R. Bharucha - Terror y performance - Introducción

July 27, 2017

 

IntroduccióN

PortadaPresentaciónReconocimientos - Prefacio a esta ediciónDedicatoria - Epígrafe - Prefacio Capítulo 1 - Capítulo 2 - Capítulo 3 Capítulo 4 - Posdata - Bibliografía 

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CARTOGRAFIANDO EL TERROR EN LA GUERRA DE PALABRAS

 

Provocación

El primero de octubre de 2001 me encuentro en Manila dirigiendo una producción de Las criadas de Jean Genet, escasamente tres semanas después de que un evento crítico sacudiera el mundo y fuera identificado en los medios como “el 11 de septiembre”[1]. En las semanas siguientes dirijo la obra asediado por el explosivo poder del terror, si es que no por la inminencia de otro ataque. Sin embargo, no hay tiempo suficiente para procesar de verdad el despliegue del “11 de septiembre” gracias a la virulencia de su mediatización y en particular, porque su narrativa muta y se transforma de modos perturbadores mientras la producción va adquiriendo vida propia. Solo en una retrospectiva crítica me doy cuenta de cómo el terror entró en el inconsciente político de la producción, aunque no fui consciente de su inscripción en la puesta en escena.

Cuando la corta temporada de la obra termina el 24 de noviembre de 2001 y me encuentro de regreso en la ciudad donde vivo, Calcuta, buscando refugiarme del caos habitual que anima su vida urbana, algo ocurre: nada de magnitud, ni tampoco otro ataque terrorista, solo un hecho menor que no es presentado en las noticias internacionales aunque recibe algún cubrimiento en los diarios de Manila. Malate Republic[2], el pintoresco bar-discoteca en el que Las criadas habían escenificado su ira contra Madame, ardió en llamas el 27 de noviembre de 2001, tan solo tres días después de la última presentación de la producción. Nada quedó de esta “república”: solo cenizas.

¿Fue este accidente un acto deliberado? ¿Un ataque o un sabotaje? Según nos enseña Paul Virilio los elementos de la destrucción ya hacen parte de la tecnología de cualquier dispositivo, de modo que el teatro como institución al igual que como sitio concreto de producción no puede exigir inmunidad alguna frente a la inminencia de los accidentes[3]. Más adelante en el libro vamos a profundizar en esta condición axiomática, pero por el momento, atengámonos al premonitorio recordatorio de Paul Virilio de que “el accidente es inseparable de su velocidad de surgimiento inesperado”—una velocidad cuya invisibilidad es quizá más letal que su manifestación material[4].

Afortunadamente no hubo pérdidas humanas en Malate Republic, pero dado el hecho de que la única entrada al teatro era también la salida, si el incendio hubiera ocurrido durante los ensayos o las presentaciones podríamos haber tenido muchos cuerpos carbonizados. Sin querer sonar excesivamente alarmista, yo podría no haber vivido para escribir este libro. Diré más sobre Genet en Manila, “el 11 de septiembre” y el incendio del teatro en el primer capítulo. A pesar de ello, es verdad que podría reconocer estas yuxtaposiciones al inicio de mi narrativa como una provocación, la chispa que cataliza la agenda del libro a través de los cortocircuitos de diversas performances[5] interrumpidas por las vicisitudes del terror.

Ya que no presencié el incendio del Malate Republic, me puedo permitir interpretarlo en el periodo posterior a la producción a través de la comodidad de la metáfora—siendo las cenizas del teatro el tropo central para la peligrosa evanescencia de la performance. De allí emergió un breve ensayo crítico titulado “Genet en Manila: Reclaiming the Chaos of Our Times”, 2003b, [“Genet en Manila: reclamando el caos de nuestros tiempos], en el que “el 11 de septiembre” ofrecía un trasfondo fascinante para reflexionar sobre el teatro en el contexto del “caos”, más que del “terror”. En retrospectiva, reconozco que la tesis de dicho ensayo era demasiado optimista por su radicalidad descomplicada: es mejor—argumenté--vivir con el caos y resistirse a “la gestión del caos”, del mismo modo que es necesario luchar contra el terrorismo oponiéndose al “contraterrorismo”. Dicho ensayo tuvo alguna circulación en el campo de los estudios poscoloniales y acerca de Genet. Yo podría haberlo dejado pasar si no fuera porque el inconsciente político de un texto aún sin escribir siguió persiguiéndome.

Algunos años después, mientras intentaba reelaborar el ensayo por medio de la integración de apreciaciones varias generadas alrededor del discurso del “11 de septiembre”, en especial la subversiva lectura de Jacques Derrida de la “autoinmunidad” en el contexto más amplio de la “guerra al terror”[6], me enfrenté con una crisis. Como cuestionamiento a mi ingenua creencia de que la reescritura de este ensayo no presentaría ningún problema particular, algo inexplicable sucedió. Casi como una carta bomba o arma minúscula oculta en los intersticios de mi computador, el contenido sin formular de dicho ensayo explotó como si lo hiciera en mi rostro. Me hallé confrontando la dura realidad de que ya no era posible vadear el terror por medio de la ficcionalización de un bizarro accidente teatral. Tenía que pensar a través de él. Por lo tanto, de ser el mero trasfondo de un texto, el terror pasó ahora al primer plano de este libro, actuando tanto de catalizador como de tema en y a través de su relación con la performance.

 

Impulso

Si bien el incendio del teatro puede verse como lo que provoca el libro, su ímpetu creativo concreto es un poco más idealista en la medida en que me impulsa una pregunta central: ¿cómo puede uno liberar al terror del discurso hegemónico sobre el terrorismo? Desenlazar el terror del terrorismo puede verse como una disolución de lo político e incluso como capitulación frente a una forma de pensamiento filosófico que se arriesga a anestesiar lo “real”. Sin embargo, diría que la única manera de insuflar vida en el vocabulario del terror es insistir en que no debe confundirse con lo que ha llegado a definirse de modo hegemónico como “terrorismo”, aunque Talal Asad nos recuerde que en términos del uso cotidiano y la práctica discursiva, terror se ha convertido en una abreviación de “terrorismo”[7].

Se me podría cuestionar por qué este impulso, por qué este deseo algo anarquista de “liberar” el terror. Yo respondería que hoy día el lenguaje del terrorismo es inseparable del discurso más amplio surgido alrededor del “11 de septiembre”, principalmente creado, producido y puesto en práctica por los Departamentos de Defensa y de Estado de EEUU, apuntalados a su vez por una plétora de think-thanks y comités de asesoría belicistas, así como servicios de información y desinformación. Si uno quiere contrarrestar este discurso y enfatizar el hecho obvio de que los estadounidenses no son las víctimas exclusivas del terror, entonces se hace necesario reconocer que este es experimentado de formas palpables, multitudinarias e infinitesimales alrededor del mundo, donde la gente vive con el terror de modo cotidiano.

En este contexto, mucho más global en verdad que la esencialmente estadounidense “guerra al terror”, tiene que haber alguna forma de llamar la atención a esas otras manifestaciones del mismo que no están determinadas por “el 11 de septiembre”, incluso si se ven afectadas por sus secuelas. Lejos de ser excepcional, el terror puede ser visto como la nueva banalidad del mal de nuestros tiempos, ya que funciona en una variedad de formas y se abre a un espectro de causas, manipulaciones, rumores, temores, tensiones y resentimientos que van desde las intervenciones políticas más globales y nacionales, a las intimidades más cotidianas de la vida diaria. El terror puede golpear cuando uno menos se lo espera, no solo en el ciberespacio o en el anonimato de la ciudad global, sino en los vecindarios o calles más familiares.

Habiendo reconocido mi impulso por liberar el terror del terrorismo, debo también reconocer que se encuentra lleno de problemas teóricos y metodológicos. Para decir claramente una amarga e indiscutible verdad que emergió durante la escritura de este libro: aunque sea necesario y deseable el impulso de liberar el terror del terrorismo, no es exactamente viable dada la clara dominancia del discurso actual sobre el mismo, que si bien pudo ser diseñado en los EEUU, ha proliferado alrededor del mundo tanto entre sus aliados como entre sus adversarios. En realidad, a pesar de lo mucho que uno necesite resistirse a la confusión del terror con la mentada “guerra al terror” que precipitó “el 11 de septiembre”, no es fácil desenlazar las diversas epistemologías y afectos del terror del dispositivo retórico y político más amplio en el que se hallan subsumidos.

En efecto, todo lo que podemos hacer es mantener vivas las tensiones entre el “terror” y el “terrorismo”, llamando la atención a los diferentes contextos, modalidades e historias del terror, que en este libro se extienden a un examen de la violencia comunalista en el subcontinente indio, el genocidio en Ruanda, la intensificación de la barrera racial que siguió a la Comisión por la Verdad y Reconciliación en Sudáfrica, entre otras insurrecciones y experimentos fallidos de la construcción de la paz y la coexistencia secular. Como quedará claro en el transcurso de este libro, tales manifestaciones extendidas del terror exigen articulaciones propias de los contextos locales, regionales y nacionales que tienden a ser simplificados, si no borrados, dentro de los imperativos terroristas de la narrativa del “11 de septiembre”.  Considerando atentamente esos diversos contextos, este libro es un intento por abrir los múltiples lenguajes del terror no solo para modificar el discurso global sobre el terrorismo, sino para sugerir otras formas de comprenderlo y resistirse a él a niveles más concretos de la experiencia y de la historia vivida.

 

El doble discurso del terrorismo

Suficiente se ha dicho como para que el lector perspicaz exija claridad acerca de los términos empleados, en especial “terror” y “terrorismo”.  Lo que sigue a continuación es una breve exposición de tales términos a niveles discursivos y disciplinarios. Aún si no hay consenso sobre las definiciones oficiales de terrorismo no tenemos más opción que lidiar con ellas, en particular porque pueden ser las estrategias para legitimar el terror más poderosas de nuestro tiempo. Además, la ausencia o falta de consenso alrededor de definiciones oficiales adecuadas no impide que sean usadas de forma insidiosa.

Si nos detenemos en la definición predominante de “terrorismo” ofrecida por el Departamento de Estado de EEUU—una definición que precedió y enmarcó la “guerra al terror”—descubrimos que se lo identifica con “violencia premeditada y políticamente motivada, perpetrada sobre blancos no combatientes* por parte de grupos subnacionales o agentes clandestinos, y que usualmente pretende influir una audiencia”[8]. El asterisco que sigue a “no combatiente” indica que para el Departamento de Estado de los EEUU la palabra se refiere no solo a los “civiles” (los blancos de la mayoría de ataques terroristas, también identificados como “gente inocente”), sino también a “personal militar” que se encuentra “desarmado o no está en servicio en ese momento” [9]. El obvio forzamiento de la acepción de “no combatiente” evidentemente le pareció inadecuada al Departamento de Estado porque en la medida en que se intensificaba la “guerra al terror” se procedió a inventar una categoría legal totalmente nueva—“combatiente enemigo ilegal”—que hoy día sigue dejando perplejos a los expertos. A este respecto, no sería una exageración decir que el lenguaje de la ley ha sido radicalmente alterado desde “el 11 de septiembre” y que hay legisladores estadounidenses tan sorprendidos e irritados por estos cambios, como expertos legales del resto del mundo.

Para poner al descubierto el uso trapacero que el Departamento de Estado de EEUU hace del término “combatiente enemigo ilegal”, Tzvetan Todorov (2009) llama la atención a la distinción claramente establecida entre los perpetradores de la violencia en tiempos de paz a quienes generalmente se les designa como “criminales” y aquellos “soldados enemigos” en tiempos de guerra que deben ser tratados de acuerdo con los protocolos de los tratados internacionales. En la medida en que los combatientes de Al Qaeda no son un “ejército regular de miembros de un país que firmaron la Convención de Ginebra”, no se pueden beneficiar de estas protecciones (32-33). Al mismo tiempo, no pueden ser designados como “criminales ordinarios” porque el Departamento de Policía sería la institución más apropiada para lidiar con sus crímenes. Aquí es donde se vuelve más conveniente elegir una “guerra al terror”—la primera de su tipo en el mundo, en la que la guerra se libra en nombre de nada menos que una abstracción, sin un final a la vista, permitiendo por tanto que Estados Unidos se posicione por encime de todas las leyes nacionales e internacionales por un periodo indefinido de tiempo. En un estado de “guerra”, el Departamento de Estado no tiene ninguna obligación de adherirse a las “leyes aplicables en tiempos de paz” (33). Sin embargo, como señala Todorov: “ya que la guerra no es contra otro país, ¡las convenciones internacionales tampoco aplican!” (33). Así, dentro de la lógica de este discurso ambiguo, el Departamento de Estado crea su propia legitimidad para inventar un enigma como “enemigo combatiente ilegal” que efectivamente “le permite al gobierno de EEUU poner a individuos capturados fuera del alcance de las leyes y normas, y por tanto, practicar la tortura” (33).

Inevitablemente, a su vez la “tortura” se ve redefinida. Los detenidos en centros como Guantánamo y la antigua prisión de Abu Ghraib ya no pueden ser considerados “torturados” por ser “rutinariamente violados, colgados de ganchos, sumergidos en agua, quemados, adheridos a electrodos, privados de alimentos, agua o medicina, atacados por perros y golpeados hasta fracturarles los huesos”[10]. Ninguna de estas acciones violentas y sádicas, así como ningún nivel de “privación sensorial” que afecte la audición, el olfato, la vista, la respiración o el sueño puede ser calificada de tortura[11]. Todas estas “privaciones” son mejor designadas como “abuso” y no “tortura”, según confirmó el antiguo Secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, en su ambigua respuesta a las atrocidades de la prisión de Abu Grhaib. Para que la tortura sea realmente tortura, como enfatiza Todorov, es necesario que el detenido pierda al menos “un órgano vital—puede ser una pierna, un brazo, que se le explote el hígado o tenga incontinencia de por vida” (34). Incluso la muerte de un detenido debido al abuso puede calificarse como “tortura”: el grotesco no podría ser más extremo.

En contraste, la CIA relaciona más convincentemente las acciones de abuso con las muy necesarias tareas de extraerles a los detenidos “actionable intelligence” [inteligencia conducente a la acción]—una “inteligencia” apoyada por el presidente Bush debido a su creencia paternalista de que los estadounidenses esperaban que el gobierno hiciera su trabajo[12]. Al exponer el absurdo de ‘[pretender] (...) modificar las cosas cambiándoles el nombre”, Todorov articula una cruda verdad: “no porque digamos que no se llame tortura a la destrucción sistemática de una persona deja de ser tortura (...) La realidad no se altera de ningún modo por esta nueva designación” (39-40).

Como era de esperarse, en el discurso más amplio acerca del terrorismo y la tortura no son escasos los eufemismos mortíferos para tratar de camuflar crímenes indiscutibles contra la humanidad. Alex Danchev, un lector particularmente fino de tales eufemismos, señala lo absurdo de un reporte oficial sobre los abusos en Guantánamo, cuyo “tratamiento [de los detenidos] no llegó al nivel del tratamiento inhumano prohibido” [13]. Hay casi un tinte paródico en estas sutilezas oficiales. De modo más descarnado, una categoría familiar como “Prisoner of War” [POW/prisionero de guerra], sujeto a las leyes de la Convención de Ginebra, fue reemplazado primero en Afganistán y luego en Irak por el término más maleable de PUC [Person Under Control/persona bajo control], “el cual literalmente se pronuncia puck”, como en la expresión “fuck a puck”, que literalmente significa “administrar una paliza” [14]. Human Rights Watch confirma que los PUCs detenidos durante la guerra en Irak en Fallujah eran golpeados rutinariamente (“fuck”) y también “sometidos a desfallecimiento físico forzado” (“smoked”)[15].

Si de algún modo enfatizo más de la cuenta el empuje discursivo de esta guerra de palabras, es para resaltar su energía performativa, en la que las palabras no son meras descripciones sino encarnaciones de acciones.

Más adelante en esta introducción, voy a enfatizar por qué el concepto de “performatividad”, según el cual las palabras constituyen manifestaciones concretas del hacer, es tan esencial para el análisis crítico de este libro. Por el momento, recordemos que en la supuesta “Holy War of Error” [guerra santa del error], para usar la afortunada frase de Sami al-Haj[16],  la nomenclatura de misiones enteras ha sido sometida a alteraciones y distorsiones lingüísticas. La operación JUSTICIA INFINITA, por ejemplo, fue reemplazada por LIBERTAD DURADERA, al recordar que la primera categoría se asocia más fácilmente con las prerrogativas de las deidades y las fuerzas divinas que los gobiernos[17]. Del mismo modo, la famosa palabra “cruzada”, mencionada por el presidente y cristiano renacido George W. Bush, fue prontamente censurada por su asociación con formas de violencia específicamente cristianas contra “infieles” musulmanes.

Podría argumentarse que estos giros semánticos y desatinos políticos no son nuevos en el lenguaje de la guerra: antes del “11 de septiembre”, la designación estadounidense de “rogue states” [estados fuera de la ley], por ejemplo, que la administración Clinton usó agresivamente entre 1997 y 2000, se vio abruptamente reemplazada por el término, que no podía ser más insubstancial, de “states of concern” [estados que preocupan][18]. Sin embargo, el uso de la palabra “rogue” [animal salvaje que de repente se vuelve destructivo] siguió mutando en su demonización de objetivos como Saddam Hussein, al que podría llamarse “la bestia de Bagdad”. Como nos recuerda Derrida, “la bestia no es simplemente un animal sino la mera encarnación del mal, de lo satánico, lo diabólico, lo demoníaco—la Bestia del Apocalipsis” [19]. Las asociaciones primordiales difícilmente desaparecen aunque las bestias hayan sido domadas o diezmadas y se le haya “hecho una limpieza” al lenguaje de la violencia. Los viejos términos laten como palimpsestos que rehúsan ser borrados, de modo semejante a la “guerra global al terror”, que sigue resonando aunque ahora se llame “Overseas Contingency Operation” [Operación de Contingencia en Ultramar].

Más allá de las manipulaciones de los Departamentos de Defensa y Seguridad de EEUU es necesario reconocer que el discurso global sobre el terrorismo, como nos recuerda James Der Derian (2009b), rechaza cualquier intento de ser subsumido en definiciones oficiales rígidas. Descartando la tendencia dominante a simplificar el terrorismo bajo la presión de una “corrosiva mezcla de oportunismo, afán mediático e histeria pública”, Derian enfatiza la necesidad de resaltar las “diferencias y contradicciones” del terrorismo que constituyen “un campo intensamente conflictivo en términos de ideología, filosofía y práctica”[20].

Incluso si puede decirse que todo terrorismo converge alrededor de “estrategias de intimidación y violencia”, estas estrategias se consolidan a través de una vasta serie de formaciones, incluyendo terrorismo mítico, anarcoterrorismo, socioterrorismo, terrorismo étnico, narcoterrorismo, terrorismo de estado, antiterrorismo y terrorismo puro[21]. Lo que me preocupa en este libro no es la gama de terrorismos de la manera tan diestra como ha sido cartografiada por Derian a través de historias, culturas y épocas, sino los modos en que las palabras de la “guerra al terror” se mantienen en secreto dentro de las categorías más normales—y letales.

Una de estas categorías es el sentimiento casi territorial que los estadounidenses han expresado sobre la “zona cero”, una categoría que emergió con enigmática complicidad desde el comienzo mismo de la “guerra al terror” en EEUU a partir del consenso entre los medios impresos y escritos, y los sentimientos del público estadounidense en general. Con escalofriante rapidez, como señaló el crítico Gene Ray (2005), The New York Times usó “zona cero” el 16 de septiembre de 2001 en su descripción del terreno humeante de las ruinas del World Trade Center. Para ese entonces la categoría ya había cobrado fuerza y se había extendido ampliamente en diversos sectores de la sociedad civil, sin que hubiera ningún debate significativo o incomodidad sobre su uso diario. Contrarrestando la proliferación de una categoría esencialmente mortífera, Ray nos recuerda que “zona cero” se usó por vez primera para designar el sector de Hiroshima donde todo rastro de vida había sido aniquilado por el ataque nuclear[22]. Significativamente, hasta hoy día toda evidencia fotográfica y visual de las atrocidades de Hiroshima y Nagasaki sigue siendo censurada en EEUU, reduciendo por tanto la demostración más formidable de ataque terrorista con bombas contra civiles a un oscuro secreto internalizado, pero aún sin reconocer en el dominio público[23]. Con “el 11 de septiembre”, sin embargo, se podría argumentar que ese secreto salió finalmente a la luz por la extraña forma en que los estadounidenses asumieron su propia victimización a través de la comparación implícita—aunque sin reconocer—con aquellos japoneses sobre los que su propio gobierno había usado la primera bomba nuclear de la historia.

Con semejante apropiación de categorías en la que la zona cero de Hiroshima se convierte en la zona cero del World Trade Center, uno comienza a darse cuenta de los niveles de engaño con los que se sigue negando el terror infligido sobre una población en un lugar particular del planeta, aunque otra forma muy distinta de terror se vea reclamada por medio de la misma descripción en otra región del mundo. ¿Se trata de amnesia histórica o de engaño político? ¿Cómo podemos empezar a desarrollar una comprensión más detallada del sufrimiento de las personas en distintos contextos de violencia e intimidación sin disolver su sufrimiento en el manto común de la victimización?

 

Los riesgos de entender mal

En cualquier escenario de terrorismo se podría decir que existe una paranoia aguda y excesivamente tensa con relación al uso de las palabras. Lo que hace particularmente paranoico el lenguaje que rodea la “guerra global al terror” se relaciona con su empuje discursivo enfáticamente unilateral y monocromático, acentuado por la intensificación de la vigilancia. Frente a este escenario, cualquier escritor que hoy reflexione sobre el terror se enfrenta a la posibilidad muy real de ser malentendido. En mi propia experiencia, me veo obligado a regresar a mi breve tratado The Question of Faith, 1993, [La cuestión de la fe], publicado poco después de la demolición de la Babri Masjid [mezquita de Babar] en Ayodhya, India, el 6 de diciembre de 1992, precipitando así disturbios comunalistas a lo largo del país[24]. En mi intento por liberar la “fe” de los demonios del “fundamentalismo”, semejante a mi ímpetu de liberar el “terror” del “terrorismo” en este libro, viene a mi memoria el presentimiento de la frase inicial y mas bien grandilocuente de ese tratado: “En el mejor de los mundos posibles, la escritura puede ser malentendida”. ¿Por qué tal malinterpretación conlleva más riesgos hoy día? ¿Es porque vivimos en la peor de las épocas? Esta sería una conjetura esperanzadora.

En un tono más pragmático, diría que vivimos en un medio en el que las tecnologías de la vigilancia se han intensificado, particularmente en democracias liberales en las que el mito de la libertad de expresión se ha visto sometido a una presión considerable. Hoy día nuevos mecanismos legales ponen enormes restricciones a la disensión y al pensamiento crítico. El Acta Patriota en EEUU y sus mecanismos de vigilancia para monitorear conversaciones telefónicas, sitios web, correspondencia electrónica y escritos académicos roza el límite de una vigilancia “irreal”, teniendo por resultado a niveles inconscientes la intimidación y un clima de intranquilidad. Si bien esto no nos impide escribir de forma crítica más de lo que pudo impedir a Wikileaks contrarrestar la vigilancia del estado por medio de prácticas subversivas para destapar la información, sí requiere un nuevo tipo de vigilancia que no degenere en paranoia o autocensura.

Viendo en retrospectiva mi afán de cuestionar las complejidades intrínsecas de la fe, recuerdo que en mi tratado indiqué que existe un lado siniestro de la misma, como reconoce la Epístola del Apóstol Santiago (2:19): “¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. Los demonios también creen y sin embargo tiemblan”. Incluso los diablos tienen fe. Este sería un pensamiento admonitorio en el contexto del escenario global del terror, excepto que la identificación de los diablos puede no corresponder con lo que Fox y CNN quieren hacernos creer. Los cruzados de las guerras “justas” pueden ser diablos por sí mismos. Sin embargo, al yuxtaponer mi tratado sobre la fe con lo que ahora escribo, debo decir algo sobre el hablar por la fe, en oposición a diferentes tipos de fundamentalismo e intolerancia. Es mucho más difícil pretender lo mismo hablando por el terrorismo. La premisa obligatoria es que uno debe hablar contra el terror. Hablar por el terror o incluso referirse a él sin juicios de valor, es arriesgarse a ser tildado de terrorista o simpatizante de los terroristas. ¿Podrá escapar esta narrativa a ser tildada de “antiamericana” o incluso “proterrorista”? Sin querer sonar demasiado pesimista, una respuesta honesta a este tipo de reacciones bruscas, que en mi opinión restringen las posibilidades y riesgos del pensamiento crítico, sería: “no estoy seguro”.

Otra razón más pragmática para ser malentendido es que mi uso del terror se extiende. Tomo el término “extenderse” de una fina reflexión del sociólogo Charles Tilly titulada “Terror, Terrorism, Terrorists”, 2004, [“Terror, terrorismo, terroristas”], quien rehúsa limitarse al purismo de las categorías heurísticas. Adoptando una postura escéptica, Tilly enfatiza que “los científicos sociales que intentan explicar ataques repentinos sobre blancos civiles [como el World Trade Center] deben dudar de la existencia de una clase de actores coherente y distintiva (los terroristas), que se especializan en una forma unitaria de acción política (el terror) y por tanto deben establecer una variedad aparte de la política (el terrorismo)”[25]. Rehusándose a hacer de la coherencia una virtud aún cuando enuncia su postura con escrupulosa claridad, Tilly se abre al espectro de formas extremas de la violencia como el genocidio y la limpieza étnica, que se “extienden a lo largo de un amplio rango de crueldades humanas”[26].

Este “extenderse” de las “crueldades humanas” es demasiado evidente en mi propia lectura del terror en este libro, la cual me rehúso a confinar dentro de una única modalidad o localización de la violencia. Esto equivaldría a hacerle el juego a la narrativa del excepcionalismo estadounidense que la “guerra al terror” pareciera exigir. No es solo que mi narrativa abarca diferentes lugares y prácticas del terror en Filipinas, Estados Unidos, India, Ruanda y Sudáfrica, sino que trata también diferentes modalidades de violencia incluyendo el genocidio, la guerra, la limpieza étnica y la violencia comunalista, además de actos de terrorismo. Sobra decir que se corre el riesgo de difuminar la gramática del terror, lo cual se complica por la metodología interdisciplinaria adoptada en este libro.

La interdisciplinariedad se vuelve casi obligatoria para poder exponer una dispersión de localizaciones, contextos culturales, temporalidades desfasadas y múltiples agencias del terrorismo, que como enfatiza Charles Tilly, no son un “fenómeno causalmente coherente”[27]. En cambio, este es cada vez más un híbrido mutante y tecnológico de redes que se intersectan y son guiadas menos por una ideología política o creencia religiosa claramente definida, que por una multitud de descontentos y resentimientos. Precisar el terror según una disciplina particular, dentro de las restricciones de un vocabulario o marco institucional único, implica perder de vista su mortífero carácter esquivo. Si en este libro me encuentro intersectando los lenguajes de los estudios de teatro y performance con los estudios culturales y las ciencias sociales, no es tanto una estrategia de mi parte, sino una metodología para tratar de hacer sentido de la violencia en todas sus circunstancias, por más que estas sean múltiples, enigmáticas y pese a ello, vehementes.

 

Las ambivalencias del terror

Al salirse de los dominios de la sociología, hay que reconocer que el terror puede ser más ambivalente que el terrorismo. Buscando en el Oxford English Dictionary, uno se sorprende con la gama de misterios que rodean esta palabra, en contraste con las definiciones más técnicas e instrumentalistas de “terrorismo”[28]. La agencialidad misma que subyace a “terror” en este diccionario en sus dos acepciones principales es complicada: “terror” es al mismo tiempo “el estado de estar aterrado o extremadamente asustado” y “el estado o cualidad de ‘ser terrible’ o causar miedo intenso o pavor”. El terror puede ser sentido, experimentado o encarnado, pero también puede ser infligido e impuesto, por ejemplo durante el Terror de la Revolución francesa entre septiembre de 1793 y julio de 1794. Durante ese periodo los tribunales revolucionarios condujeron juicios arbitrarios y ejecutaron a “enemigos del pueblo”, justificando sus acciones sobre la base de que el terror es “la emanación de la virtud”, un “gobierno por intimidación”[29] necesario.

De acuerdo con Terry Eagleton (2005), este “invento moderno”, el terror que opera como terrorismo, es “hermanado de nacimiento” con el “moderno estado democrático”[30]. De modo contrario a su legitimidad política, es el estado quien suministra uno de los terrenos más mortíferos para la avalancha imparable de revueltas, asesinatos, masacres y limpiezas étnicas que se llevan a cabo dentro de sus fronteras. Aún cuando algunos estados alrededor del mundo quisieran reclamar algún tipo de inmunidad ante cargos de terrorismo, la realidad es que el “estado de terrorismo” se intensifica en proporción casi directa a su capacidad de ser camuflado o convertido en eufemismo debido a la legalidad sancionada en sus constituciones, cortes judiciales y reglas de gobierno. Los pretextos usuales para mantener “la ley y el orden” en contra de insurgentes y elementos antisociales, junto con la grandiosa misión de proteger los derechos civiles frente a las agresiones extranjeras, son a menudo utilizados como modos de legitimar el terror por sí mismos.

En sus usos como adjetivo, el “terror” verdaderamente se ve ligado a “terrorismo”, como en las asociaciones ya familiares de “terror alert” [alerta de terrorismo], “terror attack” [ataque terrorista], “terror plot” [trama terrorista], “terror suspect” [“sospechoso de terrorismo”], “terror tactics” [tácticas terroristas] y “terror acts” [acciones terroristas][31]. De modo alarmante, está el fenómeno del “terror-bombing” [terrorismo con bombas] que los Aliados infligieron sobre Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, resultando en la muerte de 600.000 civiles. Este ataque deliberado a la población indefensa ha sido justificado por Michael Waltzer (2000), el defensor principal de la teoría de la “guerra justa”, sobre la base de la “emergencia suprema” que hace necesario “apostarle” al crimen del terrorismo para así evitar el “desastre moral”—en este caso, los males del fascismo[32]. Sin embargo, parecería que hubo un lapso de tiempo para la dudosa ética de este ataque terrorista: de acuerdo con Walzer era necesario hacerlo pronto (en 1942) porque Gran Bretaña era vulnerable y podía ser derrotada por Alemania; sin embargo, en 1943, cuando era evidente que Alemania no iba a ganar, el terrorismo con bombas ya era moralmente inaceptable como estrategia para terminar la guerra[33].

A partir de este ejemplo queda claro que el “terror” no puede ser separado del “terrorismo”, aunque lo justifiquen argumentos estratégicamente evasivos de “guerras justas”, sobre los que volveré al final de este libro en el difícil contexto de la búsqueda de la justicia por fuera de la ley. Contrarrestando la ética ambigua subyacente a una comprensión “moral” de la guerra—después de todo, ¿desde el sentido moral implícitamente superior, razonable y sin relativismos de quién puede justificarse el terrorismo con bombas?—tenemos las más sublimes encarnaciones del terror que nos ofrece el Oxford English Dictionary. Aquí nos encontramos con imágenes surreales como el “terror bird” [ave del terror], que se refiere a una especie de “aves de presa grandes, ya extinguidas y generalmente sin alas”; “terror-gleam” o “niebla oscura sobre el río Thund en la mitología escandinava”; y a un nivel profundamente visceral y corpóreo, “terror-drop”, que se refiere tanto a “una caída terrorífica en paracaídas” como a una “gota de sudor producida por un estado de terror”[34].

He insertado deliberadamente estas acepciones de “terror” para actuar en contra de la premisa dominante de que este se puede apreciar mejor como estado abstracto o condición externa. En realidad, en las etapas iniciales de la escritura de este libro, al menos dos amigos filósofos me aconsejaron que era prudente tener el terror a distancia y evitar, a toda costa, sus dimensiones emocionales y psicológicas. A nivel lingüístico, me di cuenta que mis interlocutores tenían el firme propósito de precisar el terror en un sustantivo—un sustantivo abstracto—sin reconocer sus implicaciones como adjetivo y como verbo. También me di cuenta que no estaban del todo listos para implicarse a sí mismos en el terror. Por lo tanto, la mera expresión “I am terrified” (“estoy aterrado”) hizo que al menos uno de ellos bregara por encontrar una traducción adecuada al alemán.

Además de ver el terror como un “acto colectivo exterior al estado” que implica el uso de “fuerza física”, no tenemos más remedio que verlo, en palabras de Gayatri Spivak, como “el nombre de un afecto”. En el segundo capítulo de este libro, enfocado en las demonizaciones de los musulmanes en el contexto más amplio del comunalismo en India, discutiré las engañosas maneras en que se marca a las minorías por medio de su fisonomía o vestido—una barba o un turbante pueden afectar todo tipo de identificaciones, o tipificaciones erróneas, con el terrorismo. “Cuando el ‘terror’ es un afecto”, como enfatiza Spivak, “la línea entre agente y objeto vacila”[35]. Aunque la consecuencia de esta vacilación en la esfera pública deriva en la volatilidad del terror y en la incertidumbre, también afecta la manera en que los terroristas son percibidos por quienes se sienten intimidados por su amenaza.

En la medida en que Spivak complica el afecto del terror “hay también un sentido por el que se considera que el terrorista es insensible al terror, no siente el terror del terror y se ha convertido en algo distinto al resto de nosotros por virtud de esta transformación”[36]. Esta noción de los terroristas como insensibles al terror que infligen sobre otros es una de las formas de su demonización, pues los reduce a “máquinas”, bárbaros o “bestias” que no piensan ni sienten, en oposición a aquellos a quienes aterrorizan, que son más humanos y vulnerables. Se asume que para los terroristas la vida es de poco valor, si no desechable. Esto lleva a todo tipo de asociaciones hipócritas:

Cuando el/la soldado no tiene miedo de morir, es valiente. Cuando el/la terrorista no tiene miedo de morir, es cobarde. El soldado mata, o se supone que mata, personas específicas. El terrorista mata, o puede matar, simplemente personas.[37]

Por medio de este análisis preciso Spivak nos hace ver cómo el “afecto” del terror conduce a juicios morales cuestionables. Lejos de vernos atrapados en un torbellino de emociones incomprensibles nos obliga a ser más reflexivos acerca de nuestra propia complicidad en la producción de “sentido común” sobre el terror.

 Si el imperativo dominante que sugiere la “guerra al terror” asume que este es el adversario, un Enemigo necesariamente externo a nuestro propio ser, destinado a ser combatido y aniquilado una y otra vez si fuera necesario, el terror como emoción cuestiona este falso maniqueísmo. Desmantelar la objetivación del terror exige algún tipo de reconocimiento de cómo estamos implicados en él, para pode perturbar así las falsas ilusiones de una inocencia o bondad implícitas y no terroristas. Es posible que el terror se imponga desde fuera, pero también es mantenido en secreto desde dentro y se ve afectado por nuestros propios temores y prejuicios. Nadie puede escapar al terror tan fácilmente y definitivamente no con la pírrica creencia de que necesariamente se va a salir vivo o victorioso de una guerra al terror, y con el juicio moral intacto.

 

Terror sacro

Permítaseme alentar el curso de las asociaciones al invocar la que aparentemente es la más inocente de las construcciones—“holy terror” [38]— frase que causa una sonrisa involuntaria porque trae a colación un niño revoltoso. Como parte de una de las asociaciones más populares presentes en las caricaturas y tiras cómicas, podría decirse que Dennis the Menace [Daniel El Travieso] es un “holy terror”, pues hace explotar todo tipo de electrodomésticos y normas, siendo el azote mismo de la vida del señor Wilson. ¿Cómo llega a asociarse el terror con un niño a través de la mediación de lo “sacro”? ¿Qué pasa cuándo un “holy terror”[niño travieso] se convierte en un “Holy Terror”[terror sacro]?

Aquí, con las incursiones de lo numénico, lo sagrado y lo metafísico, recuerdo una de las manifestaciones infantiles más divinas de la mitología y religión hindúes, Krishna, quien de niño es el absoluto flagelo de la vida de su madre. Las travesuras de Krishna se ven cariñosamente reiteradas en el repertorio indio de tradiciones dancísticas y teatrales clásicas y populares, donde se lo muestra rompiendo cántaros de leche, robando mantequilla y comiendo tierra. En algún momento enfurece a su madre, quien le ordena abrir la boca y escupir el lodo. Así, en un extraordinario instante de iluminación, esta ve el cosmos girando en la boca de su hijo. Es este un momento de “awe” [sobrecogimiento], pero no de “Shock and Awe” [conmoción y pavor]--que es lo que la maquinaria militar estadounidense quería causar con sus bombardeos a Irak durante la guerra del Golfo, es otro tipo de conmoción procedente de los misterios celestiales[39]. Más adelante, en el Baghavad Gita, una manifestación más militante de Krishna en el campo de batalla del Mahabharata le revela su forma universal (Vishvarupa) a Arjuna. Por medio de esta instruye al reticente guerrero sobre cómo tomar distancia de los engaños de la “falsa consciencia” que le impide luchar contra sus parientes. Habiendo presenciado las terroríficas manifestaciones del Tiempo en la omnipresencia de Krishna, Arjuna responde al llamado de la guerra y se somete a la tarea de realizar el deber del guerrero (kshatriya dharma).

Podría decirse que en estos ejemplos encontramos diferentes epistemologías del terror pertenecientes a otros tiempos, las cuales no se pueden conectar con lecturas contemporáneas del terrorismo. Sin abordar estas diferencias, Terry Eagleton delinea una metafísica del terrorismo al conceptualizar las relaciones entre el terror y lo sacro en su libro Holy Terror (2005)[40]. Sin llegar a separar los residuos y dimensiones míticas del terror en el mundo antiguo de los fenómenos contemporáneos del terrorismo, y sin diferenciar adecuadamente la teología de la religión, Eagleton articula las complejas equivalencias subyacentes a conceptos como “el mal”, “lo sublime”, “sacrificio”, “Dios” y “muerte”, con el objetivo de perturbar devociones seculares profundamente arraigadas, particularmente en la izquierda, en relación con la violencia actual. Si bien las categorías de “sacrificio”, “perdón” y “mal” también entran en mi narrativa en el contexto más amplio de la verdad y la reconciliación, así como en la ética ambivalente de los ataques suicidas, tienen significados muy distintos, como se verá en los capítulos IV y V.

Cualquier tratamiento del terror hoy día exige un compromiso sensible con el contexto de estos términos, que no tienen una mera significación moral o espiritual sino un valor performativo en cuanto a cómo se aplican realmente en una cultura política: ¿Después de todo, ¿cómo se activan “el sacrificio”, “el perdón” y “el mal” dentro de distintos escenarios de guerra, genocidio y violencia étnica?

Eagleton adopta una metodología algo imprecisa frente a la fuerza performativa de estos conceptos, sus categorías “metafísicas” casi tropiezan entre sí y arrastra sus afinidades a través de precipitadas analogías de pensamiento. Al hecho epistemológico de que la palabra sacer puede significar ya sea “bendecido o maldecido, sagrado o vilipendiado” Eagleton le da el mismo peso que a la observación más generalizada de que “hay tipos de terror en las civilizaciones antiguas que son a la vez creativos y destructivos, dadores de vida y también letales” (2). Sin ofrecer ninguna evidencia histórica para semejante afirmación tan ambiciosa, Eagleton erige su argumento sobre la falsa premisa de que “el terror empieza como una idea religiosa, como en verdad pasa con mucho del terrorismo actual; y la religión se trata en su totalidad de fuerzas profundamente ambivalentes, que arroban y aniquilan a la vez” (2). En estos saltos conceptuales hay problemas obvios de temporalidad y causalidad: aún si uno acepta que el terror “empieza” como una idea religiosa (aunque quizá sería más exacto decir que el terror es una de muchas manifestaciones de la religión), es equivocado equiparar el terrorismo de nuestros días con esta “idea religiosa” (en la medida en que se ha mantenido constante). En realidad, una de las malinterpretaciones del terrorismo contemporáneo es leerlo en primera instancia como un fenómeno “religioso”.

Contradiciendo la tendencia de Eagleton a iluminar el terror por medio de la excavación de imaginarios literarios, metafísicos y religiosos del pasado, yo argumentaría que estas iluminaciones son potencialmente útiles solo en la medida en que puedan ayudarnos a discernir lo que es específicamente diferente en las mentalidades contemporáneas del terrorismo. En vez de un continuo entre manifestaciones del terror pasado y presente, yo resaltaría sus disyunciones. Por consiguiente, al elaborar el concepto de “sacrificio” (que originalmente significaba “hacer sacro”), Eagleton hace la importante aclaración de que en nuestros tiempos no todos los actos de autodestrucción—como los ataques suicidas—son necesariamente sacrificiales o transformativos (100). Este es precisamente el tipo de discernimiento necesario para pensar el terror hoy día. Yo enfatizaría que los mitos y conceptos del pasado nos ayudan a ver el presente no porque sean revividos en un “presente eterno”, sino porque adquieren nuevos significados y sus sentidos se alteran en una suerte de simulacro de lo que ya ha pasado. Solamente perforando las falsas semejanzas se hace visible la realidad de la discrepancia.

Un problema adicional con el intento de Eagleton de juntar diferentes trayectorias temporales y culturales en su reflexión sobre el terror, puede ser el irreflexivo contexto eurocéntrico de su análisis al dar cuenta de “la otredad en el corazón del ser” (13). Este intento falla particularmente porque Eagleton no tiene ninguna familiaridad con el islam o el hinduismo o si vamos al caso, con cualquier religión, filosofía o estética no occidental. Con todo su cosmopolitanismo, su lectura del terror termina siendo muy inglesa. Yo diría que si uno quiere presentar un contraimaginario político del terror para nuestra época a través de una lectura de, digamos, la fuerza sensual y espiritual de Dionisos—Eagleton ve al carismático protagonista de Eurípides como uno de los “primeros cabecillas terroristas”(3)—se hace necesario invocar otras escatologías y marcos metafísicos del poder divino. Si, por ejemplo, yo quisiera resaltar la relación del terror con lo “sacro” del modo en que pervive hoy día en India a través de diversas prácticas materiales, sociales, religiosas y rituales, necesariamente tendría que ajustar cuentas con el hecho de que tales prácticas no son puramente textuales (como ocurre con los ejemplos de Eagleton en Holy Terror), sino que se encarnan y concretan en manifestaciones reales.

Para dar solo un ejemplo de mi ciudad de origen, Calcuta, yo invocaría por ejemplo la complejidad y perdurable contemporaneidad de la diosa Kali, a la vez aterradora y maternal, quien existe en una variedad de figuras y formas. A diferencia de Dionisos, que en el mejor de los casos es una figura mítica invocada por el canon euroamericano del arte y la literatura clásicos, Kali es activamente adorada hoy día en India como una de las diversas manifestaciones de la Divina Madre. Anteriormente invocada como deidad patronal de numerosos revolucionarios y terroristas durante el movimiento swadeshi en Bengala, a comienzos del siglo pasado y hasta hoy día su poder divino sigue cargando el legado político de la antigüedad a lo largo de la lucha colonial, por vía de las articulaciones ambivalentes de la modernidad. Invocar a Kali como una manifestación destructiva del “terror” requiere tratar con la dimensión afectiva de su poder.

Para experimentar algo cercano a la fuerza y al peligro del poder de Kali, un sitio posible de energía transformativa serían las manifestaciones escénicas rituales del Theyyam en Kerala, donde actores de casta inferior encarnan múltiples manifestaciones de la Divina Madre bajo la forma de feroces deidades locales. En estas performances espectaculares que duran toda la noche y que incluyen posesiones de espíritus, trance y adoración, tales encarnaciones de energía en bruto--y aún así altamente cargada de contextos rituales--no pueden verse fácilmente apropiadas para propósitos político-académicos. En contraste con el poder sagrado subalterno del Theyyam, la idea de Eagleton de lo “sacro” surge del tropo ideológico posmarxista, en último término ligado al deseo de que la metafísica pueda revivir la moribunda política de izquierda. El terror de lo sacro, como se vive y experimenta en manifestaciones escénicas como el Theyyam, es mucho más fuerte y resistente, y no creo que Eagleton lo sobreviva[41].

Si me he detenido en el intento de Eagleton de forzar una relación entre el terror y lo sacro en el contexto contemporáneo del terrorismo, es para resaltar por qué no trato de lo sagrado en este libro. No es solo que esto exigiría un marco discursivo distinto, sino que, de modo más crítico, no es posible usarlo para explicar el terror de nuestros tiempos. Puede que agencias globales terroristas como Al Qaeda invoquen el lenguaje de la guerra santa, pero se trata menos de lo sagrado o aún de religión, que de una forma particularmente pervertida de violencia megalomaníaca y de odio a occidente. Aún si la apropiación errónea de lo sacro por parte de los fenómenos contemporáneos del terrorismo no es parte de este libro, hallo necesario inscribirlo en esta introducción para aclarar qué es lo que no estoy tratando de hacer.

 

El terror a través del cristal de la literatura

Neti neti neti (“ni esto, ni esto” o “ni esto, ni aquello”): esta premisa filosófica que se encuentra en los Upanishads, entre otros antiguos textos sánscritos, parecería verse reflejada en mi propio intento por comprender el “terror” a través de la vía negativa. Mientras que “neti neti neti” se ha usado a nivel metafísico para dar cuenta del Brahmán o fuerza divina, que no puede ser descrito por medio de atributos positivos sino únicamente en términos de lo que no es, también filósofos de la escuela budista lo han usado para ir en contra de cualquier noción que busque basar el significado de las palabras en una esencia particular[42]. Desplegando esta estrategia retórica para mis propios fines, encuentro útil mostrar la estrategia de cómo este libro empieza a entrar en la órbita conceptual del terror delineando lo que no es parte integral de la discusión. Las exclusiones no equivalen a una negación de lo que es menos importante para el discurso más amplio del terror; simplemente contribuyen a resaltar lo que es integral para el argumento de este libro particular.

Con esta premisa en mente me siento un poco más tranquilo al reconocer que no estoy intentando, por ejemplo, una lectura detallada de la estética del terror. Ciertamente, “la estética” figura y resuena en varias partes de esta narrativa—por ejemplo, en el debate alrededor de la controversial afirmación del compositor Karlheinz Stockhausen de que la destrucción de las Torres Gemelas podía ser vista como una magnífica “obra de arte” (capítulo I), o en la retórica del “bello terrorista” en la prensa popular urdu (capítulo II).

Estas afirmaciones, sin embargo, se leen mejor como fragmentos que puntualizan el análisis político del terror más extenso presente en este libro; no puede decirse que constituyan una lectura más amplia de una estética del terror repleta de teoría de lo sublime, lo que exigiría escribir otro libro[43].

Tampoco estoy preocupado por los imaginarios literarios del terror siguiendo los lineamientos indicados por Terry Eagleton, aunque por empujar los límites del terror fuera de los estrictos confines de las ciencias sociales, sus tropos sean sugerentes e incluso provocativos. Teniendo en mente esta apreciación, es sin embargo útil dentro del marco estratégico de esta introducción, referirse al libro de la poeta y crítica literaria india Rukmini Bhaya Nair titulado Poetry in Time of Terror, 2009 [Poesía en tiempos de terror], el cual se basa en el concepto de “ambivalencia” de Eagleton. Nair afirma que

El terror en modo literario o poético desestabiliza la “unicidad” de nuestra comprensión vía eventos del mundo real como el 9/11—el terror como un rayo inexplicable e inesperado—al infundirle la ambivalencia o interpretabilidad características del texto literario[44].

Contrarrestando esta posición, uno podría argumentar en contra de la supuesta “unicidad” de eventos como “el 11 de septiembre”, al llamar la atención al torrente de emociones contradictorias que ha suscitado casi desde el momento mismo en que golpeó las consciencias a nivel global. ¿De verdad, podría decirse que existe del mismo modo en distintas posiciones y grupos de respaldo políticos? Cuestionando el privilegio de la cosmópolis global, en la que el discurso del terrorismo se ve leído y explicado más elocuentemente por fuera de los muy reales campos de muerte del Afganistán controlado por los talibanes o ciudades infestadas de drogas como Juárez, México, necesitamos preguntarnos: ¿Eventos como “el 11 de septiembre” son tan omnipresentes como quieren hacernos creer? ¿Puede uno asumir su traducción e inteligibilidad en todos los contextos culturales? Podría decirse que si bien existen para comunidades rurales e indígenas en las culturas del sur, como ha sugerido Bhaskar Mukhopadhyay por medio de un pat inspirado por “9/11” (una práctica escénica de pintura tradicional del occidente de Bengala), la tarea sería cuestionar cómo los estados de emergencia globales se transforman al interior de las luchas diarias en los márgenes del sur rural[45]. Si es que hay una “aldea global”, entonces ¿cómo los lenguajes y formas locales de expresión cultural incorporan y le replican al Imperio, o se apropian de su estado de emergencia para sus propios propósitos materiales?

Es esta una pregunta amplia que se extiende más allá del argumento, que Nair afina escrupulosamente, centrado alrededor de la premisa de que “el terror se hace emocionalmente accesible por medio de lo literario”[46]. Uno podría argumentar que, entonces, ¿cómo es percibido el terror en la vida diaria (sin literatura y sin alfabetización)? ¿Es un espectro seco, despojado de emoción alguna, o es simplemente demasiado aterrador como para ser procesado y transformado en poesía en primer lugar? Matizando su propia valoración de la poesía, que “ofrece un ambiguo espacio verbal en el que el terror florece sin peligro físico, pero con perturbadora similitud”, Nair se adentra en la inmediación sicofísica del terror cuando imagina su afecto corporal: no a través de amortiguar el impacto de esta especie de “rayo inexplicable e inesperado”, sino por medio de un conflicto de sensaciones más tenso[47].

A diferencia del estado de horror de quien se encuentra al terror en el presente—contemplándolo “cara a cara”, con ojos saltones y transfigurados—el terror tiene un efecto opuesto en el imaginario de Nair. Los ojos de la aterrada víctima tienden a permanecer “voluntariamente y del todo cerrados”[48]. Esto lleva a Nair a cuestionar lo que esta “deliberada nulidad de la visión” podría sugerir:

Abrir los ojos sería contemplar lo que es demasiado terrible de soportar. Esto hace que la emoción del terror sea temporal y emocionalmente ambivalente—la víctima inmediatamente anticipa el temido evento al colocarlo en el tiempo futuro y saber que ya ha pasado, pero si “abriera los ojos”, su razón le dice, vería frente a ella eso mismo que tanto teme. Esta es la paradoja esencial del terror[49].

Cuestionando esta paradoja, yo diría que el problema no está en la vacilación entre “ver” o “no ver” el terror; la realidad es que no tenemos otra opción que ver de nuevo las mismas imágenes del terror una y otra vez por medio de su incesante circulación en los medios, lo cual no figura para nada en la lectura de Nair[50]. En vez de “ver o no ver”, el dilema de nuestro tiempo es el mirar compulsivo, el mirar repetitivo, con más fuerza que antes.

Con la rampante mediatización del terror en la televisión, el cable, YouTube y otros sititos electrónicos, no tenemos más opción que ver lo que los medios quieren que veamos. Esto se ve estratégicamente consagrado por los comisionistas del terror a través de referirnos de modo casi infinito a las “mismas imágenes”, que llegan a adquirir un poder arquetípico. Junto con la usual acusación del “impacto amortiguado” de las imágenes, ¿puede negarse el placer voyerista derivado del acto compulsivo de “ver” el terror ad nauseam? Un placer en verdad terriblemente ambivalente por opresivo y que es, sin embargo, irresistible. Mientras puede decirse que no hay un código o dispositivo visual que permita ver el terror de nuestra época con una uniformidad global, nuestros ojos mismos se han visto sujetos a una nueva fenomenología de la percepción en la que participamos más y somos más cómplices que nunca antes de la reproducción, interpretación y circulación concreta de las imágenes del terror.

 

 Exceso visual

Precisamente porque ya no puede asumirse que las imágenes del terror aterroricen, la tarea de teorizar la cultura visual más amplia del mismo es una empresa compleja que realizan mejor especialistas como W.J.T. Mitchell. Su libro Cloning Terror, 2011 [Clonando el terror] es un sagaz análisis de la producción de imágenes donde relaciona la “guerra al terror” con las incursiones simultáneas de la biotecnología en la esfera pública. Si tiendo a minimizar el análisis de las imágenes en este libro, es porque me resisto a la sobrevaloración del “giro visual” en los estudios culturales, el cual se ha visto sobredeterminado y consolidado a través de los años. Aun así, sería hipócrita negar que las imágenes tocan el ojo, capturan la imaginación, circulan y sirven de punto de referencia para conversaciones, discusiones, chismes, rumores y propagandas, más fácilmente que las palabras. Después de todo, ¿cuántas personas han leído en detalle los reportes investigativos sobre Abu Ghraib? Por otro lado, millones han visto los actos de sadismo y tortura infligidos allí sobre prisioneros iraquíes.

Aunque no puede negarse el acceso casual a las imágenes de Abu Ghraib a nivel global, es mucho más difícil evaluar cómo son leídas y promovidas en el contexto de la “guerra al terror”. Realmente, ¿cómo se producen en primer lugar las imágenes del terror? ¿tiene su distribución algún efecto tangible en la búsqueda más amplia de justicia y exposición de la verdad?

Parte de la seducción de estas imágenes podría estar en que una vez expuestas en nuestra cultura visual electrónica y digital se riegan como un virus, estimulando un torrente de interpretaciones que, en último término, parecerían alejarnos más y más del contenido político real de las mismas. Casi como en una subida de adrenalina, uno podría drogarse visualizando el terror. Fui testigo de este tipo de experimento en el Teatro Hebbel de Berlín, donde W.J.T. Mitchell terminó su conferencia sobre el terror solicitando respuestas de la audiencia frente a la foto bien conocida que muestra a los miembros principales del gabinete de la Casa Blanca mirando cómo matan a Osama Bin Laden en tiempo real[51]. No entraré en las muchas posibilidades de leer esta imagen, con Obama sentado en mangas de camisa en una esquina, Hillary Clinton cubriéndose la boca con la mano, algunos miembros del equipo de la Casa Blanca sentados con expresión solemne y otros parados prestando atención, todos con la mirada fija en lo que no se puede ver.

Lo que me sorprendió en el Teatro Hebbel fue el virtuosismo de los miembros de la audiencia para interpretar esta imagen, en un ánimo inconsciente de protagonismo hermenéutico, en el que cada interpretación superaba a la anterior en su lectura brillante y convencimiento de que seguramente, estaba dando en el clavo. Mientras un espectador afirmaba que la imagen traía a colación al mensajero de la tragedia griega, otro veía una hidra de varias cabezas en esa oficina, y un fotógrafo amigo sentado junto a mí afirmaba con desparpajo que el equipo de la Casa Blanca estaba reviviendo el momento de la destrucción de las Torres Gemelas. Sin despreciar la intensidad creativa de estas lecturas intuitivas, me gustaría cuestionar cuál es la relevancia de tales interpretaciones para el asesinato concreto de Osama Bin Laden y su observación virtual en el espacio sacrosanto de la Casa Blanca. Quizá la discusión debía haber incluido no solo la puesta en escena de la imagen misma, sino el muy consciente proceso de enfocarla y tomarla, junto con la selección final que hizo la Casa Blanca. En verdad, sin su permiso esta imagen particular no podría haber salido a la luz, lo que apunta a una vigilancia y a una política de producción de imágenes tras bambalinas que exige un análisis más cuidadoso. Tal examen podría abrir la puerta a preguntas impopulares relacionadas con la propaganda de los departamentos de estado para proyectar imágenes de poder, control y civilidad en el manejo de la “guerra al terror”, en un dominio público aparentemente democrático y de libre pensamiento. En vez de lo que se ve--o se ha “clonado”, como argumenta Mitchell, en interminables variaciones de la misma imagen—lo que se ha invisibilizado es lo que debería ser una fuente igualmente urgente de preocupación crítica. La eliminación de imágenes en la “guerra al terror” es tan parte de esta mortífera cultura visual como el bombardeo de imágenes específicas en los espacios mediáticos globales. Siguiendo el exceso de imágenes mediante el cual se demonizó a Bin Laden en la televisión y prensa es diciente en realidad que, al fin y al cabo, lo sacaran de vista. Aparentemente por razones de “seguridad” y bajo la dudosa base del respeto a la “decencia” humana básica, casi no tenemos imágenes del fallecido Osama, de su cerebro esparcido, aun cuando Obama contempla la operación atentamente y con un gesto de concentración tranquila y determinada, y no como un entrenador en los momentos finales de un juego de béisbol. La misión se cumplió con el demonio supuestamente “enterrado” en el mar siguiendo la estricta observación de los rituales funerarios (de lo que no hay evidencia) y la vida sigue en la Casa Blanca.

 

Performance/performatividad/teatro

En este momento el lector de mi libro puede, con justificación, expresar impaciencia porque todo lo que he hecho en este capítulo es indicar en qué no se enfoca. Para recapitular: no puedo proclamar ser un “experto en terror” gracias a una especialidad en estudios militares, estudios de guerra, o de tortura. El libro tampoco ofrece una perspectiva religiosa sobre lo sagrado en relación con el terror; ni una lectura elaborada de la estética del mismo o una aproximación al terror desde los estudios de medios. Aunque me he inspirado en los lenguajes y aproximaciones conceptuales de varias de estas disciplinas, en último término tengo que contar mi historia del terror por medio de mis propias afinidades con el lenguaje de la performance, al que accedo por medio de los campos del teatro y los estudios de performance, y que en primera instancia me permiten ver y tratar el terror. Más exactamente, es a través de la retórica de la performatividad que puedo leer el terror en relación con sus discursos dominantes. Permítasenos ahora atender las diferenciaciones de “teatro”, “performance” y “performatividad” enfatizando que todos ellos juegan un papel en esta narrativa, tanto de modo independiente como por medio de extrañas colusiones.

Frente al espectro más amplio de performances de la vida diaria que está inextricablemente ligado el examen del terror en este libro existe una comprensión más limitada y sin embargo familiar. Esta entiende a la performance en sentido teatral como “un evento tangible y delimitado que implica la presentación de una acción artística ensayada”, para una audiencia específica, en un continuo circunscrito de tiempo y espacio particulares, como en “la performance de una obra, una danza o una sinfonía”[52]. En esta lectura de “performance”, inextricablemente ligada a aspectos del “actuar”, “dirigir”, “danzar”, “representar un papel” y todos los elementos inherentes a una puesta en escena, coreografía, o dirección de un concierto, hay un lazo simbiótico de dicho término con la práctica artística del teatro y las artes vivas [“the performing arts” en inglés]. Este sentido de “performance” requiere el tratamiento crítico de sus componentes, como son el entrenar y ensayar, la habilidad y el virtuosismo, la recepción entrenada y el papel del espectador.

De modo diciente, este libro no se enfoca en el teatro por vía de audaces obras maestras y montajes originales, por lo que no busca rastrear su tema en obras como Los persas, Macbeth, La muerte de Danton, La medida o La muerte y la doncella, por mencionar solo algunos hitos del Teatro del Terror. Tampoco intento hacer un inventario del arte-acción o de las instalaciones visuales sobre “el 11 de septiembre”, “Abu Ghraib” o “Guantánamo”, por nombrar algunos de los famosos tropos que ejemplifican la “guerra al terror”, aun cuando estos entran en mi narrativa como eventos performativos por sí mismos. Lejos de tratar el terror al nivel puramente dramatúrgico de la representación teatral o en la inmediatez de la puesta en escena, este libro le da prioridad a aquellas instancias del mismo que no han sido inscritas, ni planeadas; que son indeterminadas y sin embargo, son performeadas en ocasiones explosivamente y en otras, tan discretamente que uno podría no darse cuenta de que el terror se ha desatado.

Mi lectura de “performance” en este libro, por lo tanto, se halla menos condicionada por la orquestación artística de un evento corpóreo, “en vivo”, ensayado y delimitado espacio-temporalmente, dentro del marco de las normas culturales e instituciones cívicas como teatros estatales, que por una comprensión mucho más amplia de “performance” inextricablemente ligada a interacciones sociales, comportamientos, estrategias, artificios, manipulaciones y negociaciones del terror en la esfera pública. El empuje epistemológico de esta visión más amplia de “performance” se halla bien captada en la definición primaria que ofrece el Oxford English Dictionary, en la que “performance” no se define, como sería de esperarse, en el contexto de la representación teatral; sino como “la ejecución de algo que fue mandado o emprendido; el llevar a cabo un acto u operación”. En palabras clave como “mandado” o “llevar a cabo”, queda claro que no hay nada nebuloso al respecto, “performance” tiene un lazo ineludible con una acción social a partir de una orden específica y un conjunto de instrucciones.

En este contexto, existe un estrecho lazo teórico con la afirmación axiomática de J.L. Austin en su texto seminal How to Do Things with Words, 1975 [Cómo hacer cosas con palabras], en el que cuestiona la noción de que “el lenguaje simplemente ‘constata’ o reporta sobre la realidad”: en cambio, “los performativos” (un neologismo de Austin correspondiente a un sustantivo y no a un adjetivo), no son “reportes informales, sino acciones, eventos, hechos. Hoy día, los enunciados performativos se consideran cruciales para la construcción de la realidad, una construcción que es sociotécnicamente mandada[53]. Es esta comprensión “sociotécnica” de “performance” y su relación con la “performatividad”, lo que me permite estructurar y hacer sentido de la evidencia del terror presentada en este libro, particularmente al tratar con los procesos políticos y jurídicos del posgenocidio en Ruanda y el posapartheid en Sudáfrica, respectivamente. El análisis performativo de estos procesos revelará que los residuos de los crímenes de genocidio y apartheid persisten y siguen mutando de formas diversas.

Dada la naturaleza predominantemente discursiva de mi indagación crítica, al tratar con estados de justicia transicional en los que las palabras son catalizadores que hacen tangibles y significativos los actos de terror, me baso en la particularmente sucinta comprensión de “performatividad” de Judith Butler como “el poder del discurso para producir lo que nombra”[54]. Los discursos del terror y contra el terror presentados en este libro en una amplia gama de registros a través de la retórica del excepcionalismo estadounidense, la islamofobia, el comunalismo, la tortura, el genocidio, la verdad y reconciliación, y la no violencia, son los que hacen el terror. En vez de simplemente relatar o reportar los excesos a nivel puramente descriptivo, aprovechando narrativas de primera persona sobre un dolor y sufrimiento insoportables, me preocupa más comprender cómo se implementa el terror de modo concreto a través de los actos de enunciación del estado, entre otras agencias autoritarias del terrorismo.

A este respecto, una de las más escalofriantes muestras de performatividad proviene de Khalid Sheikh Mohammed, el supuesto autor intelectual del ataque del “11 de septiembre”, quien en respuesta a la declaración de George Bush—y a la activación—de la “guerra al terror”, declara por derecho propio: “estamos haciendo el mismo lenguaje”[55]. El hecho de que las afirmaciones performativas al “enunciarse” también “encarnan cierta acción y ejercen un poder vinculante”[56], en las rigurosas palabras de Butler, es evidente en los dos lados de la barrera del terror. Bush y Khalid Sheikh Mohammed son ambos usuarios de la “guerra como lenguaje”—puede decirse que es un “lenguaje común” que comparten los enemigos[57]. En un testimonio que ha sido transcrito palabra por palabra, sin corrección estilística o gramatical alguna, Khalid Sheikh Mohammed dice:

No me gusta matar gente. Me da mucho pesar que ellos haber matado niños el 9/11. ¿Qué haré? Este es el lenguaje (...) Yo sé que la gente americana nos está torturando desde los setenta (...) Yo sé ellos hablando sobre derechos humanos. Y yo sé que está contra la constitución americana, contra las leyes americanas. Pero ellos dicho, cada ley, ellos tienen excepciones, es tu mala suerte si tú sido parte de la excepción de nuestras leyes. Ellos tienen algo para convencerme pero estamos haciendo el mismo lenguaje[58].

Una exposición escalofriante de “Cómo hacer terror con palabras”, independientemente del lado en que uno esté: el lenguaje no solo es “hablar”; es “hacer”, “torturar”, “matar”.

No hace falta decir que a pesar de su fuerza performativa, la performance no desaparece aunque se haga necesario mantener algunas distinciones teóricas, como Butler delinea con tanto rigor en su exposición de estos términos:

La performance como “acto” delimitado se distingue de la performatividad en la medida en que esta última consiste en una reiteración de normas, las cuales preceden, restringen y exceden al performer y en este sentido, no pueden ser tomadas como una fabricación voluntaria o electiva; más aún, lo que se “performea” actúa para ocultar, si no para destituir, aquello que permanece opaco, inconsciente e imperformeable. Reducir performatividad a performance sería un error[59].

Si la performance en términos de Butler es algo cercano a “un acto aquí y ahora” que implica una “presencia (...) delimitada según la voluntad del performer”, la performatividad es fundamentalmente discursiva, y siempre está anticipada y sucedida por las normas regulatorias de un sentido ya establecido socialmente. Sin embargo y a pesar de su advertencia con respecto a “reducir performatividad a performance”, Butler trata de sugerir la posible permeabilidad de estos términos en la medida en que hace campo para que la “prometedora desregulación” de la performance se resista a ser del todo subsumida en “el carácter obligatorio de ciertos imperativos sociales”[60]. Esta permeabilidad podría ser leída como una “convergencia”, según sugiere Jon McKenzie al seguir la tenue pista que ofrece Butler en esta dirección[61]. Sin embargo, yo argumentaría que sería más productivo verla como una tensión en el contexto más amplio del rechazo queer[62] a someterse a las normas que definen y restringen aquellos intentos de poner en aprietos la regulación por medio de actos de disidencia.

Balanceando su papel como analista de la performance con un “acercamiento” travieso a sus propias colegas en el campo de los estudios de performance, McKenzie los imagina respondiendo con consternación al “mal uso” que hace Butler del lenguaje—un mal uso que él correctamente escoge leer como una “táctica de resignificación, de queering [volver queer]”[63]. En el proceso, presenta algunas de las respuestas ficticias de sus colegas: “[¡La performatividad] es lingüística y no encarnada!”, “¡significa normatividad tanto como  subversión!”, “¿no podría usar otro término?”[64]. Por mi parte, no puedo evitar la tentación de cualquier persona de teatro o performance de reclamar la “performatividad” en favor de una acogida más sensual de los secretos y enigmas infinitesimales del cuerpo, en oposición a la lectura no corpórea, si no antivisceral de Butler, que se presenta como demasiado construida socialmente. En verdad, debería preparar al lector de este libro para la tensión fácilmente perceptible en mi uso de la palabra “performativo”, que por un lado se lee como sustantivo a partir de los modelos discursivos de Austin y Butler, pero por otro, es usado como adjetivo en un sentido no discursivo, expresivo e histriónico, como por ejemplo en “energía performativa” o “dinámica performativa” para describir el proceso concreto y el impacto somático de una performance particular.

“¿Es demasiado tarde para reclamar performatividad para el campo no discursivo de la performance”, como sugiere Diana Taylor (2007) en su obvia impaciencia con los “falsos cognados” de “performativo” y “performatividad” para “performance”?[65] Mi posición es que en este momento podemos no tener otra opción que acoger las tensiones entre estas categorías, particularmente porque ya están profundamente imbricadas tanto dentro, como fuera de la práctica de la performance. Buscar distinciones claras a lo largo de los terrenos más amplios de “performance” y “performatividad” en términos de Butler, es útil teóricamente, pero solo en la medida en que los secretos, ambivalencias y enigmas de la performance corpórea no se vean minados o eliminados.

Frente a todas estas consideraciones teóricamente cuestionadoras referentes a “performance” y “performatividad”, ¿qué pasa con el teatro? ¿carece de relevancia para explicar los discursos y eventos masivos que rodean al terror? Si uno asume que el teatro parece algo arcaico en la época de la “guerra virtual”, en la que las armas diseñadas para matar a larga distancia con un mínimo de muertes (y daños colaterales que no se cuentan) se han convertido en los “performers” más mortíferos, vale la pena tener en consideración el profundamente perspicaz recordatorio de Giorgio Agamben (2009) sobre qué constituye lo “contemporáneo”. Para él, el giro argumentativo es que solo aquellos que perciben “los índices y la rúbrica de lo arcaico en lo más moderno y reciente pueden ser contemporáneos”[66]. Si hay una “afinidad secreta” entre “lo arcaico y lo moderno”, no es porque “formas arcaicas” como el teatro sigan ejerciendo un “encanto particular” en el presente; más bien, “la clave de lo moderno se halla escondida en lo inmemorial y prehistórico”[67]. La contemporaneidad no puede reducirse a una relación singular “con la misma época de uno”; por el contrario, lo contemporáneo puede captarse de modo más significativo a través de "esa relación con el tiempo que adhiere a éste a través de un desfase y un anacronismo[68].

El teatro, propondría yo, debe ser visto precisamente como ese tipo de “desfase” y “anacronismo” que cuestiona el sentido común hegemónico, el cual asume que solo el lenguaje de la “performance” (como se lo define en los estudios de performance) puede tratar de modo legítimo el terror de nuestros tiempos. Este prejuicio es demasiado evidente en la arenga de John Bell en favor de “Los estudios de performance en la época del terror” (2007), donde afirma que “la idea de performance ofrece conceptos, medios de análisis y métodos de acción que nos pueden ayudar a entender dónde estamos y qué debemos hacer—ciertamente mejor que los conceptos de ‘arte’, ‘drama’ o ‘teatro’”[69]. Aunque acepto que “performance” es la categoría más amplia y flexible que tenemos para abarcar los múltiples actos, acciones, reacciones, movimientos y efectos secundarios del terror registrados en este libro, yo no descartaría la presencia latente y el poder interruptor de los lenguajes y conceptos del teatro para hacer sentido de las diversas “performances” del mismo.

Evitando las afirmaciones sobre cuál disciplina o campo es “mejor”, W.B. Worthen ha argumentado en contra de la improductiva dicotomía entre “performance” y “teatro”: “definir este ‘nuevo paradigma’ [de los estudios de performance] en oposición a los estudios de teatro (...) es, finalmente, reinscribir los estudios de performance dentro de algunas de las jerarquías analíticas que sus mismos practicantes cuestionarían”[70]. Al enfocarse  más detenidamente en la oposición que establece Richard Schechner entre “leer” y “hacer”--el primero asociado con la literatura dramática y una comprensión más bien limitada de “texto” en oposición a “textualidad”, y el segundo conectado a las contingencias y prácticas aplicadas del tratar con otras culturas en toda su densidad y corporeidad, Worthen señala que sostener “una simple oposición entre texto y performance es permanecer cautivo en las disciplinas espectrales del pasado”[71].

Lo que emerge de la posición rigurosa y sin embargo sutil de Worthen, es que la lectura es un acto, una performance en sí misma, lo que implica el tratamiento crítico de sus múltiples textualidades en toda su sofisticación. El texto no es solo un apéndice pasivo o virtual de la performance “real”; la textualidad es una categoría todavía más fluida en la medida en que solo puede existir cuando un texto está siendo texturado—o más exactamente, ejecutado—de maneras específicas. Lejos de mantener el purismo de categorías inmutables estancadas en el pasado, Worthen apresa “este momento de flujo indisciplinado, interdisciplinario” para ofrecer la visión eminentemente sensata de que “ninguna oposición entre texto y performance” o de los “paradigmas” que los constituyen, serían suficientes para capturar “las ricas, contradictorias e inconmensurables maneras en que se entrelazan”[72]. Si hay algo que calificaría como “arcaico” desde mi punto de vista, sería más bien la cansina guerra interdisciplinaria entre “teatro” y “performance” sustentada por sus respectivos bandos académicos. Afortunadamente, a través de la constructiva investigación de muchos académicos que cruzan la barrera, puede tomarse más como axioma que las “genealogías” de estas “disciplinas”, como ha indicado Shannon Jackson, pueden entretejerse e hibridizarse más de lo que sus vehementes defensores querrían admitir[73].

Contrarrestando las guerras académicas, permítasenos reconocer que hay otras “guerras” más serias que merecen atención crítica, como la “guerra al terror”, y que ya es hora de forjar alianzas por fuera—y dentro—de las disciplinas y prácticas de cada uno para poder delinear cuál lenguaje es el más apropiado para una indagación particular en un contexto particular. Si, por ejemplo, el lenguaje de la “performatividad” tiende a ser priorizado en coyunturas particulares de este libro, lo es por su pertinencia para desconstruir la discursividad de las políticas oficiales y la retórica relacionada con, digamos, el “perdón” en la Ruanda posgenocidio o la “verdad y reconciliación” en la Sudáfrica posapartheid. Sin embargo, en otras secciones de mi narrativa más ligadas a comportamientos corporales y al habitus subyacente en gestos e improvisaciones particulares, he visto que el lenguaje de la “performance” que articuló Richard Schechner en su multicitada formulación de comportamiento “restaurado” o comportamiento “vuelto a desempeñar” es útil para tratar la repetición de performances particulares tanto dentro de los confines de las instituciones teatrales, como del dominio público en general[74].

Por un lado, un concepto como “restauración del comportamiento” es particularmente efectivo para abordar un espectro de performances rituales, artísticas y culturales a través del tiempo, que se ven alteradas a través de nuevas tecnologías e innovaciones de la tradición. Pero por otro, la epistemología de categorías como “restauración” y “comportamiento” puede toparse con enormes problemas éticos y políticos cuando la “performance” en cuestión se halla ligada a contextos específicos de genocidio y aniquilación de recursos básicos y vidas humanas. No se trata de minar la vitalidad del concepto, sino de indicar dónde y cómo resuena con mayor intensidad en ciertos contextos específicos, en oposición a otros. En un registro más amplio y como leitmotiv que recorre todo el libro, señalo los límites de la performance para lidiar con las secuelas del terror, en especial las muertes concretas producto del suicidio o del asesinato de minorías religiosas en casos de atrocidad comunalista o genocidio. De modo semejante, hay límites en la performatividad de los procesos transformativos sociales erigidos alrededor de la Verdad y Reconciliación en la Sudáfrica posterior al apartheid y la Ruanda posterior al genocidio. Inevitablemente, esta articulación de los límites de cualquier discurso lo obliga a uno a reconocer su propia incomodidad al tratar de encontrar las palabras o herramientas conceptuales adecuadas para analizar todos los aspectos del terror de nuestros tiempos al interior de la misma epistemología y la misma metodología de comprensión de la performance.

Junto con las virtudes de la “performance” como lenguaje y como conjunto de herramientas y prácticas para iluminar ese terror, la práctica del “teatro”, quiero reiterar, continúa siendo una fuente valiosa a pesar de su aparente marginalidad. El vocabulario teatral de “entradas”, “salidas”, “presencia”, “energía”, “conflicto”, “transformación” y “repetición”, sigue gravitando a su alrededor y catalizando las nuevas manifestaciones de estas palabras. La paradoja es que cuando uno menos se lo espera, siempre el teatro ya estaba allí. Permítaseme dar un breve ejemplo tomado del formidable trabajo de campo del profesor de estudios internacionales James Der Derian, quien sin meterse directamente con el lenguaje del teatro o la performance, asume el rol de un teórico-performer virtuoso en su libro Virtuous War: Mapping the Military-Industrial-Media-Entertainment Network (2009a).

Presentándose como una suerte de Llanero Solitario, Derian se infiltra en conferencias de alto nivel sobre guerra y seguridad, además de zonas de guerra simuladas en los Estados Unidos, donde personal del ejército y especialistas militares estadounidenses, en preparación para guerras “reales”, escenificaron y ensayaron la “guerra al terror”, además de otras guerras anteriores. La escalofriante escenografía del “teatro de la guerra” producto de la infiltración de Derian no es nada menos que una valiente performance. Adoptando el modo de la descripción densa, capta la atención de sus lectores al exponer la musculatura y movimientos de los soldados estadounidenses que recrean Rambo vestidos con trajes de alta tecnología sensibles al laser, y equipados con armas digitales. Esta “performance” es sintomática de la capitulación a la “red de entretenimiento militar, industrial y mediática” descrita por Derian, en la que se ensaya activamente la idea de “guerra virtuosa”, con el objetivo de experimentar armamento virtual y tácticas de lucha en tierra en el aquí y el ahora de “Iraks” y “Afganistanes” simulados.

En uno de esos experimentos en el que dos grupos de marines representaban una operación de verificación de seguridad, siendo la misión de uno de los grupos recapturar un hospital naval abandonado, Derian describe un escenario un poco extraño que vale la pena citar in extenso:

Debido al sonido de disparos provenientes de la escalera de enfrente el escuadrón se tiró al piso en posición de disparar, con sus M-16 listos. Justo entonces, una joven mujer afroamericana bajó por la escalera, pasó sobre los marines y salió por la puerta. Estaba vestida con el traje de desertor refugiado del país enemigo (Country Orange), pero su chaqueta roja y la cualidad cuadro por cuadro de sus movimientos evocaba a la chica caminando por el lúgubre gueto judío de La lista de Schindler. Después de una larga pausa y un intercambio de miradas perplejas, se escuchó una orden y tres marines se incorporaron rápidamente para agarrarla mientras salía del edificio. ¿Era una terrorista, una rehén o simplemente estaba perdida? Para aumentar la tensión—un absurdo—dos observadores/controladores con sombreros coloniales de safari mantenían una cuidadosa vigilancia a corta distancia. Los marines no podían saber quién o qué era la joven mujer: por su uso de una especie de lengua de señas, parecía sorda o extranjera. Literalmente perplejos, los marines finalmente la dejaron ir. Después, cuando la batalla había concluido, la vi charlando con un grupo de refugiados compañeros suyos en el estacionamiento del hospital. Le pregunté qué había pasado. Se rió. Me dijo que estaba aburrida y que de repente había decidido improvisar algo[75].

Para mí este momento de improvisación es un puro teatro—impulsivo, irreverente, chistoso—que va en contra de las normas de la “batalla” coreografiada e ignora totalmente la amenaza del armamento simulado. A diferencia de otros experimentos de alta tecnología descritos por Derian, en los que hay “cagadas técnicas”, este impulso de “improvisar algo” proviene de la resolución humana y el instinto creativo. La astuta actriz afroamericana contrarresta la posibilidad de ser marcada como “terrorista” o “rehén” al recurrir a la lengua de señas, dejando “perplejos” a sus agresores.

Me resistiré a la tentación de compartir más historias como esta provenientes del viaje absolutamente cautivador y entretenido de Derian al interior de la “máquina de guerra”, pero el punto que quiero hacer es que aún en el más futurista de los experimentos performativos--en el que uno no puede distinguir del todo lo “real” de lo “simulado” o lo “humano” de lo “mecánico”--se encuentra la “arcaica” presencia subterránea del teatro, según la formulación de Agamben. Es precisamente este “arcaísmo” lo que hace más mortífera la contemporaneidad de los juegos de guerra. Con esta valoración en mente, yo argumentaría que en vez de ver “teatro”, “performance” y “performatividad” como categorías heurísticas mutuamente exclusivas, es más útil ponerlas en un contexto interactivo donde haya cierta elasticidad en sus dinámicas, y donde se muevan hacia dentro y hacia fuera entre lo personal y lo político, lo corpóreo y lo discursivo, convergiendo casi en algunos momentos, para luego distanciarse casi al punto de la ruptura.

Si este libro es sobre el terror, es también sobre teatro, performance y performatividad, las cuales son categorías, modalidades conceptuales y prácticas que en primer lugar, me permiten ver, pensar y escribir sobre él. No existe una perspectiva arquimedeana sobre el terror que pueda ser examinada desde una modalidad específica de la performance. Por consiguiente, a un nivel metodológico se hace necesario preparar al lector para cierta volatilidad en mi metodología de análisis: el primer capítulo, que hace chocar una producción de Las criadas de Genet en Manila contra y dentro del momento político del “11 de septiembre”, se ve casi inevitablemente teñido por la volátil práctica del teatro y su derramamiento hacia los discursos críticos y filosóficos alrededor de esa fecha. En el segundo capítulo ahondo en mi comprensión de las performances de la vida diaria dentro de la inmediación global más extendida de la islamofobia, las cuales tienen impacto a nivel local en los actos de “pasar por” y “ocultarse” como musulmán, al igual que en la desnaturalización del musulmán como terrorista. Como mencioné antes, el tercer capítulo sobre los procesos de Verdad y Reconciliación en Ruanda y Sudáfrica se enfoca más agudamente en el concepto de performatividad que anima el discurso político, y toma su lógica analítica del enunciado de Butler sobre “el poder del discurso para producir lo que nombra”. Y el cuarto capítulo sobre las posibilidades de repensar la no violencia en la época del terror junta diversas lecturas de las performances activistas de Gandhi con video performances reales de atacantes suicidas que dan su testimonio frente a las cámaras, además de otros actos extremistas realizados por refugiados y solicitantes de asilo.

Incluso en este encapsulamiento tan críptico del libro entero se hace obvio que las categorías de teatro, performance y performatividad no pueden ponerse en compartimientos herméticos. Si por ejemplo en el capítulo III el discurso de la Verdad y la Reconciliación se presta a ser leído casi exclusivamente dentro de la teoría de la performatividad, he encontrado inevitable yuxtaponer esa performatividad con la teatralidad de las audiencias de las víctimas, proveniente de mi lectura detallada de las rigurosas investigaciones sobre Ruanda y Sudáfrica de Ananda Breed (2007, 2008, 2009, 2014) y Catherine Cole (2010), respectivamente. En realidad, mucha de mi “evidencia” sobre el terror en este libro no es de primera mano sino procede de importantes fuentes críticas secundarias, como el provocador ensayo de Arjun Appadurai “Dead Certainty: Ethnic Violence in the Era of Globalization”, 1998, [traducido al español como “Muerte segura”] el cual hallé necesario insertar en mi segundo capítulo vis-à-vis mi lectura más amplia del genocidio de Gujarat, en el que hubo musulmanes marcados—y asesinados—con mortal certeza [“dead certainty”]. De modo similar, en el capítulo IV el discurso de la “guerra justa” no habría sido posible sin las lecturas críticas que ofrecen Michael Walzer (2000, 2004) y Talal Asad (2007) de textos clave, que yuxtapongo tangencialmente con las visiones de Sri Aurobindo (1970, 2006) sobre la resistencia antifascista en estados de guerra.

Mientras puede decirse que muchas de estas lecturas críticas de fuentes textuales primarias y secundarias se oponen a la investigación inspirada por la práctica del primer capítulo, yo enfatizaría que así es como el “terror” ha quedado registrado para mí: no como un fenómeno que exige una aproximación y metodología singulares, sino como un núcleo de discursos, afectos, sensaciones y momentos críticos de emergencia y crisis. Si bien he respondido a estos estímulos con mis capacidades hermenéuticas y cognoscitivas—al igual que limitaciones—como escritor, no descarto muchas otras formas en las que el terror puede ejecutarse en la vida intelectual.

 

Las relaciones peligrosas del terror y la performance

Habiendo delineado algunos de los aspectos teóricos esenciales del terror y la performance en lo que atañe a la formulación de este libro, son las dinámicas concretas e interpenetración de tales categorías lo que constituye el contenido del mismo. Sin tratar de explicar en detalle cómo se interrelacionan terror y performance, pues prefiero que el lector lo lea y cuestione a lo largo del libro, baste decir para los propósitos de esta introducción que es la interrelación entre ambos lo que me importa y no la iluminación de una ontología del terror por medio de una comprensión singularizada de la performance.

Mi libro se titula específicamente Terror y performance y no El terror como performance, por la sencilla razón de que el terror mismo, para aclarar el punto tan directamente como sea posible, no es una performance. Según entiendo yo, la comprensión performativa del terror solo empieza cuando uno responde frente a un acto de violencia extrema, si bien con vulnerabilidad y en estado de temor agudo, ya sea como espectador o testigo. El terror también puede ejecutarse en la medida en que uno re-vive la acción ya sea a través de una inmersión en su representación por parte de los medios, o más exactamente, por medio de una respuesta crítica a esos medios y a los discursos que se han acumulado alrededor del evento. La performance del terror, enfatizaría yo, se construye a través de la acumulación de estas respuestas y no por medio del acto de terror mismo, como en la demolición real de las Torres Gemelas en Manhattan o el genocidio de comunidades o minorías étnicas en Ruanda y Gujarat. Ver la muerte involuntaria de víctimas como una performance por sí misma plantea interrogantes problemáticos alrededor de la capacidad, si no el privilegio, de llamar a algo “performance” en primer lugar. Como demostraré en distintos lugares de este libro, existen complejas cuestiones éticas relacionadas con la equivalencia entre muerte y performance. Estas lo obligan a uno a ser cauteloso con el hecho de reducir actos de terror a espectáculos e imágenes descontextualizados de aquellos que fueron asesinados o aniquilados en la activación del terror.

Aun cuando cuestiono la ética de designar como performance actos de violencia extrema, justificadamente se me podría cuestionar: ¿Por qué me meto con la performance en absoluto? Como preguntó uno de mis más astutos lectores, el filósofo Sundar Sarukkai, ¿qué función cumple la “performance”? ¿qué revela sobre el terror que otros análisis—como el psicológico, el social, el político o el económico—no pueden? A estas preguntas sólidas y pertinentes yo respondería, primero que todo, que la “performance” no tiene una función independiente de las dimensiones psicológicas, sociales, políticas o económicas de mi análisis del terror. La performance tiene la capacidad de sintetizar estos diversos dominios investigativos al interior de su particular capacidad sinestésica para incorporar ideas y realidades. Segundo, si tuviera que especificar algunos conceptos clave y modalidades de análisis distintivas de la performance, diría que sus capacidades de “encarnación”, “afecto”, “corporeidad”, “kinestesia” y “reflexividad” son más palpables que en las ciencias sociales, permitiendo un tipo de análisis del terror diferente al que podrían ofrecer la teoría política o económica.

Habiendo hecho esta valoración, estaría renuente a afirmar que tal diferencia equivalga de algún modo a ser más “iluminado”, “perceptivo” o “creativo” sobre el terror. En cambio, en la medida en que luego se hará más que evidente mi dependencia de las ciencias sociales para tratar con las realidades del genocidio, la verdad y reconciliación, y la ley; quizá sea más productivo preguntar no qué puede hacer una disciplina a expensas de las otras, sino a qué tipo de discurso se puede llegar por medio del proceso dialógico de entretejer disciplinas hasta sus límites mismos. Por consiguiente, en respuesta a la pregunta de Sarukkai sobre la función que cumple la performance, reiteraría una de las máximas favoritas de Brecht al afirmar que “la prueba del pudín consiste en comer”. Solo puedo esperar que los lectores de este libro encuentren al menos algunas pistas sobre el fenómeno del terror mediante el lenguaje de la performance, en las que quizá no habrían caído en cuenta por medio de otras disciplinas.

La narrativa aquí juega un papel primordial. No es solo que la elaboración de conceptos facilite una lectura performativa del terror, sino que las maneras en que estos conceptos se ven yuxtapuestos y encarnados dentro del contrapunteo entre autobiografía, testimonio y anécdota, constituye una “performance” en sí misma. En la narrativa de este libro el terror y la performance comparten un espectro íntimo de relaciones que no se encuentran del todo determinadas hasta que los circuitos específicos de energía entran en contacto. Estos puntos de “contacto” tienen el potencial de encenderse súbita y abruptamente sin un conocimiento o preparación adecuados de nuestra parte como lectores. En ese estado volátil, el terror y la performance comparten lo que puede describirse como una relación peligrosa—no al modo de una cita con lo diabólico y desconocido—sino en una serie de relaciones compulsivas que se desintegran para reavivarse de maneras aún más tortuosas.

Dentro de las oscuras y secretas intimidades de las relaciones peligrosas, sería deshonesto mirar el terror y la performance como categorías que se oponen. En otras palabras, no asumo que la performance ofrezca algún tipo de entereza intrínseca o potencial liberador que sirva para contrarrestar los demonios del terror y el terrorismo de nuestros tiempos.  No puedo afirmar que escribí una narrativa optimista para brindar la falsa esperanza de que haciendo teatro e incursionando en la performance el mundo en general va a ser un lugar más sensato y seguro. En cambio, en respuesta a las cada vez más taimadas formas en las que el terror es ejecutado--no solo por agentes humanos sino a través de la guerra cibernética o el bioterrorismo--se vuelve cada vez más difícil mantenerse al tanto de las maneras en que la performance del terror aventaja los sistemas de vigilancia existentes, que también son manifestaciones del terror en sí mismos.

Incluso si reconozco que casi todos los practicantes del teatro y la performance representados en este libro, ya sea voluntaria o involuntariamente, son bien intencionados en la medida en que quieren encontrar formas de resistir la violencia, de sanar heridas o de seguir con la vida más allá del trauma del terror o del genocidio, la realidad es que no puede asumirse que estas intenciones resulten en acciones o consecuencias positivas. Con más frecuencia de la que se cree, estas pueden salir mal o aún peor, pueden verse atacadas desde fuera o hacer implosión. Aunque sería difícil plantear como axioma que dentro de toda performance hay una potencialidad terrorista—pues uno necesitaría especificar de qué performances se trata, por parte de quién y cómo son ejecutadas en circunstancias particulares—yo no descartaría la posibilidad de que algunas performances de gobiernos, autoridades carcelarias o judiciales, alimenten las narrativas del terror o se beneficien de su poder destructivo de forma oportunista y parasitaria.

En ocasiones, a estas performances les puede salir el tiro por la culata, por ejemplo cuando las misiones antiterroristas de rescate de organismos del estado de por sí se convierten en operaciones terroristas. Uno de los ejemplos más escalofriantes de este súbito viraje puede verse en la toma del Teatro Dubrovska en Moscú en octubre de 2002 por parte de la policía estatal rusa, después de que rebeldes chechenos tomaran como rehén a toda la audiencia durante un musical de alta tecnología estilo Broadway. Significativamente, no fueron los chechenos los que mataron a los espectadores para afirmar así su estatus de “terroristas”; por el contrario, fue el gas venenoso que la milicia rusa insufló en el teatro lo que causó la muerte de la mayoría, muchos ahogados en su propio vómito. Aún peor, la policía y sus patrocinadores en los altos rangos del estado se rehusaron a divulgar la identidad del gas, impidiendo así que los médicos usaran el antídoto apropiado para contrarrestar sus perniciosos efectos. Los secretos del estado deben permanecer secretos a toda costa aunque haya personas agonizando, lo que llevó al filósofo Roberto Esposito a reconocer que frente a “la cuestión de la supervivencia de seres humanos suspendidos entre la vida y la muerte”, el estado inevitablemente recurre a la brutal solución final: “para mantener [a los ciudadanos] vivos a toda costa, uno puede decidir incluso acelerar su muerte”[76].

Al no elaborar en detalle eventos como el ataque terrorista al Teatro Dubrovska y reducirlo a un mero “ejemplo”, independientemente de qué tanto esto ilumine el terror, estoy muy consciente de que en mi libro hay algunas omisiones flagrantes. Todo lo que puedo decir en mi defensa es que no estoy tratando de ofrecer una perspectiva exhaustiva ni sinóptica del terror global a través del cristal de la performance; en cambio, todo lo que he tratado de hacer es abrir algunas de las enigmáticas y perturbadoras relaciones entre terror y performance por medio de casos de estudio, experimentos e improvisaciones de la vida diaria particulares. Significativamente, cuando empecé este libro cuyo detonador fue la política radical de Jean Genet, no tenía idea de que Gandhi iba a figurar con tanta fuerza en el último capítulo, pero esas son las sorpresas inesperadas inherentes a la reflexión sobre el terror, que es la tarea que me decidí a emprender. Lejos de rendirme a los dictámenes de un manifiesto o a la polémica contra el terrorismo, he intentado reflexionar sobre el terror. Esta no es solo una tarea difícil, sino corre el riesgo de parecer un indulgente ejercicio intelectual. Además, ¿se presta el terror para la reflexión?

Una aclaración necesaria: si mi narrativa aborda el terror en diversos lugares geográficos, no es porque yo tenga ningún deseo particular de ser “comprensivo”, sino porque las instancias específicas del terror con relación al teatro, la performance y la performatividad tratadas en este libro por medio de eventos “mayores” y “menores” en Estados Unidos, Filipinas, India, Ruanda, Sudáfrica, Palestina y Australia, me han llevado a pensar el terror de maneras específicas. El foco en estas instancias críticas no significa que el terror no exista en otras partes del mundo, ni indica que sus implicaciones sean de algún modo más letales o trágicas que en otros lugares. Evaluaciones comparativas semejantes son de mal gusto, así como el juego político alrededor del dolor y la pérdida que establece jerarquías por las que el dolor y la pérdida de algunos, de cierto modo valen más (o menos) que los de otros. Evitando las trampas del comparativismo, que pueden negociar mejor los “expertos en terror[ismo]” comprometidos a inventariar regularmente el terror en diferentes partes el mundo, prefiero pensar de abajo hacia arriba, a través de densidades locales que provoquen una concatenación de pensamientos disyuntiva, procesual y en ocasiones, deliberadamente sin terminar ni procesar. Ofrecer un “final” para el terror de nuestros tiempos sería un gesto desesperadamente optimista.

Finalmente, reconozco que escribir sobre el terror es un ejercicio riesgoso no solo porque está siempre al borde de la ruptura bajo la mera presión de los discursos en conflicto, sino porque tiene el potencial de estallar en la cara. Por consiguiente, la advertencia reglamentaria para acompañar una narrativa de este tipo sería “manéjese con cuidado”. Al igual que la tarea de armar los componentes de una bomba, todos los cables entretejidos diestra y minuciosamente sin tocarse, la escritura del terror requiere tanta vigilancia y sutileza como la lectura de su narrativa. Con estos comentarios preliminares, permíteme entregarte este libro para que le brindes tu atención crítica, esperando que la colaboración en el acto de la lectura nos permita pensar juntos a través del terror.

 

NOTAS


[1] Al poner 11 de septiembre entre comillas busco llamar la atención a su construcción como evento, pues como nos recuerda Derrida, este siempre ha sido leído como una “cita” y afirmado como un “major event” (evento mayúsculo) en la esfera pública global (2003, 87-88). Resaltando este acto de nombrar como una “amenazante conminación” o aún peor, como un “imperativo aterrorizante, incluso terrorista”, Derrida relaciona el término angloamericano “el 11 de septiembre” con el “discurso político que domina la escena mundial” (88). En contraste, el 11 de septiembre de 2001 es la fecha real alrededor de la que se han construido los hechos del “11 de septiembre” o “9/11”.

[2] Malate es un distrito o barrio de Manila, Filipinas.

[3] “Inventar el barco de vela o de vapor es inventar el naufragio. Inventar el tren es inventar el accidente ferroviario”, como desarrolla Paul Virilio en El accidente original (The Original Accident, 2007, 10).  La posibilidad de la catástrofe se construye como parte inherente a toda tecnología—no solamente la tecnología letal del poder nuclear sino algo tan ordinario como la electricidad, cuya invención también hace posible el electrocutamiento.

[4] Paul Virilio, Unknown Quantity, 2003, 26.

[5] N. de la T.: Sobre el término “performance”, véanse las notas 1 y 9 en el prefacio.

[6] Jacques Derrida. “Autoimmunity: Real and Symbolic Suicides”, 2003, 87-136.

[7] Talal Asad. “On Suicide Bombing”, 2007, 7.

[8] Citado por Brian Whitaker, “The Definition of Terrorism”, The Guardian, 7 de mayo de 2001.

[9] Ibid., 2.

[10] Tzvetan Todorov. Torture and the War on Terror, 2009, 32.

[11] La fuente primaria de información de Todorov es tomada del “Torture Memo” (Memorándum sobre Tortura) enviado por la Oficina de Consejería Legal del Departamento de Justicia de EEUU el 1 de agosto de 2002. Este memorándum cita “razones legales de acuerdo con las cuales los actos cometidos se consideran conforme a la ley y no entran en la categoría de actos prohibidos de tortura según las definiciones de las convenciones internacionales y el código de los EEUU (2340-2340A)”. Véase Torture and the War on Terror, 26.

[12] Philip Zimbardo (2007) cita a Ron Nordland, el jefe de la oficina de prensa en Bagdad, quien dijo: “no hay evidencia de que todo el maltrato y la humillación hayan salvado una sola vida americana o hayan llevado a la captura de un solo terrorista importante, a pesar de las afirmaciones del ejército de que la prisión [de Abu Ghraib] produjo inteligencia clave para actuar”.

[13] Alex Danchev, On Art and Terror, 2011, 76.

[14] Ibid., 220.

[15] Ibid.

[16] A partir de un reporte de Andrew Buncombe sobre “Prisoner 354”, Danchev (2011, 232) identifica a Sami al-Haj como “un periodista sudanés detenido sin cargos en la Bahía de Guantánamo desde diciembre de 2001”. Fue liberado el 1 de mayo de 2008.

[17]  Ibid., 219.

[18] Jacques Derrida, Rogues: Two Essays on Reason, 2005, 106.

[19] Ibid., 97.

[20] James Der Derian, “The Terrorist Discourse: Signs, States, and Systems of Global Political Violence”, 2009b, 69, 71.

[21] Para una cartografía sucinta de ocho formaciones del terror, véase Derian “The Terrorist Discourse: Signs, States, and Systems of Global Political Violence”, 73-78. Brevemente, Derian identifica como terrorismo mítico las insurrecciones milenaristas al modo de los cruzados; como anarcoterrorismo el asesinato del zar Alejandro II por parte de Narodnaya Volya (La voluntad del pueblo) en 1881; como socioterrorismo la “violencia social sistemática” de Robespierre, Saint-Juste y otros jacobinos durante la Revolución francesa; como terrorismo étnico la lucha de los kurdos por un estado; como narcoterrorismo Sendero Luminoso en Perú; como terrorismo de estado la Alemania de Hitler y la Rusia estalinista; como antiterrorismo el Sayeret Matkal israelí y el Grenzschutzgruppe 9 (grupo 9 de la guardia fronteriza); y al terrorismo puro Derian lo relaciona con el poder nuclear y de modo más amplio, con la interpretación de Paul Virilio de la “guerra pura” como “el arte de detener y prohibir la guerra política, [y de favorecer] no el surgimiento de conflictos, sino actos de guerra sin guerra” (86).

[22] Gene Ray, “Listening with the Third Ear: Echoes from Ground Zero” en Terror and the Sublime in Art and Critical Theory: From Auschwitz to Hiroshima to September 11 and Beyond, 2005, 137-38.

[23] Ibid.

[24] Para acceder a un recuento comprensivo de los eventos conducentes a la demolición de la Babri Masjid en Ayodhya el 6 de diciembre de 1992 y sus implicaciones para el contexto más amplio del secularismo en India, véase Gopal (ed.) Anatomy of a Confrontation: The Babri Masjid-Ram Jammabhumi issue, 1991.

[25] Charles Tilly, “Terror, Terrorism, Terrorists”, 2004, 5.

[26] Ibid., 9.

[27] Ibid., 12.

[28] Obviamente, Bharucha discute acepciones en inglés. En la traducción solo usaré dicho idioma cuando el sentido sea distinto en español. N. del T.

[29] Véase la entrada comprensiva sobre “terrorismo” en la Stanford Encyclopedia of Philosophy, publicada primero el 22 de octubre de 2007, con revisiones sustantivas el 8 de agosto de 2011. http://plato.stanford.edu/entries/terrorism.

[30] Terry Eagleton. Holy Terror, 2005, 1.

[31] Véase la entrada sobre “terror” en el Oxford English Dictionary.

[32] Michael Waltzer.  Just and Unjust Wars: A Moral Argument with Historical Illustrations, 2000. 259-60.

[33] Ibid., 253-54.

[34] En inglés “drop” significa “caída”, “caer” y también “gota”. N. de la T.

[35] Gayatri Chakravorty Spivak, “Terror: A Speech After 9-11”, 2004, 91.

[36] Ibid., 92.

[37] Ibid.

[38] En inglés una de las acepciones de “holy terror” es “persona o cosa molesta, en especial un niño que se porta mal”, lo que implica algo intocable.

[39] “Shock and Awe” es una doctrina militar estadounidense creada en 1996, consistente en el despliegue espectacular de fuerza para paralizar al enemigo y así destruir su voluntad de lucha. N. de la T.

[40] Ibid.

[41] No es posible ofrecer una detallada etnografía del Theyyam dentro de los confines de esta introducción, sin embargo, encuentro necesario darle al lector alguna descripción de su efecto aterrador. Permítaseme citar in extenso un vívido recuento testimonial de Pepita Seth, una fotógrafa que se ha entregado al proceso de “ver” el Theyyam en aldeas remotas de Kerala durante los últimos diez años:

Hay mucho de terror real en el Theyyam, la naturaleza de tantas deidades es para asustarse. Algunos Theyyams tienen incluso licencia para matar si alguien se les para enfrente. Uno de los momentos más peligrosos es cuando la “performance” de una deidad comienza y el karmi le manda la deidad al performer. Un movimiento en falso y es el fin.

Hay una isla en el río donde la deidad, una Bhagavhati, se va en la noche a un templo en lo hondo del bosque y su camino es alumbrado por un hombre que lleva una lámpara. Entonces, después de que la deidad se termina de maquillar, el hombre se va. Todo lo que se puede escuchar en la noche es su terrible rugido. La gente solo va a llevarle ofrendas después del amanecer, cuando le ha cambiado el ánimo. Aún durante el resto del año es peligroso acercarse porque su presencia permanece.

Tan solo la mirada de otra deidad congela la sangre. Lo sé porque lo he experimentado. Creo que es terror, no horror: el terror es la preocupación de que algo desagradable puede pasar, el horror es verlo pasar. Mientras que la mayoría de deidades se asocian con el terror, todavía hay “madres” capaces de mostrar otro lado de sí mismas. Kali es una de ellas, pero aquellas con un aura realmente atemorizante—Karim, Chamundi, Puthiya, Bhaghavati y otras—son todas deidades que protegen a sus devotos y son la “misma” deidad. He visto su capacidad camaleónica para transformarse, cómo se ocultan sus identidades, cómo se desconoce quiénes son en realidad.

La reacción de Nharambil Bhaghavati, una deidad del bosque, hacia el marido de una devota que la mató porque ella llegó tarde a darle almuerzo, fue encenderse en llamas de repente, atraparlo y matarlo ¡No es ninguna tomadura de pelo!

Le estoy agradecido a Pepita Seth por compartir este testimonio, el cual le pedí escribiera. Para echarle un vistazo a sus potentes fotografías de diferentes Theyyams, véase Reflections of the Spirit: The Theyyams of Malabar, 2006.

[42] Agradezco a Sundar Sarukkai por brindarme las claves filosóficas del “neti, neti, neti”.

[43] Véase por ejemplo el elocuente texto de Gene Ray, Terror and the Sublime in Art and Critical Theory: From Auschwitz to Hiroshima and September 11 and Beyond, 2005.

[44] Rukmini Bhaya Nair, Poetry in a Time of Terror, 2009, 7.

[45] Véase el análisis etnográfico de Bhaskar Mukhopadhyay “Dream Kitsch?’: Folk Art, Indigenous Media and ‘9/11’: The Work of Pat in the Era of Electronic Transmission”, en The Rumor of Globalization, 2012, 105-26.

[46] Rukimini Bhaya Nair, Poetry in a Time of Terror, 2009, 7.

[47] Ibid., 12.

[48] Ibid., 8.

[49] Ibid.

[50] En su descripción casi totalmente mediada por reportes televisivos de los ataques terroristas en Mumbai el 26 de noviembre de 2009, monitoreados “a lo largo de 72 horas por un incansable coro griego de reporteros de televisión” (xix), Nair (2009) tiende a sobreinterpretar en el evento los elementos básicos de la tragedia aristotélica, tomando prestados de allí tropos familiares como catarsis, suspenso, conflicto e identificación.  En el proceso, deja de destacar la sinuosa e intrincada mediatización de un espectáculo en el que los canales de televisión indios con sus emisiones en “tiempo real”, sin darse cuenta estaban ofreciéndoles a los terroristas claves para revisar sus estrategias y matar gente inocente con mayor precisión. Lejos de ser un simulacro del coro de la tragedia griega, podría decirse que los canales de televisión indios fueron cómplices de la producción concreta del terror en “tiempo real”.

[51] La charla de Mitchell tuvo lugar el 18 de mayo de 2011 en el Teatro Hebbel Um Ufer (HAU1) en Berlín.

[52] Henry Bial, introducción a “What is Performance?” en The Performance Studies Reader, 2007, 59. En el amplio espectro de acepciones de “performance” que ya han adquirido una resonancia axiomática en los estudios de performance, Marvin Carlson (2007: 70-75) especifica “el despliegue de habilidades”, “un patrón de comportamiento reconocido y culturalmente codificado” y la medida de “éxito” mediante la cual se evalúa una actividad particular con respecto a “un estándar de logro que puede no haber sido articulado de forma precisa”, como por ejemplo, la performance [desempeño] sexual o lingüístico, o la performance [rendimiento] de un niño en la escuela, 72.

De manera más precisa, se ha relacionado performance con su reflexividad innata. Como desarrolla el etnolingüista Richard Bauman en su entrada sobre el término en la International Encyclopedia of Communications, “toda performance implica la consciencia de su duplicidad, a través de la cual la ejecución concreta de una acción es puesta en comparación con un modelo original potencial, ideal o recordado, de dicha acción” (73). A partir de esta formulación, Carlson enfatiza que “podemos realizar acciones sin pensar, pero cuando pensamos en ellas, esto introduce una consciencia que les otorga la cualidad de performance” (2007, 72).

[53] Jon McKenzie, Perform or Else: From Discipline to Performance, 2001, 208. Esta lectura excepcionalmente rigurosa de los principios teóricos de J.L. Austin y Judith Butler en relación con las nociones de “performativo” y “performatividad” sigue siendo un intento invaluable por establecer un puente entre los discursos de los estudios de performance y la teoría crítica.

[54] Judith Butler, ‘Critically Queer’, 1993, 17. N. de la T: Sobre la palabra queer, véase la nota 62.

[55] Citado por Faisal Devji en The Terrorist in Search of Humanity: Militant Islam and 
Global Politics, 2009, 95.

[56] Judith Butler, ‘Critically Queer’, 1993, 17.

[57] Faisal Devji, The Terrorist in Search of Humanity: Militant Islam and Global Politics, 
2009, 93.

[58] Citado en Ibid., 95, el énfasis es mío. N. de la T.: el texto original de la declaración es: “I don’t like to kill people. I feel very sorry they been killed kids in 9/ 11. What will I do? This is the language ... I know American people are torturing us from seventies ... I know they talking about human rights. And I know it is against American constitution, against American laws. But they said, every law, they have exceptions, this is your bad luck you been part of the exception of our laws. They got have something to convince me but we are doing the same language”.

[59] Judith Butler, ‘Critically Queer’, 1993, 24. El pasaje entero está en cursivas en el original. Citado en  ‘Genre Trouble: (The) Butler Did It’, 1998, 58, de Jon McKenzie.

[60] Citado en ‘Genre Trouble: (The) Butler Did It’, 1998, 227, de Jon McKenzie.

[61] Ibid.

[62] El término queer significa “raro”, “extraño”, de allí su uso como insulto para referirse despectivamente a los homosexuales (en este caso, significa también “pervertido”). A fines del siglo XX en EEUU activistas y estudiosos se lo apropiaron para darle un nuevo significado, contrario a esa carga peyorativa heterosexista. En su traducción al español de la introducción a Making Things Perfectly Queer de Alexander Doty, Gastón Alzate explica que “Lo queer aglutina todo el rango de posiciones que rompen con la clasificación binaria de géneros, entre ellas el bisexualismo, trasvestismo, lesbianismo, gay y otras posiciones ‘contra-, no- o anti-heterosexistas’, como afirma Alexander Doty”, Debate feminista 8.16, 1997, 98-111. Por su parte, Beatriz Preciado indica que “El movimiento queer no es un movimiento de homosexuales ni de gays, sino de disidentes de género y sexuales que resisten frente a las normas que impone la sociedad heterosexual dominante, atento también a los procesos de normalización y de exclusión internos a la cultura gay: marginalización de las bolleras, de los cuerpos transexuales y transgénero, de los inmigrantes, de los trabajadores y trabajadoras sexuales…”. “Queer, historia de una palabra”, Parole de queer, 2009 (s.p).  N. de la T.

[63] Ibid., 229.

[64] Ibid.

[65] Diana Taylor, ‘Translating Performance’, 2007, 383. Al subrayar la “imposibilidad de traducir performance”, particularmente en el contexto latinoamericano, Taylor sugiere que para reinscribir la no discursividad de la palabra “performativo” sería útil tomar prestada una palabra del “uso contemporáneo en español de performance—performático” (383). Tristemente, la traducción de categorías conceptuales de “otras” lenguas continúa siendo altamente marginalizada en el uso, podría decirse que “imperialista”, de los estudios de performance alrededor del mundo.

[66] Giorgio Agamben, “¿Qué es contemporáneo?”, 2009, 50.

[67] Ibid., 51.

[68] Ibid., 41, el énfasis es mío.

[69] John Bell, “Performance Studies in an Age of Terror”, 2007, 57–58.

[70] W.B. Worthen, “Disciplines of the Text: Sites of Performance”, 2007, 17.

[71] Ibid., 19-20.

[72] Ibid., 20, el énfasis es mío.

[73] Shannon Jackson, “Professing Performances: Disciplinary Genealogies”, 2007.

[74] El concepto de Richard Schechner de la “restauración del comportamiento” se encuentra en diversos textos 
(véase Schechner 1983, 1985, 2002).

[75] James Der Derian, Virtuous War: Mapping the Military-Industrial-Media-Entertainment Network, 2009a, 144.

[76] Véase el comentario de Roberto Esposito sobre el evento en el Teatro Dubrovska en la introducción a Bios: Biopolitics and Philosophy, 2008, 5.


 

Terror y performancE       -      Rustom bharuchA       -      TraduccióN de Paola maríN      -     Ediciones KARPA