efecto, las ciencias sociales han sido poco avaras en la reflexión sobre el dolor y el sufrimiento de las guerras. Al ignorarlo, han subestimado su capacidad de reacción y su inmenso potencial político. Este último es puesto en evidencia con mucha claridad al abordar el tema de la memoria y su ligazón con la violencia de una sociedad. Por esta vía se conjugan la reflexión académica y la acción política generando debates importantes en las sociedades que viven enormes dramas –llenos de dolor y sufrimiento– ligados, la   mayoría  de  ellos, a la guerra. Las sociedades se enfrentan así al dolor de la pérdida y exigen de procesos de elaboración del duelo social a través  de la recuperación de su memoria colectiva. La narrativa histórica y la palabra, como mecanismo de expresión de esas narrativas de la memoria, son entonces una vía para poner el dolor en la escena pública([2]).

 

1. Memorias “atrapadas” en la guerra

La reflexión sobre la guerra, en relación con el dolor y la memoria, se puso sobre el tapete en América Latina durante los años ochentas con el tránsito entre las dictaduras militares y los gobiernos democráticos. En efecto, las dictaduras habían dejado más que desolación, muerte y dolor: dejaron muchas heridas abiertas. Los gobiernos civiles tuvieron no sólo la tarea de recuperar una legitimidad política sino también la de resolver un drama moral de inmensas proporciones: los asesinatos, las muertes selectivas y las desapariciones alcanzaron cifras alarmantes y con ellas, las sociedades se enfrentaban al dolor producido por esos eventos.

Aunque la década de los años ochentas fue una época de dictaduras en varios países latinoamericanos, los dos casos más reconocidos fueron sin duda Argentina y Chile. En Argentina, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, CONADEP, dio cuenta de 8.960 víctimas, según denuncias debidamente documentadas y comprobadas (...) (Cepeda Castro y Girón Ortiz). En Chile, por su parte, las comisiones de la verdad y las “mesas de diálogo” creadas poco después de la restauración del régimen civil, se dedicaron a la búsqueda y al registro de personas muertas, desaparecidas, secuestradas y víctimas de violaciones de los derechos humanos, que se contaban por miles en el período comprendido entre 1973 y 1990. Con el regreso de la democracia, se sucedieron innumerables esfuerzos en ambas sociedades por recuperar al menos la memoria de sus muertos. En esta tarea, organizaciones como la CONADEP y la organización H.I.J.O.S. (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el olvido y el silencio) fueron algunas de las que ganaron mayor reconocimiento en Argentina. En Chile, las más notables fueron la Comisión Nacional de la Verdad y la Reconciliación y la Vicaría de la Solidaridad, entidad del arzobispado chileno de la iglesia católica.

La solidaridad con las heridas del pueblo chileno fue reactivada con la captura del general Pinochet en Londres y el debate mundial por su detención y su juicio en cortes internacionales, que recordó ese periodo aciago de la historia de Chile. El mundo volvió a “abrir” esa herida que aún no sana, por lo menos en una parte del pueblo chileno. Con relación al caso de Argentina, vale la pena mencionar que todavía hoy esa sociedad no logra saldar cuentas con su pasado violento. Alejandro Grimson, antropólogo argentino, hablando de la rememoración de la violencia en los años de dictadura y represión militar entre 1976 y 1986, señaló cómo su trabajo de rescatar del olvido a las víctimas, producía en la sociedad argentina lo que él llama secreciones: “pesadas cargas, aliviadas a través de compartir la historia con otros” (133).

El fenómeno de las víctimas del horror y el problema de la pérdida y el dolor, no fue solo latinoamericano. Cincuenta años después de terminada la II Guerra Mundial, algunos países de Europa–particularmente Alemania–se están enfrentando a procesos de elaboración de las memorias atrapadas en esos años de dolor y de muerte. En los últimos años, aproximadamente desde 1995, la sociedad alemana, con técnicas de memoria oral y a través del trabajo de historiadores y antropólogos, ha intentado recuperar estas experiencias en la memoria de las víctimas de la guerra ([3]).

Pero no solo se trata del holocausto nazi. Una mirada a las atrocidades cometidas en el mundo durante la segunda mitad del siglo XX, obliga a transitar por diferentes lugares del planeta: Sudáfrica, Camboya, Rusia, Guatemala, Ruanda (véase Todorov, “Después del horror, la memoria y el olvido”), Sierra Leona, Argelia, la exyugoslavia (Bosnia, Croacia, Sarajevo). Sociedades que se han enfrentado a desafíos muy serios frente al problema del dolor y la pérdida en contextos de guerra y que todavía hoy se encuentran frente a la necesidad de adoptar mecanismos a partir de los cuales enfrentar el problema de la reconciliación. Sociedades que viven el mismo drama humano del dolor y el sufrimiento, con innumerables muertes y heridas que, sin duda, quedarán en la memoria de esos pueblos, como sucedió en Latinoamérica y Alemania. Parecería que esas son realidades ajenas y lejanas. Pero como lo señala el historiador canadiense Michael Ignatieff, aunque la preocupación por los “otros” tan ajenos a nuestros intereses es un fenómeno de invención reciente, hay sin embargo necesidad y obligación moral de ver más allá de nuestra tribu, de nuestro país, de nuestra familia.

Pero ¿qué tipo de memoria se puede elaborar ante tanto sufrimiento? ¿cómo construir esa memoria y buscar, al mismo tiempo, la reconciliación de la sociedad?

 

2. La puesta en la escena pública del dolor

¿Tienen las naciones una psiquis como los individuos? ¿Enferma a los pueblos su pasado nacional como enferman a las personas los recuerdos reprimidos? ¿Qué significa ajustar las cuentas con el pasado en el caso de una nación?

Con estas preguntas, el historiador canadiense Michael Ignatieff recorre las situaciones de la exyugoslavia, de África (Ruanda, Burundi, Angola) y Afganistán. Sus reflexiones adquieren una abrumadora actualidad en las sociedades contemporáneas. Intentando abordar la posibilidad de elaboración de estas experiencias traumáticas, el autor retoma a Freud en su apreciación sobre el trauma: “se trata de reunir la psique y el soma que han quedado divididos por el trauma”:

(....) pero dominar el trauma no consiste en juntar cuerpo y mente en un mero acto de  aceptación voluntaria, sino también recobrar la sensación de que el pasado ha quedado atrás tanto para el uno como para la otra, lo que significa arrancar el pasado del presente, sustituir la simultaneidad psicológica por una secuencia lineal, ir desalojando poco a poco el lastre del agravio y el resentimiento que nos mantiene apegados a un ayer interminable. (Ignatieff 161)

Todas esas experiencias de sociedades en guerra son el material empírico que le permite al autor introducir algunas de sus reflexiones. La más importante tiene que ver con el problema de la verdad y la justicia. A juzgar por las acciones de las “comisiones de la verdad” creadas para tal efecto hay, en principio, fe en las virtudes curativas de la verdad. Sin embargo, con aciertos en algunos países más que en otros, ninguna de estas experiencias ha sido fácil. Esta búsqueda de la verdad ha traído consigo numerosos problemas. El principal es quizá que si bien la justicia parece ser la condición necesaria frente al dolor y al sufrimiento que estas sociedades han vivido, no siempre es claro cuánta verdad puedan soportar en su búsqueda de justicia y cuánta verdad puede facilitar o no la reconciliación en esos países. En efecto, nada asegura que la justicia facilite la reconciliación. Entonces–se pregunta Ignatieff–¿qué hacer, por ejemplo, frente a una sobredosis de verdad?

Los resultados de algunas de estas experiencias han sido ambiguos y han puesto en evidencia que hay por lo menos dos verdades: una factual y otra moral. La primera alude a los hechos, a la verdad de lo que ocurrió; la segunda, a la verdad sobre “el por qué” y “a causa de quién”. Para ilustrar esta ambigüedad, Ignatieff señala el caso de Chile debatiéndose entre el juicio a los militares que implicaba el riesgo de un nuevo golpe militar, y/o el olvido para fortalecer la democracia que llegaba; en contraposición, presenta la situación de Suráfrica, donde al parecer bastaba con el esclarecimiento de los hechos, sin justicia a los responsables y sin venganza sobre los culpables, esto es, una sociedad reconciliada con la primera de las dos verdades. Quizá tenga razón este autor cuando sostiene que la solución pasa en todo caso por individualizar la culpa y no por aplicar una culpa colectiva a las Naciones: castigar a los culpables y no al pueblo al que pertenecen:

Las sociedades y las naciones no son como las personas, pero sus dirigentes pueden influir en ese proceso misterioso que lleva a los individuos a saldar cuentas con un pasado colectivo doloroso. Negar a los muertos es convertirlos en un sueño, en una pesadilla. Sin reconocimiento de los hechos, sin apología, el pasado nunca vuelve a su puesto y los muertos acechan como los fantasmas. (Ignatieff 179).

Las naciones no se reconcilian como las personas. Admitiendo que no es igual “elaborar los duelos” en el caso de los individuos y en el de las naciones, estas últimas tienen, sin embargo, una vida y un discurso públicos y los individuos pueden verse decisivamente influidos por el análisis del pasado que hacen –precisamente en público– sus dirigentes, sus escritores o sus periodistas: una puesta en escena de rituales colectivos de expiación. Es este registro público oficial, asumido por las autoridades políticas o por sus “portavoces” y puesto en la escena pública, el que ayuda a los dolientes a la elaboración subjetiva (individual y privada) del duelo. Un ejemplo claro y relativamente reciente es el reconocimiento de la categoría de desaparecidos en la legislación argentina([4]).

En este marco de registros públicos del dolor, Alemania ha tenido la necesidad de realizar millones de visitas a los antiguos campos de concentración y una gran cantidad de publicaciones y películas–como Holocausto–para provocar un ajuste de cuentas entre generaciones, que aún no ha terminado. Ese ajuste de cuentas solo se produce cuando existe un discurso público que lo fomenta: gestos públicos de reparación y un lenguaje de conmemoraciones. Estos hechos que parecen tan simbólicos brindan, sin embargo, una posibilidad de sanar las heridas y elaborar los duelos colectivos. Ésta es la labor que hacen los comités de investigación de diferentes países, sobre los cuales ha recaído la responsabilidad de producción de una verdad pública y la reelaboración de un discurso público para contarla.

Con dos ejemplos se podría dar cuenta de cómo las sociedades sanan sus heridas en rituales colectivos de expiación: el presidente chileno Patricio Alwyn pidió perdón en la televisión a las víctimas del régimen de Pinochet, purificando simbólicamente al Estado chileno de su identificación con los crímenes. Igualmente, el canciller Willy Brandt produjo en Alemania, en su momento, la misma catarsis al arrodillarse en un campo de concentración, identificando al estado alemán con un proceso de reparación pública.

Argentina, pese a ser una de las sociedades latinoamericanas que se ha pronunciado al respecto de manera más colectiva, como lo recuerda el movimiento de las Madres de la Plaza de Mayo, parece tener aún muchas verdades en la sombra. Precisamente Alejandro Grimson en su trabajo sobre la rememoración de las víctimas de la represión, guardaba la esperanza de que la secreción dejara de ser secreta para cobrar verdaderamente estado público (133).

 

3. ¿La Memoria y/o el Olvido?

¿A costa de qué olvidos recordamos?

Beatriz Sarlo

 

Entre los desafíos que las sociedades enfrentan teniendo en cuenta estas experiencias traumáticas, aquel de la memoria y/o el olvido no es menor, pues arrastra consigo asuntos como la verdad, la justicia, el perdón y la reconciliación. ¿Cómo buscar la reconciliación sin verdad y sin justicia? ¿de qué lado está la verdad en una sociedad fracturada por la guerra? A la necesidad social (y en el terreno moral) de las víctimas de evocar para sanar, y de las sociedades de recordar (y/o de olvidar) para reconciliarse, se suman la necesidad de comprender cómo estas experiencias traumáticas comprometen no sólo el pasado, al quedar “atrapadas” en la memoria de las sociedades, sino también su futuro, en tanto ellas son la “materia prima” de la memoria colectiva de la sociedad. Y ya sabemos de la ligazón entre la memoria colectiva de una sociedad y sus proyectos de futuro. La colectividad necesita un pasado para asegurarse de que es la misma de siempre y para mantener interés en el futuro. Los proyectos se hacen de memorias, los proyectos son la resonancia de un trayecto (Fernández Chistiel 100). O, en términos de Baczko, la memoria colectiva no se ejerce más que re–ligada a un pasado concreto, en un campo simbólico determinado, que modela el pasado y lo religa a las experiencias del presente y a las aspiraciones de futuro (220).

Aparte de la actividad social y política generada por los problemas propios de aquellos desafíos, el tema de la memoria, expresada en el recuerdo y la palabra–como mecanismos a partir de los cuales evocar para sanar– parece imponerse entre los investigadores. En efecto, varios autores rescatan el papel fundamental de la memoria y el recuerdo. La narración del trauma, dice K.L. Rogers, facilita el proceso de elaboración y recuperación de los acontecimientos traumáticos. Las experiencias aterradoras se pueden integrar en las historias de vida como una manera de aportar una redención colectiva e individual, además de dar fortaleza y capacidad de recuperación. Parece ser cierto, en todo caso, que ignorar el pasado sólo agrava el problema y que las personas pueden reinventarse después de la narración (citado por Coetzee 133).

Otro de los autores que se dedica al tema de la memoria es Metz, quien sostiene que frente a las experiencias traumáticas la propuesta de olvidar es inhumana ya que “sin la memoria del sufrimiento, el futuro deviene cada vez más frágil” (citado por Restrepo, “Justicia a los muertos o un alegato a favor del recuerdo moral”). Según él, la tarea es construir una cultura de la memoria que mantenga vivo el recuerdo de las víctimas de la violencia como acontecimiento histórico y hacer gala de símbolos y ritos de conmemoración para conjurar y derrotar el olvido.

Sin embargo, se escuchan voces encontradas frente a los beneficios de la memoria. No porque no haya necesidad de recordar, sino porque la relación que el recuerdo establece con el olvido no es de oposición exactamente pues, de cualquier forma, frente a estos dramas humanos que de alguna manera son contemporáneos del dolor, esta relación todavía no está claramente definida.

Recordamos, dice Todorov, porque el pasado constituye el fondo de nuestra identidad; de una identidad sin la cual nos sentimos amenazados y paralizados (“Después del horror, la memoria y el olvido” 31). Pero también olvidamos por necesidad; no podemos ni sabríamos recordarlo todo. Es preciso entonces reflexionar sobre el pasado y encararlo sin caer en el culto obsesivo de la memoria. Aquellos que por una u otra razón conocen el horror del pasado, tienen el deber de levantar la voz contra otro horror del presente, aunque esté situado a miles de kilómetros de ellos. Lejos de quedarse prisionero del pasado nosotros lo habremos puesto al servicio del presente, como la memoria –y el olvido– debe ponerse al servicio de la justicia (Todorov, “La mémoire et ses abus”).

Todorov se pregunta de qué modo debemos utilizar el pasado. Si en la vida privada hay cosas que se ocultan por no producir dolor al “otro”, en la vida pública no sucede así: “Cualquiera sea la verdad hay que decirla. El derecho de buscar la verdad y darla a conocer forma parte de los derechos humanos del ciudadano en una democracia” (“El trabajo de la memoria. Lo verdadero y lo justo” 31).

No se puede reprochar a nadie la utilización del pasado; no solo porque todos lo hacen, sino también porque es legítimo que el pasado sirva al presente. Solo que no todos los usos de la memoria son buenos, ya que algunos de ellos se asimilan a abusos. Si el recurso al pasado es inevitable, eso no significa que necesariamente sea bueno. La memoria es como el lenguaje, un instrumento que puede ponerse al servicio de una lucha noble como también de los más oscuros propósitos. “El ‘deber de la memoria’ no tendría una justificación moral si el recuerdo del pasado nutre ante todo mi deseo de revancha o de venganza, si simplemente me permite adquirir privilegios o justificar mi presente inacción” (“El trabajo de la memoria. Lo verdadero y lo justo” 31).

Todorov señala que debemos tener viva la memoria del pasado, no para demandar reparación por la ofensa sufrida, sino para estar alerta sobre situaciones nuevas y sin embargo análogas (Todorov, “La mémoire et ses abus”); advierte sobre el uso totalitario de la memoria y sus peligros, para señalar que su elogio incondicional se vuelve problemático.

El trabajo de la memoria se mueve pues entre la sacralización y la banalización. La primera, por ese carácter sagrado, no permite afirmar la especificidad de un acontecimiento que exige establecer su relación con los demás y, por el contrario, exige aislarlo del resto y creerlo único, sagrado; la banalización, por su parte, consiste en superponer el pasado al presente, en asimilarlos, sin más, con el resultado de desconocer uno u otro. Así, recordar el pasado no basta para justificar cualquier acto. Pero rescata, sin embargo, la importancia de ese pasado para configurar las identidades de los sujetos y las sociedades.

“Tanto los individuos como los grupos tienen necesidad de conocer su pasado: es que su misma identidad depende de ese pasado, aún cuando no se reduzca a él. Tampoco existe un pueblo sin una memoria común. Para reconocerse como tal, el grupo debe asignarse un conjunto de conquistas y persecuciones pasadas que permite identificarlo.” (Todorov, “El trabajo de la memoria. Lo verdadero y lo justo” 31).

La memoria histórica construye la identidad de los pueblos y es lógico recurrir al pasado para ponerlo al servicio del presente, lo cual no significa que todos los usos del pasado sean lícitos: la lección a extraer de la historia debe tener legitimidad en sí misma, no porque provenga de un recuerdo querido o favorezca determinados intereses.

Con todo, es conjurando aquellas dos amenazas, la de la sacralización y la banalización, como el pasado puede ponerse al servicio del presente a partir del principio de justicia, de la regla moral y del ideal político. El pasado ya no se repite hasta la saciedad ni se degrada, sino que se lee en su ejemplaridad. “El buen uso de la memoria es el que sirve a una causa justa y no el que simplemente favorece mis intereses” (Todorov, “El trabajo de la memoria. Lo verdadero y lo justo” 31).

Según Todorov, no hay verdadera oposición entre la memoria y el olvido. En el caso del duelo, concretamente en relación con la memoria, señala que al principio nos negamos a aceptar la realidad de la pérdida, pero progresivamente y sin dejar de querer al muerto, modificamos el status de las imágenes que le son amarradas y un cierto alejamiento viene a atenuar el dolor.

Jesús Martín Barbero por su parte, en “Medios: olvidos y desmemorias debilitan el pasado y diluyen las necesidades de futuro”, muestra cómo la memoria es más bien tensión no resuelta entre recuerdo y olvido, está hecha de una temporalidad inconclusa. La memoria es activadora del pasado y reserva/semilla del futuro. Por eso sin memoria no hay futuro y quien no recuerda está condenado a la repetición([5]). Hay muchas cosas que necesitamos olvidar para poder convivir, pero la generosidad de olvidar sólo es posible después de recordar, dice Barbero. Su propuesta entonces se dirige a dos tareas que debería emprender la memoria: la primera es deshacer aquellas cicatrices que cubrieron las heridas sin curarlas, es decir, desmontar la farsa con que se recubrió lo que dolía sin curarse en realidad y, la segunda, es evocar y celebrar la memoria de la que estamos hechos, esa que puede ayudarnos a comprender la densidad simbólica de nuestros olvidos, tanto en lo que ellos contienen de razones de nuestras violencias como de motivos de nuestras esperanzas.

 

4. De las formas de tramitación del dolor

Según la literatura que aborda la reflexión sobre el tema, parece que la evocación de esas situaciones traumáticas está encontrando caminos –al menos tres– por los cuales se puede avanzar en el proceso de sanar heridas abiertas en los seres y en las sociedades. Ellos son: la puesta en escena pública del dolor (reconocimiento y discurso político de los dirigentes); la conmemoración histórica (véase Perea) para recrear (resignificando) ese dolor y, finalmente, la puesta en palabras del dolor (relatos y/o testimonios).

La puesta en palabras del dolor, es la opción que parece imponerse entre los investigadores. Las otras dos vías, no menos importantes, son usadas por muchas sociedades cuando sus dirigentes hacen el reconocimiento público, asumen responsabilidades históricas y actúan en consecuencia. Estas otras dos formas ponen de presente el importante papel de la historia (y de los historiadores) en una sociedad en términos de la construcción de su memoria colectiva, y el gran peso del lenguaje en las narrativas con las que se construye ese discurso histórico.

 

5. Las narrativas de la Memoria

El uso social por excelencia de la historia es el deconstruir memoria o, mejor aún, el de ser memoria. Si la anterior afirmación hecha por un historiador es correcta (véase Sánchez), podríamos preguntarnos ¿qué memoria se está construyendo a través de la historia o, más precisamente, de la narrativa histórica? ¿cuál es la relación que existiría entre la memoria y las narrativas que se construyen sobre ella? Las preguntas cobran pertinencia cuando se asume que las contribuciones a la conservación de la memoria colectiva son una manera de luchar contra las negaciones y los olvidos que produce la guerra, de oponer a la demencia del terror–con su secuela de aniquilamiento del adversario– la lucidez de los relatos colectivos recobrados y conservados.

 

5.1. El Discurso histórico: Narrativa e historia

Los relatos históricos no solo narran, sino que tienen el efecto de producir la historia.

Contursi y Ferro.

En medio del viejo y abierto debate sobre la construcción del discurso histórico, por lo menos va quedando clara la importancia del lenguaje en esa construcción y la manera como ese discurso construye realidades:

(...) el hecho de que la fábula de la narración histórica se base en la “reconstrucción” del tiempo pasado y, a la vez, se instituya en saber, ofrece innumerables problemasteóricos. Para empezar, los entrañados por el concepto mismo de historia [la] (...) polisemia del término historia no es un problema que preocupa únicamente a la lingüística, sino que refuerza la ilusión que en nuestra cultura permite identificar historia con discurso histórico. (Contursi y Ferro 62)

Más que abordar ese gran debate de los historiadores, en lo que sigue apenas se aportan algunos elementos y se formulan algunas preguntas que de allí pueden surgir para la comprensión del tema que se desarrolla en este trabajo.

El discurso histórico se ha instituido como recurso para mantener la memoria de un pasado que se presenta como algo significativo para el presente e incluso como su causa. Su interés, sin embargo, no es sólo su uso como “memoria artificial” sino que él se convierte en una explicación convincente, justificadora, tranquilizadora, portadora de inteligibilidad y “comprensiva” del presente (Contursi y Ferro 61). Siguiendo la reflexión quedesarrollan Ferro y Contursi (62), se puede decir que el lenguaje vuelve a ser clave no sólo en la construcción de la memoria sino también en la creación de lo que conocemos como historia. “La escritura de la historia puede asumir solo la forma del relato, es decir, una forma narrativa (...) Los relatos históricos no solo narran, sino que tienen el efecto de producir la historia.” (Contursi y Ferro 62).

Así, la memoria histórica, nutrida por esta disciplina (la historiografía), detecta “los cambios, las transformaciones, las diferencias y hace caso omiso de aquellas temporalidades en que nada pasa; la memoria, por el contrario, busca las constancias, porque está interesada en mostrar que las cosas no han cambiado a pesar de los sucesos, porque los grupos con memoria quieren saber que todavía siguen siendo los mismos de siempre (...) la historia busca las rupturas; la memoria las continuidades.” (Fernández Chisthiel 101). Y en el caso de la memoria histórica, puede sumarse una característica más: que esta memoria histórica funciona a la vez como una historia de la memoria.

Uno de los elementos que ha sido discutido en ese debate sobre la narración histórica es el del carácter del acontecimiento: ¿Qué es entonces un acontecimiento?

¿cuál es su naturaleza? Algunos historiadores han realizado distintas apreciaciones al respecto. Paul Veyne sostuvo que la historia es un relato de acontecimientos y que todo lo demás se sigue de esto (Veyne 14). Dado que no es más que un relato, no nos hace revivir nada. El relato que surge de la pluma del historiador no es lo que vivieron sus protagonistas; es sólo una narración, lo cual permite eliminar algunos falsos problemas (Veyne 14).   La ficción y la historia se escriben para corregir el porvenir, para labrar el cauce del río por el que navegará el porvenir. Igual que la novela, la historia seleccionada simplifica, organiza y resume un siglo en una página y esta síntesis del relato no es menos espontánea que la de nuestra memoria en el momento en que evocamos los diez últimos años de nuestra vida.

Una forma de escribir la historia es una especie de historia novelada. La historia es anecdótica, nos interesa porque relata como la novela y únicamente se distingue de ésta en un punto esencial: la revuelta ocurrió realmente. Por eso la historia-ficción no ha llegado a cuajar como género literario, como tampoco los sucesos imaginarios. Una historia que pretende cautivar huele de lejos a falso y no puede ir más allá del pastiche. Un historiador no es un coleccionista, ni un esteta; no le interesan la belleza ni la singularidad, sólo le interesa la verdad (Veyne 19).

Por su parte, Michel Foucault se refiere a los acontecimientos y los liga directa- mente con el discurso al considerarlo como una serie de acontecimientos a través de los cuales el poder se trasmite y se orienta dado que el poder es algo que opera a través del discurso (véase Estética, ética y hermenéutica). Lo que le interesa del discurso es el hecho de que alguien ha dicho algo de algo. No es el sentido lo que se pretende poner en evidencia sino la función que se puede asignar al hecho de que haya sido dicho en ese momento. Se trata, dice Foucault, de considerar el discurso como una serie de acontecimientos, de establecer y describir las relaciones que estos acontecimientos–que podemos llamar acontecimientos discursivos–mantienen con otros que pertenecen al sistema económico, al campo político o a las instituciones. Considerado bajo este ángulo, el discurso no es más que un acontecimiento como los otros, incluso si los acontecimientos discursivos tienen su función específica en relación con otros acontecimientos. Un problema distinto es el de identificar cuáles son las funciones específicas del discurso y aislar ciertos tipos de discurso respecto de otros.

Como seres humanos, estamos ligados inextricablemente a los acontecimientos discursivos. El objeto de la historia es saber por qué y cómo se establecen relaciones entre estos acontecimientos. En cierto sentido, sólo somos aquello que ha sido dicho hace siglos, meses o semanas (Foucault, Estética, ética y hermenéutica 62). Foucault entonces vuelve a poner de presente la importancia del discurso en la construcción de la historia; un debate que recogen Ferro y Contursi al decir que:

(...)el discurso histórico de nuestra cultura tiende, por su proceso de significación, a “llenar” el sentido de la historia: el historiador es el que reúne significantes más que hechos y los relata, es decir, los organiza con el fin de establecer un sentido positivo y llenar las “lagunas” (...) Barthes sostiene que en el discurso histórico, el proceso de significación intenta siempre “llenar” de sentido la historia, pues en nuestra cultura se da un gusto por el efecto de realidad que se produce a partir de los detalles concretos. (Contursi y Perro 71-73)

 

5.2. Los “usos” sociales de la historia

El problema en lo que concierne a la reflexión que estamos desarrollando no es sólo saber cómo se escribe la historia sino también qué uso social se hace de ella (Contursi y Ferro 72). Además de la literalidad de la escritura (el qué y el cómo se dice) importa el para qué y el con qué intención; importa cómo se llenan los vacíos, las lagunas con las cuales se topa el historiador; importa qué memorias se construyen con ellas. Foucault sostiene que entre las fechas se producen grandes vacíos: “El historiador tradicional que parte de un orden, hace hablar a esos vacíos para que los acontecimientos que aparecen sin explicación adquieran una horizontalidad, se concatenen en una lógica basada en la relación de causa y efecto” (Foucault, Estética, ética y hermenéutica 73).

En el mismo debate, el historiador White habla de cómo el estatuto del discurso histórico como modelo inteligible no depende de la naturaleza de los datos sino de la consistencia y coherencia que se asignan desde la concepción del campo histórico que tiene cada historiador. Este autor enfoca el asunto de la inteligibilidad apelando a la esfera cultural ya que la codificación de los hechos en función de estructuras argumentales es una de las maneras que la cultura tiene de darle sentido a los hechos pasados, personales y públicos (citado en Contursi y Ferro 70-71): “Un relato no se discute puesto que narra y no razona; así la autoridad emana del mismo discurso” (citado en Contursi y Ferro 75).

Desde la postura de White, podemos sostener que el discurso histórico que narrativiza produce una ilusión de realidad. De este modo, el problema del discurso histórico no es su veracidad (en el sentido de si se corresponde con los hechos de los que pretende dar cuenta), sino su verosimilitud (es decir, creíble, aceptable) (citado en Contursi y Ferro 76).

Otra característica central del discurso histórico que también contribuye a esa ilusión, es que construye su propia autoridad, se autolegitima. El lenguaje citado tiene el papel de acreditar el discurso: como referencial, introduce un efecto de realidad y, a través de su inclusión como cita, remite discretamente a un lugar de autoridad que está del otro lado, a la vez que legitima el discurso en el que aparece (citado en Contursi y Ferro 77).

 

5.3. La memoria narrada ([6])

La cuestión de las realidades construidas a través del discurso, y los acontecimientos reales que parecen anteceder a la simbolización o representación, es un debate que atraviesa el tema de la memoria y que nos pone frente a la relación que existe entre ésta y el lenguaje. Existen en esta relación diferentes aspectos que pueden ser considerados: el primero, se refiere al lenguaje y su cualidad performativa([7]); el segundo, alude a las temporalidades de la memoria y su relación con las de la narración; el tercero, a la existencia o no de memorias individuales y colectivas. Este último punto cobra pertinencia cuando se trata de sociedades atravesadas por la guerra y en las cuales la existencia de esa memoria colectiva es la que permite darle un sentido al dolor.

La cualidad performativa del lenguaje está relacionada con la institución de nuevas realidades a través de la forma como éstas se nombran. El lenguaje no cumpliría entonces una función de representación sino, por el contrario, de transformación y creación de realidades. El status de esta creación o institución de realidades ha sido un largo debate. Para algunos, estas realidades son realidades lingüísticas; para otros, la cualidad performativa tendría tanto peso, que estas realidades no sólo tendrían efectos en el lenguaje y en la simbolización de los acontecimientos, sino que crearían y transformarían una cierta realidad concebida como un afuera.

La memoria no es entonces ese almacén de recuerdos donde los acontecimientos del pasado se quedan fijos e inalterados para luego ser rememorados. Ella es, más bien, una construcción que se elabora desde el presente y, fundamentalmente, desde el lenguaje. La memoria es así, una memoria narrada.

Las personas en nuestras conversaciones cotidianas (aunque también en otras producciones, como por ejemplo los textos) y en nuestros discursos creamos múltiples versiones sobre los acontecimientos (solemnes, ordinarios o excepcionales), sobre otras personas (cercanas, notables o desconocidas), sobre objetos (personales, museísticos, conmemorativos), etc. Todos los objetos de memoria pueden ser construidos con la sola limitación de la pericia del manejo del lenguaje y sus recursos, a través de diferentes retóricas, diversos relatos o narraciones, diferentes discursos, etc. que permiten la elaboración de múltiples versiones (Vásquez 117).

Esa cualidad performativa del lenguaje tiene entonces efectos en la memoria, en tanto ella siempre existe como memoria narrada. En este sentido, no puede existir una sola memoria, pues desde las experiencias del presente y las expectativas del futuro, se crea –en el lenguaje– una “nueva” versión del pasado. Si bien es cierto que los relatos de ese pasado lo construyen y que, por lo tanto, no existe un absoluto consenso sobre él como acontecimiento, el ordenamiento de esa memoria, desde la institucionalización de una memoria oficial, una única versión de la historia, también tiene efectos en la construcción de realidad. Se entiende entonces la memoria como un recurso de interpretación y reinterpretación de la realidad donde están en constante negociación las diferentes versiones del pasado.

¿Por qué la memoria narrada? Porque sólo es posible la existencia de la memoria en tanto esté mediada por el lenguaje, por su narración. Una primera aproximación puede hacerse a partir de la diferenciación que Marc Augé en Las formas del olvido establece entre el recuerdo y la memoria. El recuerdo está asociado a eso que él llama huella mnémica, una impresión. Los procesos de recuerdo y olvido serían entonces procesos más individuales y subjetivos. La memoria, compuesta por estos dos ingredientes, nace cuando lo anterior es puesto en palabras, entrando así en la escena de lo social y la intersubjetividad. La memoria acude al relato para dar una posición, una historia y una identidad al sujeto, pero necesariamente en relación con los otros. El relato de la memoria está entonces permeado y construido a partir de otros relatos, los de esos otros recuerdos y olvidos y los de esas versiones oficiales de la historia.

La memoria como sostiene Maurice Halbwachs siempre se refiere a una persona que recuerda algo y que, mediante el lenguaje, puede establecer con otros y otras una comunicación que permita dar cuenta de la construcción de ese pasado que recuerda. En este sentido el lenguaje juega un papel decisivo en la explicación de la memoria (Vásquez 80).

Así, el discurso es más que otro de los lugares de la memoria, es su lugar de aparición básico, fundamental. Ésta es su manifestación principal, pues la única manera de hacer aparecer la memoria, es a través del relato. El discurso, la narración, funcionan como un lugar de la memoria en la medida en que es allí donde tienen nacimiento los acontecimientos, pues para que aparezcan y tengan sentido deben ser narrados, contados, nombrados, para después ser fijados, fechados, acuñados o materializados en la memoria de la sociedad, lo cual da relevancia a la relación indisoluble y necesaria entre la memoria y el lenguaje. Por otra parte, “el recurso narrativo, eventualmente, permite que la memoria quede integrada dentro de la práctica constructiva humana y las personas adquieran sentido y protagonismo al incluirse en el relato” (Vasquez 109); es decir, permite que los sujetos también se otorguen, a partir de la memoria, un lugar en el mundo.

El segundo aspecto referido a la relación entre la memoria y el lenguaje, tiene que ver con las temporalidades de la memoria. ¿Cómo se construye esta temporalidad? ¿Cuál es su relación con la temporalidad de la narración? En ella se ponen en escena las dimensiones del tiempo (pasado, presente y futuro) y la temporalidad con la cual se construye la narrativa de la memoria. Se suele asociar la memoria con esa recuperación del tiempo pasado; sin embargo, es importante saber que sólo en función del presente se construye el pasado, en la manera como éste se relata. Sólo en esa interrelación de las dimensiones del tiempo puede construirse la memoria a través del relato, articulándose así la temporalidad de la memoria con la temporalidad de la narración.

En la narración de los acontecimientos, la temporalidad se constituye en virtud del desarrollo de los acontecimientos que se relatan en referencia a un tiempo que ha transcurrido. La narración emerge a través de relatos elaborados, no a partir de una reproducción exacta, escrupulosa y lineal de la sucesión de acontecimientos, sino que se produce secuencialmente, estableciendo relaciones, aportando detalles, introduciendo conocimientos socialmente compartidos, pudiéndose desplazar a través del pasado, del presente y del futuro, aprovechando la virtualidad que la narración tiene de poder reconfigurar el tiempo. (Vasquez 108)

Es entonces en la narración donde se conjuga y se expresa la temporalidad de la memoria. Esta no narra los acontecimientos de una forma unilineal, sino que más bien toma la forma de la temporalidad del relato. Este último debe poseer un orden con sentido pero no necesariamente debe ser cronológico; así, la importancia de ciertos acontecimientos, personas, sentimientos, son los que le darían forma a esa organización de la memoria en el relato. En este sentido, la narración dela memoria no constituye una recuperación o una restauración de un tiempo acumulado, aunque puede referirse a ello, sino que trata de dotar de significado a la vida de las personas apelando a circunstancias relevantes (Vásquez 109).

Finalmente, el tercer aspecto a considerar en esta relación entre memoria y lenguaje, es que del posicionamiento de la memoria como memoria narrada, surge otro debate, que aunque ya es clásico en el tema de la memoria, le introduce un ingrediente más: ¿existe una memoria individual? ¿en qué se diferencia la memoria colectiva de la individual? El lenguaje, nuevo ingrediente de este debate, parece resolver la cuestión. Si entendemos la memoria como un proceso que debe estar mediado por el lenguaje, esto es, a través de recuerdos y olvidos que se ponen en palabras para crear la memoria, sólo sería posible pensarla memoria como proceso colectivo y social. La memoria individual no existiría, sería entonces el recuerdo como huella mnémica el que daría cuenta de este proceso individualmente considerado.

Contrariamente a lo que diría el sentido común, el individuo jamás está solo cuando recuerda. La memoria es un proceso social, pues es en tanto miembro de un grupo que el individuo recuerda (Vásquez 109). Es preciso estar dentro de un grupo, de una “comunidad afectiva” para tener recuerdos, es decir, para que nuestra memoria pueda ayudarse de las memorias de los otros y recordar con ellos (Halbawchs citado por Déchaux), y, al contrario, la amnesia o el olvido de un periodo de la vida significa perder contacto con aquellos que lo rodeaban entonces. En otros términos, los grupos dentro de los cuales cada uno es llevado a vivir sirven de soportes o, mejor, de “marcos”, a la memoria ([8]). Los recuerdos no vienen de fuera, no se trata pues de una exterioridad de la memoria. El grupo no se acuerda por él mismo, pero el individuo tiene necesidad del grupo para acordarse ([9]).

¿Habría alguna posibilidad de acceder a las “memorias individuales” si fuesen particulares de los individuos? Con esta pregunta, Felix Vázquez (80) expresa su posición sobre la inexistencia de una memoria individual, aunque las formas del relato o las narrativas ([10]) partan de lo más privado. Apoyado en numerosos autores, explica el proceso por el cual las memorias (incluso las que aparecen como más personales y/o privadas) son sociales:

“Toda memoria denominada individual es social y por ello no se puede aludir a ella como privativa de los individuos. De hecho, lo que se recoge en las memorias individuales son episodios sociales que se desarrollan en escenarios también sociales y que poseen un carácter comunicativo” (Vásquez 79-80).

Las acciones de los demás se convierten en parte integrante de la inteligibilidad narrativa (KJ Gerjen citado por Vásquez 80). Las memorias individuales, en lugar de ser la expresión de una realidad interior son construcciones eminentemente sociales. Los seres humanos somos simultáneamente sujetos y objetos de nuestra construcción, por eso mediante nuestro lenguaje y nuestras prácticas podemos contribuir a la creación de una realidad social que es a su vez sujeto y objeto de inscripción de nuestras relaciones y donde éstas adquieren significado (Vásquez 75).

La sociedad está permanentemente en mi discurso, dice Vásquez. Este es uno de los sentidos en que puedo afirmar que mi memoria no es una memoria individual. Incluso si el texto fuese un monólogo interior, seguiría siendo social ya que en su elaboración debería suponer la compañía de otras personas. Pero sobre todo, la memoria que he narrado es social porque para crearla he tenido, como no podía ser de otra forma, que recurrir al lenguaje.

 

Para concluir

Con todo y lo que sea preciso avanzar aún en la reflexión, creemos que las sociedades que, como la colombiana, han vivido esos dramas asociados a la guerra, tienen la necesidad de recuperar ese pasado en forma de memoria colectiva a través de la narración histórica y de la puesta en palabras de un discurso público de reconocimiento del dolor a partir de la cual esas memorias se construyen. Esta recuperación de la memoria sería entonces–en el caso del dolor y el sufrimiento–una forma privilegiada de poner el dolor en la escena pública y contribuir así a sanar las heridas de la guerra. Se trata de un desafío que todas estas sociedades deben enfrentar a la hora de la reconciliación. Es la única esperanza que les queda para encarar el futuro, o mejor aún, para tener uno; porque como lo recordaba Todorov en La mémoire et ses abus: “El mal sufrido debe inscribirse en la memoria colectiva, pero para dar una nueva oportunidad al porvenir”.        

 

 

Bibliografía

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Veyne, Paul. ¿Cómo se escribe la Historia? Madrid: Alianza, 1984.

 

NOTAS:


[1] Este artículo surge de una investigación en curso titulada “Olvido, Silencio y Memoria: las heridas abiertas de la(s) violencia(s)”, realizada por el grupo de investigación Cultura, Violencia y Territorio del Instituto de Estudios Regionales, INER, de la Universidad de Antioquia, en Medellín, Colombia. 

[2] Sin duda esta no es la única vía. Como lo dejan ver los recientes trabajos de antropólogos como el ya mencionado de Carolyn Nordstrom, existen otras maneras de poner a flote el dolor. La etnografía de la guerra está obligando a que se reconsideren las condiciones mismas de la realización del “trabajo de terreno” en circunstancias de guerra y la manera como los antropólogos abordan el tema mismo de la guerra.

[3] Hay otra razón, más de orden instrumental –si así pudiera decirse–, para indagar en la memoria de las víctimas de fenómenos sociales y políticos. La necesidad de entrevistar a las víctimas del holocausto nazi se ha enfrentado a la “realidad” de que la historia alemana necesita reconstruir su memoria histórica sobre la base del conocimiento del holocausto y sobre todo a partir de los testimonios de sus víctimas antes de que desaparezcan. Hay una preocupación en los historiadores (alemanes) frente al hecho de ver desaparecer a los pocos sobrevivientes, sin interrogarlos, y sin que sea posible entonces, esclarecer una época de esa historia aun bastante desconocida.

[4] Al respecto, decían dos psicoanalistas argentinas que ello había supuesto un antecedente importante pese al riesgo de quedar entrampado en el dispositivo jurídico que reconoce, pero no responsabiliza. Se trata de la ley 24321 que instauró una nueva figura jurídica, la de “desaparición forzada de personas” que permitió no reconocer como muertos a los desaparecidos antes de saber qué sucedió realmente con ellos (Rousseaux y Santacruz).

[5] En ese mismo texto, refiriéndose al caso colombiano, Martín Barbero señala que es preciso investigar la densidad simbólica de nuestros olvidos, es decir, darnos la posibilidad de mirarnos unos a otros y entrelazar memorias. En la secreta relación entre imagen y desaparición, se juega la posibilidad del duelo, sin el cual este país no podrá tener paz, pues la desproporción de nuestra violencia quizá sea paradójicamente proporcional a nuestra incapacidad de duelo

[6] Este apartado ha sido elaborado con la colaboración de Natalia Quiceno Toro, estudiante de antropología, joven investigadora del grupo y auxiliar de investigación del proyecto.

[7] La cualidad performativa del lenguaje consiste en la capacidad de realizar una acción con el hecho de proferir un enunciado.

[8] Aquí se apoya Déchaux en el concepto ya clásico de los marcos sociales de la memoria formulado por Halbwachs y que sirve de título a su obra.

[9] Como su propósito es el recuerdo de los muertos en el contexto de la familia, este autor diferencia la memoria de cada uno de los miembros según el lugar que ocupa en ella y las relaciones que lo rodean, para señalar que la memoria no es la misma para todos los miembros de la familia (véase Déchaux12).

[10] En una nota de pie de página el autor dice que se referirá indistintamente a relato y/o 
narrativa basándose, según él, en Paul Ricoeur.

 

Ediciones KARPA Los Ángeles, CA.

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ISBN 978-1-7320472-1-1