R. Bharucha - Terror y performance - Capítulo 2

September 2, 2017

 

Capítulo 2
 
“MUSULMANES” EN TIEMPOS DE TERROR:
engaños, demonización e incertidumbres de la evidencia

Portada - Presentación - Reconocimientos - Prefacio a esta edición - Dedicatoria - Epígrafe - Prefacio - Introducción - Capítulo 1 - Capítulo 3Capítulo 4 - Posdata - Bibliografía 

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Obama

Foto oficial de la Casa Blanca. Autor: Pete Souza. Esta imagen es parte del trabajo oficial de un empleado del gobierno federal de los EEUU. Como tal se encuentra en el dominio público. https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/0/05/Barack_Obama_ and_his_national_security_team_discussing_the_mission_against_Osama_bin_Laden.jpg

 

I. ESPECTROS DEL MUSULMÁN COMO TERRORISTA

 

Pasar por musulmán

En este capítulo desplazaré la exploración del terror con respecto al teatro y la práctica performativa a una reflexión más amplia sobre cómo el espectro de los “musulmanes” ha perseguido e infiltrado el lenguaje del terrorismo en nuestros días. Enfocándome en la islamofobia de las culturas de la vida diaria, comenzaré de modo algo elíptico con mi propio dilema de pasar por musulmán en el creciente contexto del terror globalizado por el cual se estigmatiza y demoniza a los musulmanes. Los tropos de “pasar por” y “ocultar” serán explorados como subterfugios performativos en los que los gestos, expresiones y apariencias de las “minorías” pueden prestarse a ser incorporados en los registros afectivos de la demonización. En un registro teórico distinto la segunda parte del capítulo destaca el discurso del comunalismo en la India contemporánea[1], el cual documenta cómo los musulmanes han sido hostigados, convertidos en “otros” y asesinados. Allí el enfoque se halla en la discursividad del genocidio y hasta qué punto el asesinato del otro puede ser interpretado como acción performativa: una interpretación imbuida de cuestionamientos éticos, riesgos y dilemas.

Permítaseme comenzar con mi propio dilema de verme marcado como musulmán, del cual no haré un recuento detallado sino indicaré simplemente mediante la evidencia aparentemente trivial de una anécdota. Tengo en mente la afirmación premonitoria de Walter Benjamin de que

La anécdota nos acerca las cosas en el espacio, permite que entren en nuestra vida. Supone la estricta contraposición a esa historia que exige “la empatía”, que hace de todo algo abstracto. La lectura de la prensa busca llegar a la “empatía”. El verdadero método para hacerse presentes las cosas es plantarlas en nuestro espacio (y no nosotros en el suyo). Solo la anécdota es capaz de movernos a ello[2].

Con esto en mente, permítaseme compartir la siguiente anécdota:

Justo después de la demolición de la mezquita Babri en Ayodhya el 6 de diciembre de 1992, que precipitó las peores revueltas desde la Partición, recuerdo haber tenido una conversación con un editor indio surgida, inesperadamente, a partir de mi barba.

El editor me miró la barba, soltó una risita y luego afirmó algo burlonamente: “Usted debe ser un intelectual”. No supe muy bien cómo responder a su sarcasmo, así que dije lo primero que se me vino a la cabeza: “En realidad me han tomado por terrorista”.

El editor contestó sin pestañear: “Qué bueno que no lo hayan confundido con un musulmán”.

Lo que revela esta anécdota es el nefasto deslizamiento de categorías por el que un “intelectual” se metamorfosea en “musulmán” por mediación de un “terrorista”. ¿Sería menos nefasto si intercambiáramos las categorías—intelectual musulmán terrorista, terrorista intelectual musulmán, musulmán terrorista intelectual? Estas combinaciones son nefastas en sí mismas y deben ser estudiadas con relación al inconsciente comunalista del subcontinente indio, el cual muta en condiciones encubiertas a pesar de que las revueltas se aplaquen y parezca que todo vuelve a la normalidad. Ciertamente, estos días nada es normal. ¿En verdad estaría yo hoy en posición de reconocer mi parecido con un terrorista, que es lo me hacen sentir cada vez que llego a un mostrador de inmigración? Quizá no. Hoy día, después del “11 de septiembre”, cuando la vigilancia en espacios públicos y la censura del discurso crítico y electrónico se ha intensificado, yo desconfiaría más de hacer esa equivalencia, incluso en chiste, en particular porque han aumentado las posibilidades de que me confundan con un terrorista. Es peligroso pasar por musulmán hoy en día; es todavía más peligroso alardear de las propias afinidades con los terroristas.

A un nivel performativo, entonces, ¿cómo leer la situación de un intelectual que “pasa por” terrorista/musulmán? Primero que todo, hay que diferenciar el acto de “pasar por” del subterfugio más consciente de “representar” los roles del impostor o infiltrado. Estos papeles han sido conscientemente planeados, a pesar de que sus funciones se oculten rigurosamente. Después de todo, ¿qué tipo de impostor/infiltrado sería uno si permitiera que su “verdadera” identidad se vislumbrara bajo el camuflaje de la simulación?[3]. Los terroristas son efectivos precisamente porque infiltran zonas de seguridad con todo el aparataje del comportamiento “normal”, eludiendo así los protocolos de vigilancia. Son, en su mayor parte, intérpretes altamente especializados que logran cumplir sus papeles mediante un riguroso entrenamiento, cuyos complementos son la temeridad para la improvisación y la disposición a matar y morir.

A diferencia de la dinámica de “infiltrar”, el fenómeno de “pasar por” está quizá más cercanamente relacionado con “ocultar”, aunque con discrepancias significativas. Hay cada vez más análisis de los intersticios entre “pasar por” y “ocultar”, tema anticipado en las distinciones pragmáticas de Erving Goffman con respecto al stigma. La genealogía de este concepto proviene de la interpretación griega de la palabra como “señales corporales destinadas a exponer algo malo e inusual acerca del estatus moral del portador”[4]. Estas señales no son infinitesimales sino que son directamente “cortes o quemaduras en el cuerpo”, “anuncios”, de modo que pueden marcar a los individuos como “esclavos, criminales o traidores, personas manchadas y mancilladas ritualmente que deben ser evitadas, especialmente en lugares públicos”[5].  De forma siniestra, esta lectura del estigma permanece y es aún palpable en la esfera pública india, particularmente en relación con la estigmatización de comunidades de casta baja y los supuestos “intocables”, quienes sufren diariamente la inminencia de la violencia. Es otro tipo de terror que se ha vuelto hegemónico y normal en las culturas cotidianas del subcontinente indio.

En un ensayo anterior titulado “Phantoms of the Other: Fragments of the Communal Unconscious”, 2000, [“Espectros del Otro: fragmentos del inconsciente comunalista”], he profundizado en la violencia de casta subyacente a mi conceptualización de una adaptación kannada de Woyzeck, que en cierto modo surgió de una imagen en un periódico local: un trabajador dalit (de casta baja) atado a un tronco con una chappal (zapatilla) untada de mierda en la boca. La estigmatización por motivos de casta es tan fuerte, que no es solo la equivalencia de los intocables con la suciedad lo que origina tabúes acerca de la contaminación por contacto o por compartir alimentos con estas personas; la sombra misma de un intocable o su efímera presencia al pasar por la calle pueden ser vistas como fuentes de impureza. En estos contextos el estigma puede manifestarse de formas subterráneas y casi invisibles, carentes del evidente carácter físico con que Goffman define el término en relación a los discapacitados, las personas mayores, los débiles y los obesos.

Expandiendo los parámetros del argumento de Goffman, el estudioso del derecho Kenji Yoshino (2006) ha profundizado en las distinciones entre las modalidades del “pasar por” y el “ocultar”. Para Goffman, “acerca de las personas que están dispuestas a admitir la posesión de un estigma (...) [pero] hacen un gran esfuerzo para que no sea tan visible, se puede decir que ‘ocultan’ su comportamiento”[6]. Pasar por, en contraste, ocurre cuando una persona de una minoría racial o étnica, por ejemplo, ejecuta su “ser real” en privado mientras trata de hacer parte de los signos mayoritarios de la cultura dominante. Los individuos de color con ancestros afroamericanos que pasaban por “blancos” para mejorar su estatus, “judíos” en la Alemania nazi que pasaban por “arios” para sobrevivir y no ser deportados a los campos de concentración, son algunos ejemplos históricos que representan los riesgos y coacciones subyacentes al acto de “pasar por”. Si este último funciona mediante el proceso de “invisibilizar” la identidad real en el dominio público, ocultar es una forma más encubierta y riesgosa de jugar a las escondidas con las normas dominantes de una situación o contexto particulares, en la medida en que uno se mete en la cultura pública cubriendo estratégicamente esos signos considerados como ofensivos. En otras palabras, como elabora Yoshino, en espacios de trabajo profesionales los negros pueden no llevar trenzas, los gays pueden evitar exponer su sexualidad y así sucesivamente. Estas minorías con aceptadas como minorías por la cultura dominante solo si “cubren” sus diferencias.

En este punto, Yoshino enfatiza la distinción legal clave de aquellas características “inmutables” que no pueden ser cambiadas por un ser humano y que la sociedad dominante no tiene más remedio que aceptar—por ejemplo, el color de la piel o la etnicidad. En contraste, características “mutables” son aquellas que las minorías pueden modificar o suprimir del todo por deferencia a las normas institucionales. A partir de varios casos legales, Yoshino señala las paradojas de la distinción entre “mutable” e “inmutable”: “Los afroamericanos no pueden ser despedidos por el color de su piel, pero sí por llevar trenzas. Los jurados potenciales no pueden ser descartados por su etnicidad, pero sí por hablar (o incluso por admitir que hablan) una lengua extranjera”[7]. En la exigencia coercitiva de la asimilación, por la que se espera que las minorías se porten “con normalidad” y sin exhibir sus preferencias raciales, sexuales, lingüísticas o de comportamiento, la “presión para ocultar”, de acuerdo con Yoshino, es nada menos que una violación de las libertades individuales, a las que él defiende con ahínco en favor de una manifestación más “inclusiva” de “nuevos derechos civiles”[8].

Yendo en contra del divisionismo de las políticas de la identidad y el multiculturalismo, agravado por los debates concernientes a los derechos exclusivos de los grupos minoritarios, desde mi punto de vista Yoshino opta por una lectura quizá demasiado liberal, sino irreal, de los “derechos universales”. Según él, estos últimos se basan en el axioma de que en las sociedades humanas “todos ocultan algo”, incluso aquellos que pertenecen a la cultura dominante, que según Yoshino señala con énfasis acrítico, es una especie de mito en la medida en que se halla en constante estado de mutación[9]. Sería más exacto reconocer que la cultura dominante siempre existe de antemano, incluso en su proceso de cambio. Al afirmar que “no es normal ser completamente normal”, Yoshino sorprendentemente habla en favor de aquellos hostigadores antiminorías al estilo de “los hombres blancos heterosexuales”, a cuyo derecho a expresarse no se le concede la misma importancia que a los derechos de las minorías raciales, las mujeres o los gays[10]. En este llamado a la inclusión, Yoshino no niega los derechos de las minorías; en cambio, con un exceso de sensatez e inclusividad cosmopolitas, exige que tales derechos sean reafirmados en el contexto de la “libertad” a la que “todos tenemos derecho”, más que como “cesión remedial” otorgada a un grupo en particular[11]. Según esta lectura, los derechos al matrimonio gay deberían ser enmarcados en la premisa de que todos “nosotros” tenemos derecho a “casarnos con la persona que amamos”, más que defender el matrimonio gay como una “institución aparte”[12]. De modo similar, el derecho a hablar la lengua materna no debe ser reafirmado sobre la base de la defensa a lo nativo, sino como parte de la libertad de expresión en general.

Desde mi localización en India yo argumentaría que la inclusividad liberal de esta postura no toma en cuenta la virulencia de las disparidades económicas, ni las diferencias culturales y educativas, así como tampoco la obvia gama de injusticias sociales que no pueden descartarse a voluntad mediante “conversaciones” entre diversos sectores de la población. En vez de promover una forma cualquiera de acción afirmativa o reserva de escaños, que es la manera oficial india de abordar la injusticia social que aqueja las comunidades marginadas y desfavorecidas, o de recomendar un mandato legal que facilite una solución, Yoshino promueve “conversaciones” en el dominio público para producir una civilidad renovada. Pero, ¿cómo y cuándo es posible que tengan lugar estas conversaciones en una sociedad normalizada mediante la discriminación y que se expande cada vez más por medio de enclaves residenciales cercados, guetos, campamentos de refugiados y zonas de acceso prohibido?

Más allá de los sectores privilegiados de Estados Unidos, la lucha por la igualdad en sociedades limitadas por la casta e impregnadas de comunalismo como India, por ejemplo, no puede descartarse tan fácilmente en pro de la libertad, que en última instancia equivale a la autoafirmación de Yoshino de “la libertad para ser yo mismo”[13]. Este tipo de individualismo liberal se halla totalmente en contravía de una cultura política formada a base de identidades comunitarias y “leyes personales”, que esencialmente se estructuran alrededor de las normas y códigos de religiones específicas. Se podría argumentar que “lo personal” es “religioso” en algunas lecturas de la ley “secular” en India, las que, en ciertos contextos, les dan la opción a las comunidades de recurrir a las cortes civiles para pedir justicia, para luego regresar a la ley personal en búsqueda de otra forma de resolución de querellas. Por consiguiente, existe una flexibilidad inscrita en la ley secular en el contexto indio, al menos a nivel normativo, en la medida en que la religión no es tratada como un absoluto al modo del estado teocrático, ni tampoco se excluyen sumariamente de la vida pública las manifestaciones del comportamiento religioso[14].

Es en este contexto del subcontinente indio que cualquier intento por leer a los “musulmanes” de una manera completamente individual, despojada de asociaciones religiosas o comunitarias, supone retos. Incluso si la categoría de “musulmán” es rechazada del todo por parte de ateos o élites cosmopolitas debido a su base religiosa, e incluso si podría ser conveniente teóricamente explicar a nivel posmoderno “¿cuándo un musulmán no es musulmán?” y cuestionar “¿hasta qué punto es un musulmán más que un musulmán?”[15]--así fuera solo para controvertir la homogeneización de categorías controladas por el estado--el ethos del individualismo liberal o radical no puede ser valorado o visto como absoluto en sí mismo. A un nivel más empírico no hay más alternativa que poner en la agenda la opción no liberal u ortodoxa mucho más extendida: “¿cuándo un musulmán es solo un musulmán?” ¿En qué circunstancias y contextos prevalece este tipo de mentalidad y autoidentificación? ¿Y hasta qué punto es su afirmación un asunto de elección y no de coerción?

 

Construyendo a los “musulmanes”

Lejos de ser una categoría identitaria primordial que se remonta a siglos atrás, “el musulmán” es una invención relativamente reciente. A este respecto y según dice Arjun Appadurai, no es distinta de otras “etiquetas” como “sij” y “kurdo”, que son “transformaciones de nombres y términos existentes al servicio de marcos sustancialmente nuevos de identidad, derechos y soberanía territorial”[16]. Para muchos historiadores, las asociaciones políticorreligiosas de los musulmanes en el subcontinente indio, si no el hecho mismo de marcar al “musulmán” como categoría, se remonta a los reportes del censo de fines del siglo XIX en la India colonial.  Dentro de los mecanismos, estadísticas y nomenclatura de estos reportes, la figura monolítica del “musulmán” (con variaciones regionales) fue construida y diseminada según criterios fijos relativos a orígenes, costumbres y leyes. Cierto es que los tropos más tempranos acerca de los musulmanes no eran irrefutables; estaban “divididos” en la medida en que los etnógrafos y oficiales del censo dudaban entre rastrear los orígenes árabes de aquellos musulmanes por herencia posteriormente indigenizados en India, y la conversión de nativos hindúes al islam[17].

Con tecnologías como el índice cefálico, estos etnógrafos tempranos como Herbert Risley medían la cabeza y nariz de los musulmanes para probar que no eran de origen semita, sino provenían de un tronco nativo común a comunidades tribales más pobres[18].  Mediante esta evidencia “científica” manufacturada se aceptaba que la vasta mayoría de musulmanes eran descendientes de comunidades hindúes[19] de casta baja que se habían convertido al islam para liberarse de la tiranía del sistema de castas. ¿Eran estos conversos “menos” musulmanes o podían ser vistos como más “auténticamente” hindúes? La introducción a los reportes del censo entre 1872 y 1901, a la vez que politizaba estas cuestiones, era para probar, como Gauri Viswanathan ha señalado, que los musulmanes indios no eran “un otro autónomo”, sino otra “versión del hindú”[20]. En otras palabras, los musulmanes ocultaban su origen hindú, aun pasando por indios.

Además de ser considerados como “versiones” de los hindúes, los musulmanes también pueden ser vistos a modo de “copias”, de forma semejante a la comunidad ahmadiya en Pakistán, quienes desde 1974 han enfrentado severas sanciones legales porque aparentemente pasan por “musulmanes”, una identidad que se les niega en la esfera pública a través de leyes y prejuicios sociales, si no por una franca hostilidad. Aquí es útil detenerse brevemente en el dilema que enfrentan los ahmadiya para socavar la homogeneización global de la identidad musulmana. En un conciso ensayo de Naveeda Khan (2005) que intenta localizar la identidad “transgresora” de los ahmediya en relación al estado pakistaní, descubrimos que Mirza Ghulam Ahmad, el fundador de esta secta musulmana que se originó en el siglo XIX, se identificó primero como mujaddid (renovador) de la fe y después como muhadith, lo que implicaba que “estaba en conversaciones con los ángeles, si es que no con el Profeta y con Dios”[21]. Más tarde, de representarse a sí mismo como una sombra (zil) del Profeta, pasó a proclamar sus propios poderes proféticos.

Significativamente, incluso después de la enmienda constitucional de 1974 en Pakistán que relegó a los ahmadiya de la corriente dominante del islam a la categoría de minoría “no musulmana”, estos fueron marcados como kafir (infieles), murtadd (apóstatas), taghut (demonios, hechiceros) y munafiqun (falsarios)[22]. Hoy día, como minoría, también han sido etiquetados con un lenguaje más contemporáneo, como copias—no solo “malas” copias, sino también “peligrosas”[23]. Inevitablemente la palabra “copia” se presta a ser leída en el contexto actual más amplio de las violaciones a los derechos de autor, incluso cuando se la ubica frente a un tipo de autenticidad religiosa que es esencialmente “irrepresentable”. Es por estas complicaciones epistemológicas y teológicas que los tropos euroamericanos de la “copia” a niveles simbólicos y seculares se hacen profundamente problemáticos.

Aquí no son solo de interés particular el escepticismo y la sospecha con que se mira a las copias en el contexto en el que se designa la identidad ahmadiya, sino también las formas en las que, en contadas ocasiones, pueden ser defendidas. Naveeda Kahn ofrece una evidencia especialmente reveladora: como excepción al veredicto de la Suprema Corte contra los ahamadiyas, un juez en desacuerdo presentó “el argumento del disimulo (por fuerza mayor) en oposición al engaño deliberado”[24]. En el contexto de las minorías perseguidas por la comunidad de la mayoría, este sabio juez argumentó que tenía sentido que las primeras disimularan su identidad “infringiendo” las normas del estado, ya que era su única forma de sobrevivir. “Ocultar”, por consiguiente, tiene una dimensión ética pragmática ligada al derecho básico de protección de la propia vida y no debe ser sumariamente reducido a un comportamiento doble e hipócrita.

Volviendo a la construcción colonial de los “musulmanes” en el contexto indio y en cualquier otro lugar de una nación antes colonizada, se hace necesario empujar los límites mediante los cuales las identidades son oficialmente manufacturadas en oposición a los disimulos de “pasar por” y “ocultar”. Según expone Mahmoo Mamdani, las identidades oficiales son entidades políticas determinadas y sancionadas por el estado, en contraposición a las identidades culturales, que son “consensuales”, “voluntarias” y “múltiples”[25]. Es cierto que, sin una aclaración del contexto, parecería haber un reduccionismo en la separación que Mamdani hace de lo “cultural” y lo “político”, así como en los componentes de sus dominios independientes. Mientras en su lectura lo “cultural” parece arbitrariamente anexado a los presupuestos voluntaristas de la selección de culturas, “lo político”, aparentemente despojado de un marco ideológico y hegemónico, está demasiado entrelazado con una concepción jurídica de la comunidad que se inscribe en los códigos regulatorios más amplios de la gobernanza. Mamdani conoce muy bien estos reduccionismos y matiza que en su lectura de “identidad cultural” no desea “romantizar el dominio del consentimiento o restarle valor a la existencia de relaciones de poder”[26]. También se podría aducir que no toda identidad “política” requiere ser sancionada o verificada legalmente, pues en primer lugar podría materializarse mediante una oposición a o negación de su legalidad.

Con estas prevenciones en mente y haciendo uso de la muy enfática diferenciación de Mamdani, yo argumentaría que el arrojo fundamental de la mayor parte de la investigación teatral y de los estudios de performance se localiza en el área de las identidades “culturales”, en oposición a las identidades “políticas”. Nuestra indagación básica (aquí me incluyo entre los investigadores de teatro y performance) se ha centrado en el área de las identidades borrosas e hibridizantes, así como en “transgredir” las normas oficiales a toda costa, como si eso fuera lo único decente, responsable--y sobre todo creativo--que podemos hacer. En el proceso le hemos hecho el juego a la fetichización de la “norma-liminal”[27], según la expresión de Jon Mckenzie, con la que los estudios de performance han resaltado y valorizado su raigambre liberal. Aunque la liminalidad no desaparece—y en realidad no debería desaparecer--de nuestra desconstrucción de la identidad política, es aleccionador que Mamdani nos recuerde que las identidades no liminales (por ejemplo, las “normativas” y “fijas”) no pueden descartarse tan fácilmente: “Una identidad legal no es ni voluntaria ni múltiple. La ley lo reconoce a usted como tal y como ningún otro”[28].

En vez de desechar la singularidad de la identidad política sancionada legalmente por ser simplemente un dogma molesto para la investigación cultural, quizá deberíamos encontrar maneras de abordar críticamente sus normas, ya que pueden ser más ambivalentes de lo que suponemos. Además, en una vertiente más pragmática, ¿por qué debemos asumir que toda identidad política legalmente sancionada es intrínsecamente indeseable y antiliberal? Tal vez para un refugiado o individuo sin estado nada es más deseable que una identidad o un pasaporte legalmente sancionados. Solamente cuando podemos poseer, asumir y movilizar con tranquilidad esa identidad es que se hace posible impugnarla o subvertirla, revelando así el privilegio inherente a la disensión crítica y al rechazo despreocupado de toda identidad determinada oficialmente.

 

“Pasar por” y su fenomenología

Habiendo elaborado con cierto cuidado lo que constituye la construcción política de los “musulmanes” en el contexto indio, permítasenos tratar el dilema de “pasar por musulmán” a un nivel más fenomenológico. Podría decirse que “pasar por” puede entenderse mejor como un proceso o movimiento opuesto a la tendencia a “fijar” las identidades en una cuadrícula de signos y estereotipos propia de la política identitaria. Como perceptivamente afirma Paul Rae,

Pasar por sugiere que debes estar en movimiento para evitar que te encuentren. Agacha la cabeza y sigue caminando; de otro modo, se verán las costuras—los lugares donde el disfraz no puede cubrir la realidad; donde la utilería improvisada, la forma de hablar ensayada en demasía y el gesto exagerado salen a la luz. Solo pasando podemos borrar fronteras[29].

A cierto nivel, ese “agacha la cabeza y sigue caminando” también podría prestarse al subterfugio de “ocultar”. Después de todo, a los inmigrantes se les puede permitir legalmente, e incluso animar, a “seguir caminando” reafirmando así sus identidades “multiculturales”, pero sin crear problemas o alardear de su estatus minoritario. En este sentido, se les insta a ocultarse mientras pasan, haciéndole el juego a las normas de la diferencia legisladas por el estado mediante estrategias de asimilación. Lo importante es no alterar el guión diseñado de antemano, incluso cuando cualquier acto de pasar, como astutamente señala Rae, es un “proceso de cocreación”[30].  El acto de pasar, que nunca se localiza del todo en un solo participante y que es relacional en la medida en que alimenta la percepción y la mirada del otro, falla solo cuando se cuestionan los supuestos de la apariencia y del disimulo, cuando una de las partes rehúsa participar en el juego y da la alerta sobre el individuo que se hace pasar por otro.

Tal vez haya otro problema en el discurso de “pasar por” que no siempre se reconoce. Yo destacaría que cuando uno “pasa por” alguien de otra comunidad el fingimiento puede no ser totalmente voluntario. En realidad, para volver a mi propio dilema, yo no quería necesariamente pasar por “musulmán” (o por implicación, como “terrorista”), pero así es como seré leído según los códigos y tecnologías de la información más vastos manufacturados por los regímenes gubernamentales y los sistemas de vigilancia. Mientras la lectura más convencional de “pasar por” implicaría asumir cierto nivel de transitividad—dicho de otro modo, una agencia e intencionalidad encarnadas en el acto de pasar por otro—la situación es distinta cuando hacen que uno pase, irreversiblemente, contra su propia voluntad.  “Yo paso por musulmán” abre toda una serie diferente de registros performativos en comparación con “parezco musulmán” y por consiguiente, “me hacen pasar por musulmán”. En este contexto es más difícil leer el proceso de cocreación, aunque en algún momento, uno puede no tener más opción que entrar en la narrativa del “dejarse pasar por”.

Las alternativas son complicadas. Si, por ejemplo, un oficial de inmigración me toma por musulmán, en verdad se necesita mucho tacto antes de que se compruebe mi identidad “real” (como no musulmán)—o más exactamente, antes de que sea probada mediante formas oficiales de evidencia. Para decir quién es uno, es posible no tener más alternativa que minar la lógica predeterminada del “pasar por” y arriesgarse a ofender al oficial de inmigración, quien quisiera confirmar—en vez de cuestionar—sus dotes para la vigilancia. Si en semejante contexto se tiene la suerte de que le devuelvan el pasaporte, igual no se sigue teniendo más opción que aceptar esa “identidad que pasa por” como una suerte de alter ego. Desde luego, en este punto de la autoconfrontación uno podría elegir ya sea seguir “pasando por” lo que uno no es, o trabajar en contra de los signos que hacen que a uno lo confundan con otro. Aunque la tentación de perpetuar una identidad falsa posee un potencial subversivo, el imperativo de sobrevivir en los propios términos exige alteraciones no riesgosas en la apariencia y el comportamiento—por ejemplo, una forma de no pasar por musulmán podría ser afeitarse la barba o cortársela de manera menos “musulmana”. Sobra decir que esta alteración de la fisonomía podría equivaler a una forma de autocensura que puede ser interpretada como una supresión más de la libertad personal y de las propias condiciones de existencia.

¿Pero es posible estar tan seguro de que afeitándose la barba es posible esquivar la “musulmanidad”? ¿No será que de modo inadvertido es un reforzamiento de la identidad musulmana? La piel más clara del área afeitada con respecto a la piel más oscura de la parte superior de la cara podría levantar sospechas[31]. En este avatar uno podría ser marcado como terrorista disfrazado y por tanto, verse sujeto a más sospechas y abusos. Condenado con o sin barba, el musulmán/terrorista siempre estuvo y está marcado. En su incisivo catálogo de las “biotipologías del terrorismo”, Joseph Pugliese trata las sospechas letales que rodean al “‘fanático musulmán’ recién afeitado”, además de ciertas señales olfativas delatoras: “¿lleva la persona demasiado perfume o colonia, huele a talco o a agua de esencias (usada en rituales de purificación)?

Además, hay nuevas tecnologías biométricas como VEW (Video Early Warning)[32] y HID (Human Identification at Distance), en las que la vigilancia antiterrorista se halla ligada a las sutilezas de “la investigación sobre caminados”—en otras palabras, consiste en “detectar cómo caminan los extraños”[33].  Como nos advierte Pugliese, a uno “lo pueden acusar de terrorismo si camina de forma inusual”—y ese “caminado inusual” no es el “moonwalking” de Michael Jackson, con toda probabilidad ya incorporado a las formas legítimas de comportamiento performativo excéntrico. Junto a esas tecnologías que pueden detectar las más mínimas discrepancias kinéticas o variaciones de energía al caminar, además del escáner del iris, la cara y los dedos—todas ellas tecnologías del terror en sí mismas—las agencias de vigilancia pueden irse al extremo cuando “imaginan” terroristas como Osama Bin Laden usando todo tipo de disfraces ingeniosos. En varias fotos que circularon ampliamente en internet, Osama claramente aparecía acicalado y con un estilo bohemio, no muy distinto de los tipos que uno podría encontrarse en un club campestre o campo de golf. Así, con o sin barba, puede haber diversos disfraces terroristas para el “musulmán” que no son solo inventos de los terroristas, sino también de las agencias de contraterrorismo, quienes se superan entre sí en sus intentos por “performear” sus propias fantasías del terrorista.

 

Queering[34] el terrorista musulmán: barbas y penes

La dinámica de “pasar por” puede leerse más fácilmente dentro de la narrativa de la confusión de identidades, tal vez uno de los tropos más antiguos del mundo del teatro, presente en la comedia romana, Shakespeare, el teatro parsi, La importancia de llamarse Ernesto y muchos más. Estos tropos que alguna vez fueron provocadores se basan en la reconfirmación de lo arcaico: un objeto (un coche de bebé) o una seña (un lunar en la mejilla) permiten la aclaración de una herencia, genealogía o relación perdida y conducen al desenlace. En contraste, volviendo al signo dominante de la barba para designar la identidad “musulmana”, tal signo no consiste en marcar la identidad individual per se, sino en anexarle a la misma la de toda una comunidad, si no la de toda una especie humana. Una vez marcado, “el musulmán” toma un significado hiperreal, sin importar que se halle ligado o no a su identidad real o equivocada. Es un significante político con implicaciones globales que lo hacen omnipresente, y se mantiene cruelmente indiferente a las realidades multitudinarias y diferenciadas del significado.

Luego de que Osama Bin Laden ha sido despiadadamente invisibilizado, e incluso su espectro apenas si se mantuvo presente en el periodo posterior a su asesinato (denominado oficialmente “operación militar” o “magnicidio”), ¿cuántos de nosotros recuerdan el proceso de su demonización que ya ha sido casi borrado el todo? Para mí, a niveles físicos y viscerales esta demonización se hallaba ligada al marcador de su barba. De forma más escalofriante me tocó confrontarla en una vieja caricatura de David Levine en New York Review of Books, donde se la mostraba con displicencia e ingenio, mientras que Bin Laden era tranquilamente desfigurado. Todo lo que quedó de él fue una barba larga, espesa, canosa, descuidada y cortada alrededor de los labios. Un marco brutal que me trajo a la mente otras visiones limitadas de las minorías—en especial el hombre negro de la imagen bien conocida de Robert Mapplethorpe titulada “Hombre con traje de poliéster”. Aquí también aparece un hombre sin rostro, en una imagen cortada a la altura de los hombros, pero con el pene expuesto y firmemente intacto.

Aunque existe una multitud de respuestas frente a esta imagen, las cuales van desde críticas al racismo hasta fantasías del deseo homosexual, me parece que ejemplifica la afirmación sin matices de Frantz Fanon: “uno no se da cuenta del negro sino es por su pene; el negro es eclipsado, convertido en un pene. Él es un pene”[35]. De modo semejante, “el musulmán” en el contexto de las invectivas que circulan en el subcontinente indio sobre su cuerpo inmundo, su poligamia y lascivia, con frecuencia se ve equiparado con su pene circuncidado; y en verdad, en actos reales de terrorismo infringidos sobre minorías, este ofrece la máxima evidencia de la identidad “musulmana”. Laandiya, la palabra maratí para un animal con el rabo cortado, es uno de los abusivos epítetos para los musulmanes en India tras la crisis comunalista pos-Ayodhya[36].

Partiendo de las evidencias de este abuso comunalista, un reporte de la Iniciativa Internacional por la Justicia afirma que los “hombres musulmanes, en el discurso de la derecha hindú [en India] en ningún caso son vistos como ‘hombres’: o son ‘hipersexuados’ al punto de ser bestiales (¡pueden satisfacer a cuatro esposas!) o son afeminados y no lo suficientemente masculinos para satisfacer a sus mujeres”[37]. Dicho de otro modo, su sexualidad vacila entre la hipermasculinidad y la feminidad abyecta que se asocia con homosexuales e hijras (eunucos). En la medida en que estos atributos sicofísicos de la desviación de los “musulmanes” ganan peso a nivel global, a estos se los vuelve queer[38] en el contexto más amplio del terrorismo, según desarrolla Jasbir Puar (2007) en su incisiva reflexión política sobre los “ensamblajes terroristas”. Para ella no es simplemente una cuestión de reconocer “qué es terrorista sobre lo queer”, o a la inversa, “qué es queer sobre el terrorismo”, el punto es que a un nivel performativo en todos los casos lo queer ya se ha visto “instalado” en el hecho de “nombrar” al terrorista[39].

Y sin embargo, hay que cuestionar hasta qué punto “la política queer” puede verse anexada a la denominación de los terroristas por fuera de las realidades de base de la comunidad y de la política sexual de EEUU, origen de las evidencias principales de la densa investigación de Puar. Desde una perspectiva sinóptica, Puar hace un barrido general de las asociaciones populares y culturales por las que el terrorista es “a la vez una monstruosidad insondable, incognoscible e histérica”, que solo las capacidades excepcionales de la inteligencia y los sistemas de seguridad estadounidenses pueden someter”[40]. “Insondable” e “incognoscible” suenan como descripciones válidas del carácter y acciones esquivos del terrorista, pero “monstruosidad histérica” me suena a un exceso retórico que menoscaba la violencia mortal de los terroristas “reales” de nuestro tiempo, quienes solo pueden ser demasiado reales, ordinarios y heterosexuales.

Si seguimos la evidencia que ofrece Faisal Devji sobre los ataques terroristas del 7 de julio de 1995, por ejemplo, la mayoría de los terroristas parecen “chicos” corrientes con trabajo, aficiones, visitas rutinarias al gimnasio y novias[41]. No eran ni islamistas furibundos, ni musulmanes particularmente devotos; tampoco habían sido indoctrinados por largo tiempo. De hecho, una de las peculiaridades de su terrorismo es la impresionante rapidez de su entrenamiento y su nivel relativamente bajo de habilidad técnica para el manejo de armamento y tecnologías de la información. Sin llegar a abordar la “ordinariedad” de semejantes personajes terroristas, ni siquiera a nivel del fingimiento, Puar construye su argumento de modo ascendente sobre el tropo de la “monstruosidad”. El ejemplo principal de este tropo es Osama Bin Laden quien, en el periodo inmediatamente posterior a “el 11 de septiembre”, se vio a la vez racializado y sexualizado con “las connotaciones negativas de la homosexualidad”: “feminizado, sin nación, oscuro, perverso, pedófilo, desterrado de su familia (a saber, maricón)”[42].

Controvirtiendo estos marcadores excesivamente crípticos del aura e imagen de Bin Laden, habría que enfatizar que así no es como fue registrado en vastos sectores de la población del subcontinente indio y del mundo árabe. Incluso si fue condenado por “malvado” o despreciado por ser un “mal musulmán”, o peor aún, por ser un “mal terrorista”, no fue demonizado en la cultura pública india sobre la base de su perversidad sexual, su feminidad o por tener lazos con la pedofilia. Incluso sus críticos más acérrimos descartarían tales acusaciones por absurdas. En cambio, Osama Bin Laden fue presentado por televisión frente a millones de espectadores en el subcontinente indio como una figura musulmana patriarcal—amenazante y peligrosa, pero no indigna. Fueron Bush y sus compinches quienes aparecieron como “monstruosos”.

La conclusión teórica obvia que hay que enfatizar aquí es que pervertir al terrorista es una lectura más convincente al interior de los tropos de la cultura popular estadounidense. La forma en que Puar presenta evidencia al respecto es realmente virtuosa cuando analiza en detalle todo tipo de artefactos culturales, desde papel higiénico con la imagen impresa de Osama Bin Laden, hasta los afiches que aparecieron en el centro de Manhattan con una caricatura de Bin Laden con turbante siendo penetrado por el Empire State: la inscripción claramente homofóbica decía “El imperio contraataca...¿así que te gustan los rascacielos, perra?[43]. Puar también llama la atención al sitio web donde “se ofrecen armas para sodomizar a Osama Bin Laden hasta la muerte”[44]. Si bien la penetración anal no es ajena a las invectivas que circulan en la cultura panfletaria de la derecha hindú[45], esta se halla invariablemente ligada con la conversión de los musulmanes en hijras (eunucos), una de las asociaciones más tradicionales de la feminidad abyecta en el subcontinente indio, con una larga y compleja historia de degradación y fortalecimiento. Tal historia ofrece un contexto identitario distinto del abuso y la irreverencia populistas con las que el cuerpo de Osama Bin Laden fue pervertido justo después del “11 de septiembre”.

Osama

Meme de Osama Bin Laden. (Tomado del internet con propósitos educativos)

 

El terrorista bello

Para llamar la atención hacia otro marco conceptual--en el que el cuerpo del terrorista ha sido alabado más que pervertido--se hace necesario tratar diferentes iconografías que circundan la “belleza” del terrorista. Este es un territorio discursivo que yace más allá de la lectura de Puar del terrorista en términos de “monstruosidad histérica” y “perversidad”. Para hacer más compleja la demonización del terror, ofrezco un ejemplo tomado de un reporte panegírico de la prensa popular urdu, que ensalza la belleza de Omar Saeed Sheikh, el asesino del periodista estadounidense Daniel Pearl. Mientras que el brutal asesinato de Pearl ha sido ampliamente condenado no solo por la prensa internacional sino también por los diarios del subcontinente indio, el reporte urdu en cuestión controvierte ese tópico humanista al ofrecer una perspectiva—y un lenguaje--totalmente diferentes para disfrutar del autor del crimen. El enfoque no se centra tanto en la validez de la acción terrorista como en la belleza del terrorista mismo.

Cito este reporte por extenso por dos razones. Una, su retórica seductora, y otra, la obvia provocación que suscita al funcionar en contra del aura de un “terrorista” marcado por la demonización global de su imagen:

Sheikh no es solo el hombre joven más vajeeh, más haseen, más jameel, más sohna, más mohna (todos términos que significan bello) de Pakistán, sino de todo el mundo islámico. La belleza real es el carácter. Él se ha vuelto ideal y adarsh. Su belleza no depende de la belleza del rostro y de la edad. Su belleza nace de su arrojo, coraje y valentía. Esta es su belleza interna. Su belleza externa es como la del Profeta Yusuf. Su estatura es como la del ciprés, su frente brilla. Su rostro da la impresión de un león y en él la barba oscura es un precioso adorno. Los ojos que brillan detrás de sus lentes de marco dorado son inteligentes y reflexivos, mientras que la nariz proporcionada y aquilina, y la blanca piel rosácea se asemejan a un recipiente cristalino (biloreen sabu) lleno de zumo de granada escarlata (anar ka ahmareen sharbat). ¡Él es el bello hijo (sohna sapoot) de una bella tierra (sohni dharti) que le dio la bienvenida a la muerte de una bella manera![46]

¿A cuál muerte?, podríamos preguntar. Omar Sheikh todavía vive, supuestamente prisionero en Pakistán, mientras que Daniel Pearl fue ejecutado en uno de los asesinatos más sádicos diseminados por medios electrónicos.

A partir de la retórica homosocial/homoerótica del panegírico urdu citado previamente, es claro que el tono embelesado contrasta drásticamente con la “perversidad” que Puar enfatiza en la demonización de los terroristas en los medios y la cultura popular de EEUU. En el panegírico urdu la retórica se construye en varios niveles mediante la oposición entre belleza “interior” y “exterior”: el ultrapatriotismo e incluso el pannacionalismo que rodean a “hijo de la tierra”, junto al convencionalismo comprobado de los epítetos retóricos (“ciprés”, “zumo de granada”, alterados levemente por “los lentes de marco dorado”). Mediante semejante ensamblaje de detalles, esta retórica nos obliga expandir los imaginarios existentes de los “terroristas musulmanes” disponibles en los estudios euroamericanos sobre el terror. Frente a la malevolencia de su retrato, debemos reconocer que esos mismos terroristas pueden ser bellos a ojos de sus compatriotas.

Irónica aunque significativamente, uno también podría rastrear los registros de la “belleza” en los recuentos islamófobos sobre los terroristas que certifican las ambivalencias de cómo el terror puede ser percibido en lados radicalmente opuestos de la división política.  Puede decirse que tanto los simpatizantes como los opositores de terroristas individuales comparten ciertos elementos de un lenguaje común que evoca una belleza aterradora. Aquí no se trata del lenguaje de la poesía, de Yeats evocando “una terrible belleza” que nace de la masacre de los nacionalistas irlandeses contra los colonizadores ingleses en el Alzamiento de Pascua de 1916; tampoco es la belleza que invoca Rilke en Las elegías de Duino, quien la ve como “el comienzo del terror/que escasamente podremos soportar” porque “serenamente evita destruirnos”. Complicando el romanticismo extremo que se lee en las iluminaciones de Rilke sobre el terror y la belleza—“todo ángel es aterrador”, según nos dice—es más probable encontrar al “bello terrorista” al que me estoy refiriendo en los folletines y reportajes sensacionalistas.

Por consiguiente, junto al panegírico urdu sobre Omar Saeed Sheikh analizado antes, permítasenos examinar qué pasa con la figura—y más precisamente, con el cuerpo—del terrorista en la atrevida narración de Bernard-Henri Lévy titulada ¿Quién mató a Daniel Pearl? (2004). Escrito con la habilidad de un experimentado periodista investigativo, en su reconstrucción de la muerte de Daniel Pearl el texto de Lévy revela varios estadios de fascinación apenas disimulada por Omar Sheikh. En cierto momento, según una franca expresión de Lévy, Omar aparece como un terrorista “guapo”, su masculinidad enfáticamente marcada:

Su cara bien formada, la frente alta, una mirada sin vicio o malicia aunque algo velada. Su fisonomía parece inteligente y más bien franca, sus lentes de marco de carey, una barbilla fuerte bajo una barba bien cortada. Parecería un hombre bueno, con una sonrisa algo mordaz, un porte intelectual, muy occidentalizado—en todo caso, nada que indique al obtuso islamista, al fanático[47].

En contraste con el porte del “buen” terrorista, Lévy lee otras fotografías y videos de Sheikh en los que ese personaje refinado y educado empieza a adquirir tintes más siniestros, cercanos a la “monstruosidad” que Jasbir Puar evoca en su recuento queer de la figura de Osama Bin Laden.

De modo más vívido, Lévy captura la amenaza de Sheikh en un video casero que documenta una competición de pulso en un pub londinense. Además del ajedrez, este último tenía cierta reputación como contrincante en esas competencias, una asociación algo incongruente con el estudiante sudasiático de clase media, reservado y de buen comportamiento que asistía a la London School of Economics. Al capturar la atmósfera “ruda y bienhumorada” de la competición de pulso (muy al estilo de los Teddy Boys de los sesenta), Lévy describe a Shaikh como la imagen misma de la concentración y la indiferencia al bullicio que lo rodeaba—“la multitud gritaba y aplaudía”, “los jóvenes de torsos musculosos, con tatuajes y el cabello casi al ras sentados en el piso con jarras de cerveza”[48]. Enfrentado a un contrincante descomunal, “un coloso con la cabeza rapada (...) una montaña de músculo y grasa” que lo dobla en peso y casi en tamaño, Sheikh sigue adelante.  Lévy describe gráficamente su calentamiento:

[Sheikh] pisa fuerte, golpetea el piso con el zapato y mueve la cabeza como buscando el ritmo. Toma la mano de su oponente, lo hace varias veces para encontrar el mejor agarre y cuando lo logra, la engancha, la sacude mientras masca chicle, siempre rítmicamente, como si le estuviera haciendo una paja, la sacude suavemente. Finalmente la presiona contra la mesa, la frota. Con el pecho erguido, la barriga pegada a la madera de la mesa, las fosas nasales dilatadas, la mirada fija, él es quien parece estar masturbándose ahora[49].

En contraste con esta abierta sexualización, Lévy yuxtapone la estratégica determinación de Sheikh como contendiente que, al estar a punto de perder, repentinamente “dirige sus músculos” y toma ventaja de la excesiva confianza de su contrincante que reduce levemente la presión para “invertir el movimiento y con un empujón, solo uno, estampar el brazo del contendiente en la mesa y ser aclamado por la multitud[50]”. En el subsecuente “aire de orgullo indescriptible” de Sheikh, Lévy lee “su faceta secreta de bruto”[51].

Jugando con las señas confusas de la apariencia de Sheikh, Lévy ve un “bruto” en el terrorista guapo, acicalado y en forma. En otro momento de su narrativa invoca un “monstruo” pero no histérico como indica la descripción de Puar. Por el contrario, este monstruo es “también un hombre como otro cualquiera”; es un “asesino” en cuyo rostro Lévy fracasa al “tratar de encontrar cualquier estigma que, en el imaginario común, señale la presencia del Mal absoluto”[52]. Partiendo de una lectura más minuciosa de Sheikh ofrecida por uno de sus rehenes—habría que recordar que él afianzó sus lazos con el terrorismo secuestrando turistas y periodistas experimentados como Daniel Pearl, seduciéndolos con su encanto—Lévy descubre a un hombre aparentemente “inglés”, pero guiado por “un odio total y radical a Inglaterra”[53]. Recordando las competiciones de pulso en las que participó Sheikh en pubs londinenses, el rehén informante tiene la “teoría” de que

muy adentro, [Sheikh] odiaba [a los ingleses]. Solo sentía desprecio por esos ingleses gordos, henchidos de cerveza, tatuados, obscenos, empinando el codo. Solo eso—aprendió a conocerlos y a odiarlos. Era como un doble agente en contacto con el enemigo. Esto es lo que hicieron por él las competiciones de pulso[54].

Dados sus lazos con ISI [servicio de inteligencia pakistaní] y Al Qaeda, Sheikh era tal vez más que un doble agente. Junto al personaje compulsivo, quimérico y engañoso que ocultaba tanto al “perfecto inglés como al enemigo máximo”[55] según la expresión quizá demasiado dicotómica de Lévy, lo que también debe ponerse en la agenda son las sensuales maneras como en primer lugar se percibe a los “terroristas”. Junto a su neoconservatismo político, personalidad extravagante, conexiones diplomáticas y prejuicios antipakistaníes, parece que a Lévy le falta reconocer su interés voyerista en “otras” (no europeas) masculinidades. Cierto es que, en ausencia de cualquier estudio sistemático de cómo la figura del “terrorista” ha sido registrada por diversos imaginarios políticos alrededor del mundo, hay que ser cauteloso para no homogeneizar el lenguaje de la demonización con el que figuras como Osama Bin Laden (y de modo más ambivalente, “bellos terroristas” como Omar Sheikh) han sido vapuleados en “Occidente”. El punto es que ese lenguaje puede ser más diverso de lo que imaginamos y mucho más revelador sobre la fascinación que por el terror sienten escritores individuales, que la deshumanización de esos mismos terroristas.

Esta fascinación no solo es evidente en los escritores derechistas islamófobos como Lévy, sino en los comentarios más cosmopolitas de no especialistas del terror como el famoso escritor de novelas de espionaje John le Carré. Ocultando apenas su repugnancia hacia la arremetida islamista contra los valores liberales, amplía de algún modo sus capacidades interpretativas de escritor de ficción al ver una manifestación de “narcisismo homoerótico”[56] en las actuaciones de Osama Bin Laden en sus videos. Sería útil preguntarse, en primer lugar, a ojos de quién es posible leer el homoerotismo tan fácilmente.  Totalmente incapaz de verse a sí mismo en la imagen de Bin Laden que con tanta confianza describe, le Carré continúa ofreciéndoles alguna “esperanza” a los estadounidenses al confirmarles que “la vanidad masculina apenas contenida [de Bin Laden], su apetito por ser el centro del drama y su pasión oculta por los reflectores (...) serán su ruina, lo llevarán a un dramático acto final de autodestrucción producido, dirigido, escrito y actuado hasta la muerte por el mismo Osama Bin Laden”[57].

Al contrario de estas acusaciones de vanidad, yo diría que a las predicciones de le Carré les salió el tiro por la culata. Osama Bin Laden no se autodestruyó al estilo de algún espíritu maligno; fue clínicamente ultimado por fuerzas estadounidenses de seguridad según un guión totalmente aprobado por el presidente de EEUU y sus colegas, quienes incluso se aseguraron de poder ver la ejecución en “tiempo real”. Aunque las imágenes oficiales del momento del asesinato han sido expresamente borradas de los ojos del mundo, lo que sí se ve con claridad en la foto hiperreproducida de Obama y de su gente al presenciarlo es la vanidad de la Casa Blanca para demostrarle al resto del planeta que la Operación Gerónimo fue todo un éxito. Puede decirse que la referencia al líder apache Gerónimo, perseguido por organismos estadounidenses en sus últimos años de vida fue más un error torpe y racista por parte de las fuerzas de ese país, que un seudónimo obligatorio para Osama Bin Laden. O quizá, no era una metedura de pata sino una confirmación cuidadosamente calculada de la soberanía nacional de EEUU en el proceso de reafirmar su poder imperial mediante “la resignificación discursiva y doble muerte” de Gerónimo[58]. Una vez aniquilado el indígena agitador y renegado, Estados Unidos no tenía más remedio que matarlo una vez más como Gerónimo EKIA (equivalente en inglés a Enemigo Asesinado en Acción), mediante el cuerpo del hombre más buscado sobre la faz de la tierra: Osama Bin Laden. Ya fuera que lo buscaran vivo o muerto, Bin Laden finalmente terminó, como Gerónimo, muerto.

 

El sij como musulmán

Volviendo al tropo de la “confusión de identidades”, en vez de marcar exageradamente a los “terroristas” con rasgos sensacionalistas, es necesario problematizar su identidad. El terror del terrorismo consiste en que sus señales son frecuentemente opacas y se prestan a una lectura equivocada. En ocasiones la “malinterpretación” es obra de los expertos mismos, quienes pueden intercambiar las identidades de los terroristas ya sea estratégicamente o debido a fallas en la información[59]. Esto también puede ocurrir en el dominio público como por ejemplo, durante la arremetida xenofóbica tras “el 11 de septiembre” cuando por llevar turbantes hubo sijes que fueron erróneamente tomados por musulmanes y victimizados como clones de Osama. La evidencia que Jasbir Puar ofrece al respecto es particularmente valiosa para la historiografía de base acerca de la gente común y corriente asesinada sin más motivo aparente que parecerse al “enemigo”.

Entre todas las víctimas hay que recordar a Balbir Singh Sohi, un sij con turbante de 52 años que fue el primero en sufrir un ataque racista después del “11 de septiembre”: le dispararon cinco veces por la espalda en una estación de gasolina de Mesa, Arizona, el 15 de septiembre de 2001[60]. A pesar de los valientes esfuerzos de las comunidades sijes en EEUU por dejar en claro el hecho obvio de que sus turbantes eran distintos del atuendo musulmán y que ellos eran buenos inmigrantes y no terroristas, su autoproselitismo tuvo que enfrentarse al colosal aislamiento cultural y analfabetismo visual del público estadounidense en general. Puar ofrece una minuciosa documentación de la gama de crímenes violentos fortuitos, aunque calculados, que sufrieron los sijes:

Hostigamiento verbal (...) vituperios por correo; personas que defecaron y orinaron en templos sijes, mezquitas islámicas y templos hindúes, y que en algunos casos originaron incendios; obstaculización del acceso a un templo sij en Sacramento con un tractor y un camión, inmersiones en el agua sagrada del interior del templo; lanzamientos de ladrillos, bombas de gasolina, basura y otro tipo de proyectiles a los hogares de sijes y árabes, llantas ponchadas; amenazas de muerte y de bombas; asesinatos a tiros de taxistas, la mayoría de los cuales eran sijes con turbante (...) y ataques con bates de béisbol, rifles de pintura, cigarrillos encendidos y sangre de cerdo[61].

Esta es una escalofriante demostración de cómo se puede “comunalizar” el terror en el contexto estadounidense, de forma no muy distinta a otras violencias de origen étnico propias del subcontinente indio.

Enfocándose en las dimensiones somáticas concretas de la brutalidad, Puar describe las diversas maneras en las que el turbante sij, sacrosanto para esta comunidad en general como símbolo de autorrespeto y masculinidad, fue sometido al abuso. A cierto nivel fue blanco de comentarios abusivos (¡“oye tú, terrorista de mierda, quítate ese turbante!”), pero también fue blanco de violencia física como cuando fueron “arrancados con saña”, a sus poseedores les jalaron el “cabello sin cortar” y ocasionalmente los “trasquilaron”[62]. Cualquier lector con un conocimiento superficial de las revueltas de 1984 contra los sijes en Nueva Delhi, después del asesinato de Indira Gandhi a manos de su guardia sij de seguridad, reconocerá al menos algunos de estos actos violentos contra el turbante. Sin embargo, hay que diferenciar esta violencia subcontinental del contexto subsecuente al “11 de septiembre”, ya que no fue causada por una identificación equivocada, sino por la poderosa equivalencia de los hombres sijes con el turbante mismo. En el periodo inmediatamente posterior a las revueltas contra los sijes en Delhi no era raro que al menos algunos de estos se cortaran el pelo y dejaran el turbante, lo que puede ser visto a la vez como un acto de humillación y como disimulo estratégico, pues no tenían más opción que no “pasar por” sijes, como cualquier “hindú” corriente.

El análisis que hace Puar del turbante asume una dinámica performativa cuando se distancia del significado de este objeto en pro de su afectividad concreta en la esfera pública. Enfatizando que lo que “materializa el turbante” es el “temor”[63], ella cartografía la volátil trayectoria de las asociaciones al desplazar su atención crítica desde la visibilidad hacia la emoción. En este desplazamiento, la identificación equivocada le cede el paso a una forma de semejanza que opera mediante diferentes etapas de percepción:

El giro de la visibilidad a la emoción nos traslada desde el marco de la identificación errónea, supeditado a lo visual como forma de discernir el error (pensé que eras uno de ellos), a la noción de semejanza, un marco emocional más amplio en el que el motivo del parecido podría reprimirse o ser vago (me recuerdas a uno de ellos). El “parece que”, a diferencia del “parecerse a”—limitado por las restricciones ópticas de la visibilidad, se halla atrapado en complejas economías táctiles, un espacio afectivo que empuja el “parece que” hacia “se siente como” e incluso, hacia explicar el convencimiento de la diferencia radical, “se siente como nada que pudiera haber sentido” o “como nada que haya sentido antes”[64].

En este desplazamiento fatal hacia la emoción, Puar intenta empujar los límites del despliegue de los signos en el reino de la significación, enfatizando la necesidad de ir más allá de la semiótica hacia una sensibilidad más visceral, corporal y kinética del cuerpo—un “cuerpo”, según la expresión de Brian Massumi, que “conoce antes de relacionar”[65].

En un registro más fenomenológico, Puar aplica la noción de que los cuerpos no son “fijos”, sino están en estado perpetuo de “volverse” y fundirse en otras transformaciones de cuerpos. Según esta lectura, el turbante no puede limitarse a ser un signo, a diferencia de la “barba”—sobre esto quise llamar la atención en mi lectura previa del “musulmán”. Para Puar, “el turbante está siempre en el proceso de volverse, volverse el cuerpo enturbantado, el turbante que se vuelve parte del cuerpo”[66]. En este estado de incesante mutación, el turbante deja de ser un referente para “los sijes” y se presta tanto a la identificación errónea como a la falsa semejanza. Inevitablemente, esta interpretación pone en duda la política de la identidad que no solo rodea “al sij” sino también “al terrorista”. Sin traicionar del todo su identidad de activista queer al afirmar una posición antiidentitaria, Puar sostiene que “no hay entidad, identidad, sujeto queer o sujeto de lo queer, más que la cualidad de lo queer que nos llega desde todos los ángulos, proclamando su desafío, sugiriendo un desplazamiento desde la interseccionalidad al ensamblaje”[67].

Una vez más, en el pensamiento de Puar está en funcionamiento un desplazamiento que la impele a luchar contra los componentes diferenciados de “raza, clase, género, sexualidad, nación, edad y religión” que forman “un modelo interseccional de identidad”[68]—ciertamente, el modelo implícito en este capítulo para mi descripción de las formas en las que se ha marcado a los “musulmanes” en contextos etnográficos, raciales, coloniales y poscoloniales específicos. Puar vería ese modelo interseccional basado en “el conocimiento, la denominación y por tanto, la estabilización de la identidad” como demasiado dependiente de la “lógica de la equivalencia y la analogía”, lo que genera “narrativas de progreso que niegan los aspectos imaginarios y performativos de la identificación”[69].  En contraste, los “ensamblajes” van más por la línea de “fuerzas entretejidas que combinan y disipan tiempo, espacio y cuerpo, en contra de la linealidad, la coherencia y la permanencia”[70]. Si la interseccionalidad “privilegia la denominación, la visualidad, la representación y el significado”, el ensamblaje “subraya el sentimiento, lo táctil, la ontología, la emoción y la información”[71].

En esta dicotomía--enfática en demasía--entre interseccionalidad y ensamblaje que parecería negar cualquier posibilidad de relación dialéctica entre tales categorías, Puar privilegia excesivamente la dinámica del ensamblaje, ya que parece prestarse a las infinitas subversiones de lo queer. En contraste, las restricciones de la interseccionalidad parecerían no tener más opción que “confabularse con el aparato disciplinario del estado” mediante las modalidades del “censo, la demografía, el perfil racial y la vigilancia”[72]. Estratégica aunque superficialmente, Puar perfora los límites del flujo y la multiplicidad en su promoción del “ensamblaje” al reconocer que “las capacidades duraderas de la interseccionalidad” nunca pueden “dejarse atrás”[73] del todo. Lejos de ver un estado permanente de libertad en las posibilidades espaciales y temporales del ensamblaje, Puar se ve obligada a destacar su fragilidad: “el ensamblaje es momentáneo, incluso fugaz, y da pie a marcadores normativos de identidad incluso en medio de estarse transmutando nuevamente[74].

Esta temporalidad volátil y contradictoria captura muy finamente, en mi mente, la complejidad de cualquier política orquestada alrededor del principio del “ensamblaje”: aunque este se abre a “lo aún desconocido, quizá incognoscible para siempre”, también está en proceso de producir “nuevas normatividades”[75]. Si nuestra teoría cultural pudiera capturar este doble constreñimiento, sería más precisa en su análisis de la dinámica polivalente de las tensiones del terror en nuestros tiempos, en vez de destacar lo “incognoscible” por sobre la producción de “nuevas normatividades”. En el proceso, si bien nuestra política sería un poco menos utópica, también podría ser más escéptica y cuestionadora. Permítasenos reconocer que, aunque el terror puede ser evocado como el Gran Desconocido, rápidamente también se está volviendo la norma. Un punto de referencia aterrador para medir y denominar diversas formas de violencia y brutalidad en las banalidades del día a día.

 

II. EL TERROR DE LO REAL

Recapitulación

Para recapitular, en la sección anterior intenté plantear algunas preguntas performativas relativas a las políticas de pasar por y ocultar respecto al disimulo y la confusión de identidades. Esto, en el contexto de la construcción del “musulmán” en el discurso político del subcontinente indio y según su perversión en el discurso de la cultura popular estadounidense posterior al “11 de septiembre”. En esta sección desplazaré la discusión hacia un registro más histórico y empírico para tratar las aterradoras realidades que enfrentan los musulmanes en el subcontinente indio dentro del contexto general del comunalismo, específicamente en el contexto del genocidio de Gujarat en 2002. Sobra decir que este cambio de contexto, en comparación con la primera sección del capítulo, exige un lenguaje crítico distinto, escéptico de que el discurso mismo de la performance sirva para abordar las irrupciones concretas y legados subsecuentes del terror en la vida diaria.

Ciertamente, a un nivel más amplio habría que preguntarse: ¿hasta qué punto el lenguaje y los estudios de performance y de la teoría cultural queer tiene sentido para comprender el terror fuera del contexto euroamericano? ¿Tal lenguaje sustrae la atención de un análisis político del terror sustentado históricamente? ¿Al mantener un marco epistémico euroamericano que ve a las minorías como terroristas, cuáles son los riesgos de traducir esa teoría a otros contextos culturales y políticos donde las historias minoritarias se estructuran alrededor de epistemologías y mitologías del peligro y la amenaza sustancialmente diferentes? De forma más esencial, al desplazarse más allá de las especificidades de la teoría queer, ¿cuáles son los límites del análisis performativo para comprender el terror?

Planteo esta última pregunta al comienzo mismo de esta sección para ejercer una vigilancia crítica sobre la interpretación de la performatividad en el marco de los genocidios. Emplear del lenguaje de la performatividad en el contexto de la muerte es complicado y se halla plagado de todo tipo de trampas—hermenéuticas, políticas y éticas. Por mi parte, trabajo en contra de la predilección por teorizar sobre actos de terror de forma independiente a su facticidad e historia. A este respecto uno debería reconocer que, aunque posiblemente la evidencia histórica no “explique” el terror en toda su locura y virulencia, puede ayudar a contextualizar el momento de su detonación, realidad y consecuencias. Con estas aclaraciones en mente, permítasenos enfocarnos en una breve historia de lo que es el “comunalismo” en el contexto indio. Aunque puede serle muy familiar a varios de mis lectores, sin ella se hace imposible hablar de genocidio con la claridad y responsabilidad crítica necesarias.

 

La Otredad impuesta de los musulmanes indios

Aunque “comunalismo” frecuentemente se usa como sinónimo de “comunitarismo” en contextos euroamericanos, al asumir que lo “comunal” encarna un conjunto compartido de valores, costumbres y prácticas es necesario discriminar con precisión entre esas palabras. Al contrario de la completitud innata asociada con lo “comunal”, el comunalismo en el contexto indio es una forma de sectarismo por el que se marca a otras comunidades mediante actos de hostilidad, violencia, acoso verbal y genocidio. En resumen, el comunalismo puede manifestarse como una forma de terror; es una palabra teñida de sangre.

Debido a que en el contexto secular y constitucional indio las comunidades se identifican principalmente por razones religiosas, proceso durante el cual se va determinando cuáles son las comunidades de las “mayorías” y las “minorías”, no es extraño que la religión sea el marcador predominante del comunalismo. Así, los “musulmanes” (o “comunidad minoritaria” según el eufemismo) se ven enfrentados a los “hindúes”, o sea la masa dominante de “indios” indiferenciados. Aunque existen otros marcadores de diferencia sectaria como son la región, la lengua y la profesión, el abuso político de la religión ha sido la incitación más virulenta a la violencia comunalista, adjudicándoles a los musulmanes el ser la causa misma del problema. Por consiguiente, en una declaración que hoy día ha adquirido un tenor casi axiomático, el Ministro en Jefe de Gujarat, Narendra Modi, acusado por numerosos grupos de activismo y acción social de estar detrás del genocidio de Gujarat, coincide con la creencia extendida de que “todos los musulmanes no son terroristas, pero todos los terroristas son musulmanes”. Tristemente, esta tremenda generalización ha empezado a tomar la fuerza de un performativo ya hegemónico en muchas partes el mundo, contribuyendo así a la homogeneización de los musulmanes y a legitimar la islamofobia a nivel local, nacional y global.

Teniendo en mente la normatividad de la política identitaria, permítasenos regresar a la lógica escurridiza del imperativo colonial británico que intentó probar que los musulmanes eran diferentes, pero no esencialmente diferentes de los hindúes. El giro hermenéutico del argumento se complicaba todavía más por el presupuesto de que si bien la gran mayoría de musulmanes eran identificados como conversos locales, implícitamente se culpaba a la comunidad entera (los “musulmanes”) por causar su propia otredad. Dentro de la lógica de la administración colonial, como señala Gauri Viswanathan, “la idea de los musulmanes como ‘foráneos’ (...) fue propagada por los musulmanes mismos”[76]. Es decir, ellos son los responsables de su otredad.

Más allá de las fronteras del estado colonial indio esta acusación de la otredad autoinfligida de las minorías puede ser vista como un tropo familiar de la retórica contemporánea del racismo. Alrededor del mundo frecuentemente se culpa a las minorías por esto, como si la “consciencia racial” fuera “la causa de la división social y no el producto de parámetros preexistentes de discriminación”[77]. Una acusación familiar sería: “que se echen a sí mismos la culpa; si no se automarcaran como distintos en primer lugar, no habría problema alguno”. ¿Pero quién los marca en primer lugar? ¿Quién convierte en otro al otro? En cualquier proceso de imposición de la otredad tiene que haber un sujeto como eje con respecto al cual el otro se mide y juzga. ¿Quién determina al “otro”? ¿Cuáles son las condiciones de poder que hacen que tal determinación sea posible y se haga hegemónica?

En vez de sucumbir a las trivialidades del “sentido común” que la teoría cultural global ha generado alrededor del discurso sobre el sujeto y el otro, se hace necesario matizar cómo se aplican—y se llevan a cabo--en la práctica, las nociones del sujeto y el otro en culturas políticas particulares. En India, por ejemplo, a fines de los años veinte organizaciones comunalistas extremistas hindúes como Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS) dejaron enfáticamente claro que el “sujeto”—o más exactamente, el “auténtico sujeto indio”—debía ser visto como intrínsecamente “hindú”[78]. El RSS definía a este último como “indio” en términos explícitamente excluyentes. Frente a este absolutismo, a todas las minorías religiosas—no solo musulmanes, sino también cristianos, jainistas, budistas, sijes, parsis y judíos—no les quedó más alternativa que ser los otros. Significativamente, fueron convertidos en otros de formas diferentes, pero el “auténtico sujeto indio” con respecto al cual se discriminaba a los demás, seguía siendo inequívocamente “hindú”.

Por ejemplo, un ideólogo temprano de la derecha hindú, V.D. Savarkar, definió al “hindú” en 1923 como “una persona que considera la tierra de Bharatvarsha desde el río Indo hasta los Mares como su patria (pitribhumi), así como su Tierra Santa (punyabhumi) – que es la cuna de su religión”[79]. Junto a la noción de pertenecer a un territorio común estaba la asociación más materialista de poseer—no solo de compartir—una “sangre en común”: “Todos somos hindúes y poseemos una sangre en común”[80]. La referencia a la “posesión” nos lleva de nuevo a la idea de propiedad e indirectamente a las nociones de verificación, regulación y derechos de autor. Parecería que la sangre no es solo una esencia primordial, sino un componente vital para probar que uno tiene derechos de propiedad sobre un territorio en general. Inevitablemente, frente a la creencia implacable en ese derecho que falsamente reunía a los brahmanes y a las castas más bajas bajo la rúbrica del “hindú”, las comunidades que no eran hindúes y que no poseían esa “sangre en común” por nacimiento, religión, o implícitamente por cultura, fueron vistas sumariamente como “foráneas”.

Algunas comunidades eran más “foráneas” que otras: mientras que los budistas, janistas y sijes podían reclamar India como la tierra de nacimiento (janmabhumi) de sus identidades y tradiciones religiosas, esto no aplicaba para los cristianos, parsis y judíos, quienes fueron ligados categóricamente a ancestros, culturas y tradiciones ajenas al país. Aun así, había más tolerancia hacia estas comunidades que hacia los musulmanes porque cada una a su modo había aceptado que India era su país o contribuyó a su desarrollo, mientras que la lealtad de los musulmanes supuestamente era para Arabia, Persia, Turquía o de modo más ofensivo, Pakistán. La proximidad misma, e incluso la equivalencia, entre musulmanes e hindúes antes de su conversión, contribuyó aún más a alimentar su imagen de “traidores”.

Por consiguiente, no es raro que mediante la lucha por la Independencia y cada vez más después de ella, como han señalado numerosos investigadores, los musulmanes hayan tenido que acreditar su patriotismo para poder ser considerados “indios” y no “pakistaníes abiertos o en el armario”[81].

Regresando a los tropos de “pasar por” y “ocultar” podría decirse que, dentro de las contradicciones ideológicas de Hindutva, a los musulmanes se los sigue acusando de “pasar por” indios mientras en secreto mantienen su identidad primordial de pakistaníes en el armario. “Ocultar” los signos más públicos de su diferencia podría ser una forma de ganar aceptación, la cual se extendería a sus posibilidades de acomodarse socialmente y ser asimilados por la cultura india dominante. Sin embargo, la mayoría de veces este ocultamiento es visto como oportunista, si no incompleto, de forma que le hace el juego al feroz estereotipo de los musulmanes como la “minoría mala” (aquella que se rehúsa a atenuar la afirmación de su diferencia y su lealtad errónea), en oposición a la “minoría buena” (aquella que se comporta apropiadamente y contribuye al crecimiento de la nación).

Si hay un tropo que conecta el discurso indio de las “minorías buenas y malas” con el discurso más globalizado del “musulmán bueno y el musulmán malo”, primero enunciado por académicos conservadores como Bernard Lewis para luego ser debatido con descaro por George Bush tras “el 11 de septiembre”, consiste en la necesidad de que tanto las “buenas minorías” como las “malas minorías” den pruebas de sus afiliaciones[82].

Bush reiteró el punto y Tony Blair le hizo eco, de que los “malos musulmanes” son responsables del terrorismo, mientras que los “buenos musulmanes” “nos” quieren apoyar en la “guerra al terror” porque son gente intrínsecamente decente y temerosa de Dios. Sin embargo, como ha señalado Mahmood Mamdani a partir de un tópico bien conocido del discurso legal, todo musulmán es “malo” a menos que se demuestre lo contrario. Solo al apoyar la guerra contra los “musulmanes malos” los musulmanes en general comprobarían su “bondad”[83]. Mientras que en la jerga legal se presume que un criminal es inocente hasta que se demuestre lo contrario, en el discurso del terrorismo todos los sospechosos musulmanes son culpables ipso facto, a menos que se afilien activamente con la guerra al terror.

En el enfrentamiento entre “buenos musulmanes” y “malos musulmanes” claramente había un intento de crear entre ellos una división interna a nivel mundial, semejante al “divide y vencerás” de la vieja estrategia imperialista. Sin embargo, la dimensión de la islamofobia actual es mucho mayor de lo que pudo haber sido cualquier política colonial que el estado haya empleado para coaccionar y dividir a los musulmanes dentro de las fronteras del estado-nación. Fuera de las conflictivas zonas de Irak, Irán, Palestina o Pakistán, la “guerra al terror” ha cimentado su legitimidad en el establecimiento de un “eje del mal”, otra de las construcciones belicistas de la administración Bush en su intento por propagar la división entre buenos y malos musulmanes. Frente a esta dicotomía absolutista, Faisal Devji plantea la proposición más paradójica de que “el único musulmán bueno es el musulmán muerto”[84]. Si bien en la siguiente sección lidiaremos con la realidad de los “musulmanes muertos” (víctimas del genocidio de Gujarat), la construcción de Devji se contextualiza específicamente dentro de los presupuestos liberadores de los ataques suicidas en los que la “bondad” de los atacantes depende de su condición de mártires. Aunque uno rechace esta lógica extremista, igual controvierte las normas respaldadas por Bush y Blair que al creerse los buenos encuentran la necesidad de defender el Islam frente a los otros “malvados” que tienen internalizados. Los atacantes suicidas no necesitan diferenciar entre “buenos” y “malos” musulmanes para confirmar su sacrificio supranacional, el cual se hace posible mediante actos de terror en sus propios términos y mediante sus propios medios, en especial, cuerpos que también hacen de aparatos explosivos.

 

El genocidio de Gujarat

Frente a este trasfondo regreso al comentario atribuido al Ministro en Jefe de Gujarat, Narendra Modi, en Star TV, poco antes de que supuestamente planeara y legitimara lo que se conoce como el “genocidio” de Gujarat: “Todos los musulmanes no son terroristas, pero todos los terroristas son musulmanes”[85]. Significativamente, el lenguaje malicioso de este equívoco comunalista se presenta como axioma y por tanto, más allá de cualquier cuestionamiento o debate crítico. No es solo que la lógica de Modi, cimentada en mentiras preconcebidas y en el rechazo a asumir la intransigencia de su definición de “terrorista” sea tortuosa en primer lugar, sino que borra el papel que juega el estado en la perpetración del terror.

El genocidio de Gujarat que victimizó a los musulmanes entre el 28 de febrero y el 3 de marzo de 2002, además de haber sido ampliamente condenado en India por asociaciones ciudadanas y grupos de derechos humanos, ha sido analizado extensamente como un ejemplo de limpieza étnica patrocinada por el estado. Las atrocidades de Gujarat que sufrieron la marginación vergonzante de una “comunidad internacional” más preocupada por la magnitud global del “11 de septiembre” y la “guerra al terror”, ofrecen una evidencia perturbadora de la islamofobia creciente entre líderes y simpatizantes de la derecha hindú[86]. Reportes recientes indican que más de 3.000 musulmanes fueron asesinados y más de 100.000 desplazados. De estos, 21.000 siguen viviendo en campamentos transitorios más de diez años después. Para ser un estado que se precia de su “desarrollo”, Gujarat no demuestra compasión alguna por sus ciudadanos más desamparados y vulnerables—o más exactamente, sus no ciudadanos despojados de los derechos humanos y constitucionales más básicos.

Usando el argumento de la “retaliación”, los representantes de la derecha hindú han justificado los asesinatos de Gujarat sobre la base de que las masas hindúes reaccionaron violenta aunque inevitablemente, ante la quema de cincuenta y nueve kar sevaks o peregrinos hindúes que regresaban de Ayodhya. En un aterrador incidente cuyo extremismo debe ser reconocido y condenado por sí mismo, estos peregrinos fueron quemados vivos el 27 de febrero de 2002 en Godhra, en un compartimiento de la compañía ferroviaria Sabarmati Express. Hasta hoy día no ha habido indicaciones claras de cómo ese compartimiento fue reducido por completo a cenizas, acción que obviamente requirió del uso de una gran cantidad de combustible presente dentro del mismo. Justo tras la quema de los kar sevaks, sin ninguna averiguación estatal o judicial, ni intento alguno por calmar las tensiones comunalistas, Narendra Modi, perteneciente al BJP (Partido Bharatiya Janata), tomó ventaja de la volátil situación. Puede decirse que si fue posible que el genocidio de los musulmanes empezara y se extendiera, fue porque el primero al mando optó por no llamar al ejército para evitar que la situación se saliera de las manos.

En 2014, siendo aún el Ministro en Jefe de Gujarat y dueño de un agresivo perfil nacionalista de promotor del “desarrollo”, así como candidato principal de la derecha hindú para las próximas elecciones de primer ministro, Modi sigue siendo una figura profundamente controversial en el contexto general del genocidio de 2002 en Gujarat. Numerosas organizaciones han cuestionado su papel en la planeación del mismo, en especial la Comisión para los Derechos Humanos, Human Rights Watch, Concerned Citizens Tribunal y publicaciones activistas como Communal Combat. Además, el contexto comunalista más amplio de Gujarat ha sido documentado en ediciones críticas de ensayos y fuentes primarias por parte de Asghar Ali Engineer (2003) y Siddharth Varadarajan (2002), en estudios académicos de Martha Nussbaum (2007) y Christophe Jaffrelot (2010), y complementado por incisivos reportes analíticos de la historiadora Tanika Sarkar (2002) y el activista legal Arvind Narrain (2004), además del documental de Rakesh Sharma titulado The Final Solution, 2004 [La solución final]. A nivel discursivo la evidencia es abrumadora, aunque no logre capturar del todo la brutalidad del genocidio. Cuando la violencia comunalista comenzó en Godhra, los hospitales rechazaron atender a las víctimas musulmanas. La policía también se rehusaba a intervenir e investigar los ataques sistemáticos contra vecindarios y tugurios musulmanes. Estos ataques eran liderados por hordas enfurecidas que enarbolaban trishuls (tridentes) y lanzaban bombas de cilindros de gas. Los dargahs (templos musulmanes) fueron quemados y sustituidos por templos en honor a Hánuman, mientras que en localidades enteras todas las tiendas pertenecientes a musulmanes fueron sistemáticamente inventariadas, marcadas y destruidas con la precisión de un pogrom premeditado.

Todos estos hechos indican que los acontecimientos de Gujarat pueden ser justificadamente descritos como “genocidio” en la medida en que una comunidad religiosa particular fue atacada premeditadamente y con intenciones de masacrarla. En este contexto, es apropiado hacer un breve repaso de la genealogía de “genocidio”. La palabra fue acuñada por Raphael Lemkin, un abogado polaco, y se deriva del término genos, que significa “raza, nación o tribu” en griego antiguo, y caedere, que significa “matar” en latín[87]. La palabra fue usada por vez primera en la ley internacional en 1948 cuando se incorporó a la recién establecida Convención para la Prevención y Castigo del Delito de Genocidio que se aplicó al exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Elocuentemente—y de modo problemático—el genocidio no ha sido invocado para condenar los asesinatos masivos de homosexuales, comunistas o pueblos indígenas (aunque la aniquilación de estos últimos en EEUU pueda justificadamente ser vista como tal: un genocidio sobre el que la democracia más poderosa del mundo ha establecido su reputación).

Como enfatiza Arvind Narrain en sus valiosas reflexiones en “Truth Telling, Gujarat and the Law”, 2004, [“Decir la verdad, Gujarat y la ley”], los “únicos grupos considerados dignos de protección bajo la Convención para el Genocidio de 1948 son los grupos nacionales, religiosos, raciales y étnicos”[88]. Usando la definición oficial del término se puede argumentar que los musulmanes de Gujarat fueron víctimas de genocidio por ser miembros de una comunidad religiosa específica; de modo más crítico, fueron asesinados y sus propiedades destruidas debido no a una “violencia azarosa que el estado no pudo controlar”, sino por la complicidad de ese estado en la perpetración de la violencia.

Como han confirmado los reportes del Concerned Citizens Tribunal [Tribunal de Ciudadanos Preocupados] y de la Comisión Nacional de Derechos Humanos de India, “con intención y por influencias, el Estado” abdicó de su “responsabilidad de proteger la vida de los ciudadanos. El Estado no actuó, aunque presenció asesinatos, violaciones, destrucción de propiedades y profanación de lugares de culto, en algunos casos hasta ayudó en el proceso”[89].

Frente a este descarado despliegue de violencia, posible gracias a la comunalización general de la sociedad de Gujarat, es difícil encontrar consuelo en las clasificaciones académicas del comunalismo que han racionalizado la “otredad” impuesta a los musulmanes sobre bases culturales y no raciales o eugenésicas. Yo enfatizaría que ya no es posible explicar el racismo hacia el “otro” musulmán con eufemismos como “un racismo de dominación”, el cual deja abierta la humillante posibilidad de que los musulmanes “se integren” a la sociedad india como ciudadanos subordinados de segunda clase[90]. Actualmente nos vemos obligados a reconocer el surgimiento de un “racismo del exterminio” que sale a la luz mediante erupciones de violencia rigurosamente monitoreadas. Esta inclinación hacia el exterminio es sustancialmente clara en la documentación acerca de las revueltas de Gujarat.

Todo genocidio se encuentra marcado por demostraciones despiadadas, a veces sádicas, de violencia excesiva y sin sentido. Gujarat no fue la excepción. Si uno acepta la obviedad de que la violencia no es arbitraria sino sigue patrones culturales y rituales de tortura, asesinato y mutilación de las víctimas[91], cómo uno mata está intrínsecamente relacionado con cómo uno ve al otro e innegablemente, cómo uno ve—o deja de verse—a sí mismo en ese proceso. A este respecto, es posible reconocer una performatividad en el acto mismo de matar en cuanto se halla ligado a la producción de un sujeto particular. Y, sin embargo, esta tesis que se basa en la intencionalidad y en la apreciación de diferencias entre grupos étnicos y religiosos no puede ser absoluta; en cambio, hay que abordar la realidad concreta que rodea el acto violento, cuya intensidad y virulencia tienen el poder de desordenar cualquier tesis académica nítida sobre la formación del sujeto.

Doy algunos ejemplos: en Gujarat, los cuerpos de las mujeres musulmanas en particular fueron sometidos a terribles actos de violencia, incluyendo feticidios como parte del genocidio. Según la evidencia de la historiadora Tanika Sarkar, descubrimos que

La mayoría de las víctimas de violación fueron quemadas vivas (...) algunas fueron golpeadas con tubos y barras por casi una hora. Antes o después de su asesinato les cortaban la vagina o les introducían barras de hierro. Según varios testigos, Kausar Bano, una joven muchacha de Naroda Patiya con varios meses de embarazo, fue violada y torturada, le abrieron el vientre con una espada para sacar el feto, despedazarlo, y quemarlo vivo junto a su madre[92].

Frente a esta evidencia, la predilección por explicar el genocidio o la limpieza étnica dentro de la hermenéutica posmoderna global de “la intimidad que pierde terriblemente la cabeza”[93] según la expresión de Arjun Appadurai en un provocador ensayo, es algo simplista. Más adelante profundizaré en las dificultades de tal posición, por ahora, aun si Kausar Bano es “personalizada” por los restos mutilados de su cuerpo, hay que recordar que su feto permanece innombrado, anónimo, asexuado y, sin embargo, irrevocablemente marcado como musulmán.

Con el ímpetu de una activista, Tanika Sarkar documenta la evidencia sicopatológica concreta del genocidio con el objetivo de explicar el genocidio fetal como “destrucción simbólica de futuras generaciones, del futuro mismo de los musulmanes”[94]. Al relacionar este hecho, al igual que la quema de hombres, mujeres y niños, con la destrucción de evidencia, Sarkar fuerza un poco su interpretación--bien justificada en lo demás--para sugerir que la imposición de la “cremación” hindú sobre los musulmanes de Gujarat es una “macabra conversión forzada postmórtem”[95]. Yo diría que en esta construcción hay un exceso hermenéutico e incluso un performativo contrahecho que no ilumina la violencia en cuestión. Aunque la conversión, como expuse antes en este capítulo, ha sido una de las causas fundamentales del resentimiento contra los musulmanes indios, ya no puede verse como la razón de ser de la ira actual contra ellos.

Si tuviéramos que lidiar con la performatividad de la conversión, sería más apropiado tratar las reconversiones coaccionadas de comunidades tribales y cristianos dalit (de casta baja), quienes han “vuelto al redil” forzadamente gracias a los fanáticos de Hindutva, y a pesar de que su afiliación hindú “auténtica” quedó manchada para siempre. Podemos describir estas reconversiones como un nuevo ritual performativo de reconfirmación “del racismo de las castas superiores”. Los hechos de Gujarat son inmensamente distintos, pues los asesinatos de musulmanes no estaban ligados a un intento por “devolver” a los musulmanes a su previa condición “hindú”. Más bien estaban despiadadamente dirigidos al hecho de que no se puede confiar en los musulmanes, ya que son intrínsecamente violentos y por tanto, hay que exterminarlos.  Sería desesperadamente optimista asumir que al liquidarlos se acaba la historia del terror comunalista, pues tal vez ya se está gestando otro ciclo de violencia.

 

“Certeza mortal”: los límites de la performatividad

A la crítica del genocidio de Gujarat que se apoya en las tendencias comunalizadoras del estado-nación indio sería útil yuxtaponerle una perspectiva más global de la violencia étnica, como la ofrecida por Arjun Appadurai en “Dead Certainty: Ethnic Violence in the Era of Globalization”[96], 1998, [Certeza mortal: violencia étnica en la era de la globalización][97]. Una rápida ojeada a este ensayo pondría al descubierto las misteriosas correspondencias en acción en el “exceso de rabia” (243) que caracteriza esa violencia a lo largo de distintos contextos culturales, y también revelaría diferentes modalidades teóricas para tratar de “hacer sentido de la violencia”, según la acertada expresión de Mahmood Mamdani[98]. Appadurai no usa específicamente el discurso de la performatividad para “hacer sentido de la violencia”, pero su ensayo constituye en sí mismo una virtuosa ejecución que abarca un recorrido extraordinariamente vasto por las diversas crueldades y formas de la tortura corporal—o más exactamente, del “cuerpo étnico”—que no es el “sitio” de la violencia, sino “un escenario para la incertidumbre bajo las circunstancias especiales de la globalización” (226, el énfasis es mío).

En “Dead Certainty” se culpa a la globalización por la “incertidumbre social radical” de nuestro tiempo que se ve reforzada gracias a “estados debilitados, refugiados, desregulación económica y formas sistemáticas de empobrecimiento y criminalización” (226). La porosidad de las fronteras, la intensidad y velocidad del comercio, la circulación de ideas por internet y otros medios, junto con el inmenso número de migrantes de un lugar a otro: todos ellos contribuyen al escenario global de una incertidumbre que es irreversible y en gran medida, no negociable. Junto a esta situación, que complica la afirmación algo más entusiasta de los “flujos” globales en su libro anterior Modernity at Large, 1997, [La modernidad desbordada], Appadurai plantea la intensificación igualmente tremenda de la violencia étnica, la cual cartografía por medio de la intersección de discursos antropológicos, culturales y filosóficos.

En el proceso, nivela los campos de exterminio mundiales con audacia retórica y delimita múltiples taxonomías de la violencia.  Lo importante es hacer un barrido discursivo y de citas sobre dicha violencia a nivel global, más que realizar una lectura detallada de cualquier genocidio, atrocidad o masacre étnica en particular. A partir de la etnografía y densos trabajos de campo de los principales estudios al respecto, Appadurai logra extrapolar con maestría los contextos locales y manifestaciones de la violencia propios de lugares como Ruanda, Tanzania, India, Sri Lanka, Irlanda del Norte, Camerún y China. Sin embargo, se equivoca al no problematizar el hecho de tales países se ubican de formas radicalmente distintas frente a las fuerzas de la globalización. En cambio, él ubica las incertidumbres de nuestro tiempo con relación a la realidad inexorable de la violencia étnica dentro del mismo cuadrante de la globalización. Yo argumentaría que al hacerlo él esencializa ese estado global de incertidumbre para poder proponer su tesis de la “certeza mortal”, e implicar así que el impacto totalizante de la “incertidumbre” es el responsable directo de la “certeza mortal” de la violencia étnica contemporánea.

Junto a las “incertidumbres” de la globalización, Appadurai enfatiza las aporías producidas por megaentidades como las Castas Encartadas, las Tribus Encartadas (SC y ST respectivamente según sus siglas en inglés) y las Otras Clases Atrasadas (OBC en inglés)[99], que son las categorías principales de cuotas que el estado indio poscolonial ha implementado para ofrecerles oportunidades económicas y sociales a los millones de personas de casta baja. Al destacar las “incertidumbres” identitarias surgidas de estos mecanismos gubernamentales, Appadurai no toma en cuenta que poseen una naturaleza diferente a las que producen las agencias globales. Del mismo modo, tienen impactos considerablemente distintos sobre las comunidades locales.  A pesar de la confusión y el resentimiento que generan las cuotas [reservations], hay beneficios debido a las oportunidades sociales y económicas que grandes sectores de la población perciben y desean, si bien esas oportunidades no siempre se hacen realidad. Aun si hubiera que argüir que tal política de cuotas incentiva las incertidumbres identitarias de la sociedad india, también habría que considerar que no toda forma de incertidumbre identitaria es necesariamente proclive a la violencia étnica o comunalista.

Al reunir su evidencia en un registro más performativo, Appadurai suma a su lista de “incertidumbres” la “inestabilidad de la diferencia de rasgos corporales” que dificulta la identificación del “cuerpo étnico” tanto de la víctima como del asesino. Por ejemplo, en referencia al conflicto étnico en Ruanda, Appadurai afirma: “No todos los tutsi son altos; no todos los hutu tienen las encías enrojecidas; la nariz no siempre puede ayudar a identificar a los tutsi, ni la manera de caminar a los hutu” (232). Aprovechando las variables fisonómicas junto con otros deslizamientos somáticos y kinéticos, Appadurai asegura que “el cuerpo étnico resulta ser en sí mismo potencialmente engañoso” (232, el énfasis es mío). La referencia previa a la “potencialidad” se ve reemplazada por la certeza hermenéutica.

En última instancia, no es ni la facticidad ni la historiografía lo que motiva el pensamiento posmoderno de Appadurai sobre la violencia étnica, a la que presenta mediante una inversión de tropos retóricos relativos a la vivisección y otras formas de crueldad sobre el cuerpo humano. Al acercarse al meollo de su tesis, Appadurai propone las “etiquetas étnicas” como “contenedores abstractos para las identidades de miles, a menudo millones, de personas” cuyas “grandes abstracciones numéricas” provocan “grotescas formas de violencia física” (240). Aparentemente, estas formas que Appadurai define como viviseccionistas, “ofrecen caminos temporales para presentar a estas abstracciones como comprensibles, para hacer de estos grandes números algo sensual, para lograr que etiquetas que son potencialmente aplastantes resulten por un momento personales” (240, el énfasis es mío). Apoyándose en esta retórica, Appadurai confirma su tesis principal de que “las formas más horribles de violencia etnocida son mecanismos para producir personas a partir de lo que, de otra manera, no son más que etiquetas difusas a gran escala, que tienen efectos, pero que carecen de lugares” (241). Es por este acto de producir personas mediante el acto de matar que Appadurai se acerca más a la confirmación de un performativo, aunque abriendo una gama de interrogantes problemáticos referentes a la agencia, la interpretación y la ética del asesinato.

En un intento por evadir esos interrogantes resultantes de la gran audacia de su tesis, Appadurai reconoce que su postura “modifica” la interpretación ya establecida que plantean los principales estudiosos del genocidio y la violencia política en Ruanda e Irlanda del Norte, quienes sugieren que “la violencia étnica produce símbolos abstractos de etnicidad a partir de los cuerpos de las personas reales” (242)[100]. En contraste, lo que hace Appadurai no es tanto “modificar” esta posición sino invertirla al afirmar que son las abstracciones las que producen la violencia y esta, a su vez, hace personas a partir de los cuerpos. ¿Pero hasta qué punto esta inversión sustenta el hecho brutal de la violencia misma? ¿Para quién es la “persona” que Appadurai nombra en su golpe de estado teórico, una persona, y no otro cadáver o víctima? ¿Cómo debe verse en primer lugar a una “persona”, como viva o muerta?[101].

Sin interés alguno por intentar una crítica reflexiva o empatía hacia el universo de las víctimas reducidas a “cuerpos”, o aún peor, cuerpos mutilados, Appadurai pareciera negar la posibilidad de que estas fueran personas singulares antes de sufrir el acto de violencia.  Según esta lógica perversa, la vivisección casi es una necesidad al transformar una abstracción en una persona concreta.

Mediante la reiteración del mismo punto con una elocuencia que se va incrementando en distintos formatos aforísticos, Appadurai añade que la violencia no consiste solo en identificar la indeterminación del otro; en cambio, el acto de matar se convierte en el “medio para satisfacer el sentido del yo [self] categórico” (244, el énfasis es mío). En la tesis primordialista de Appadurai no es claro cómo este “yo” se relaciona con sus imbricaciones en las instituciones e identificaciones generales de “comunidad”, “casta”, “tribu”, “raza” y “nación”, ni bajo la tutela de quién se desatan las peores formas de violencia sectaria[102]. Irónicamente, el problema de la tesis puede ser su propia “certeza mortal”, pues a pesar de su provocadora idea central, no toma en consideración la volatilidad de la violencia étnica en conexión con la muy precisa institucionalización de la identidad étnica.

En el intento de Mahmood Mamdani por hacer sentido del mortífero fenómeno de “las víctimas que se vuelven asesinos” en un análisis más mesurado y autorreflexivo en comparación con la audacia teórica de Appadurai, la “incertidumbre” de la identidad étnica hutu o tutsi no es la estrategia empleada para dar cuenta del inmenso número de asesinatos en masa durante el genocidio de Ruanda. Por el contrario, Mamdani profundiza en la larga historia de acumulación de tensiones étnicas que marcó y dividió a hutus y tusis (desde 1959) como resultado de las agencias coloniales y poscoloniales del estado africano, mediante el uso de categorías como civilizado/incivilizado, indígena/inmigrante, mayoría/minoría. La inversión de “las víctimas como asesinos” no puede separarse del proceso político general, pues se halla entreverada con leyes y sanciones estaduales, económicas y sociales inextricablemente codificadas que si bien pueden ser “abstractas” a nivel discursivo, tienen manifestaciones muy tangibles e identificables en la vida diaria. Aunque no puede decirse que haya una causalidad directa entre estas leyes y sanciones, y la brutalidad concreta de la violencia, brindan un marco necesario para plantear preguntas difíciles sobre la agencia de los perpetradores de la violencia.  Como indica Mamdani con empatía crítica en su articulación del problema: “¿Quiénes creían ser los hutu que asesinaban? ¿A quiénes estaban creyendo matar en las personas de los tutsi?”[103]. El enigma de estos asesinatos es sustancialmente distinto de la “certeza mortal” del acto violento mismo. De modo más crítico, al reconocer las “personas” de los tutsi, Mamdani también restaura la dignidad de las víctimas, la cual, en la construcción de Appadurai, queda suspendida hasta que son asesinadas.

En su búsqueda de una razón lógica para la violencia dentro de los parámetros de su propio “imaginario etnocida”[104], parecería que teóricamente a Appadurai lo cuestiona más el exceso de violencia que las realidades de la violencia misma. Es verdad que hay un disfrute casi performativo en este desplazamiento de la evidencia global relativa a la depravación y perversidad. Tal disfrute se hace cada vez más pronunciado en la medida en que los pormenores de la violencia se ven descontextualizados de las etnografías generales y en el proceso, se sensacionalizan—por ejemplo, la remoción del feto del vientre materno para luego forzar a la madre a comérselo[105].

Aunque no puede negarse la brutal intimidad de semejantes actos de violencia, el peligro está en que puede desviar la atención crítica de la tarea más austera de abordar “la banalidad del mal”. Según indicó Hanna Arendt en este recordatorio de perenne resonancia, el mal se ve normalizado mediante los protocolos rutinarios del estado. La banalidad, mucho más que la incertidumbre, bien pudiera ser uno de los tópicos más duraderos de la violencia de nuestro tiempo. Lo que hacen las distintas agencias de la burocratización que ratifican la violencia no es tanto precipitarla como legitimarla, obligar a que se normalice y sea aceptada como parte de la vida. Ciertamente, este es el caso del posgenocidio en Gujarat, cuyos perpetradores principales todavía están libres e incluso firmemente fortalecidos dentro del aparato del estado, a pesar de los recientes veredictos de 2012 en contra de los perpetradores de la matanza de Naroda Patiya.

También hay que reconocer que la violencia comunalista que se desató en Gujarat y que fue subsecuentemente marginada del discurso del “desarrollo”, no podría haber sido posible sin la comunalización de la sociedad en general. Se podría argumentar que Gujarat no creó la violencia comunalista, sino que es un resultado particularmente virulento de lo que ya existía y todavía sigue siendo justificado. Con certeza, la violencia no surgió porque musulmanes e hindúes sentían incertidumbre sobre su situación con respecto al otro grupo. Por el contrario, dentro de la aplicación de la agenda e ideología de Hindutva contra las minorías, grandes sectores de las comunidades hindú y musulmana estaban demasiado “seguros” de su situación con respecto a la otra comunidad.

En resumen, propongo que la “certeza mortal” del genocidio de Gujarat no puede separarse de la verdad banal y aterradora de que los perpetradores del genocidio estaban totalmente conscientes de que se saldrían con la suya. Aunque la ley no estaba de su lado, podía suspenderse indefinidamente para permitir que su barbarie fuera sistemáticamente borrada y olvidada. Por lo tanto, contra la “certeza mortal” de la violencia, también habría que inscribir la incertidumbre de la justicia que, en último término, podría ser una de las autorizaciones más mortíferas para la continuación de la violencia en nuestro tiempo.

Tristemente, la narrativa de la violencia no termina con la muerte de las víctimas cuyos cadáveres a veces están tan mutilados que son casi “irreconocibles”. Appadurai acierta cuando reconoce que no hay verdades que persistan tras la “certeza mortal”: en “el ‘escenario del cuerpo’ en que esta violencia se lleva a cabo, nunca resulta verdaderamente catártica, gratificante o terminal; sólo desemboca en una profundización de las heridas sociales, una epidemia de vergüenza, una colusión de silencio y una violenta necesidad de olvidar” (244). Frente a este lúgubre escenario, parecería que la esperanza que le queda a las víctimas para la obtención de recursos para hacer justicia o curar sus heridas fuera muy limitada. Ahondaré en esta situación cuando examine los modelos alternativos de la verdad y reconciliación en el tercer capítulo, que se halla seguido de preguntas más difíciles sobre la posibilidad de buscar justicia por fuera de la ley hacia el final del cuarto capítulo.

Por el momento, permítasenos desplazar el escenario del presente capítulo de la magnitud del genocidio hacia algunos encuentros sorprendentes con la violencia de nuestro tiempo en las culturas de la vida diaria. Irónica aunque significativamente, estos momentos reveladores se vieron iluminados por accidentes menores, contradiciendo así la formidable concepción de Paul Virilio de los accidentes ambientales, globales, nucleares y tecnológicos que se manifiestan como desastres. En contraste, los accidentes de los encuentros humanos en la vida diaria pueden iluminar nuevas posibilidades de autodefinición y renovación creativa.

Revelar el propio ser

Frente a las ambivalencias de lo que es “seguro” e “inseguro” sobre la violencia, termino este capítulo con una anécdota que rubrica la acertada descripción de Walter Benjamin: “El verdadero método para hacerse presentes las cosas es plantarlas en nuestro espacio (y no nosotros en el suyo)”[106]. Siempre es un problema desinfectar el terror del genocidio “allá afuera”, dentro de los seguros confines de cualquier escrito: la responsabilidad de reportar y llamar la atención a la violencia puede dar pie a la cómoda confirmación de que uno es el bueno. Las tribulaciones de atestiguar a larga distancia podrían sucumbir a la incomodidad del voyerismo. Por supuesto, tal incomodidad no debe ser usada para suspender la búsqueda de los hechos; esto simplemente aumentaría la complicidad del silencio. Tampoco es necesario autofustigarse por la evidente “deficiencia” de la propia representación, ya que esto podría ser un gesto de autoperpetuación de una autoría “fallida” modulada estratégicamente. Tal vez una posibilidad de lidiar con la violencia que no hemos presenciado personalmente es inscribir nuestra propia distancia de su localización. En esa distancia existe tanto un sentido profundo de desasosiego como la posibilidad de repensar la ordinariez de la vida en el lugar donde uno está, en el que despierta la violencia.

Comencé este capítulo compartiendo una conversación en la que pasé por un musulmán que antes era terrorista. Llegué a decir que “es peligroso pasar por musulmán hoy en día”. Quizá lo que no enfaticé suficientemente fue el dilema ético de cómo resistirse a ser “tomado por” musulmán en situaciones coercitivas, para a la vez rechazar con igual ímpetu la desidentificación total con la categoría “musulmán”. Después de todo, la desidentificación puede sucumbir fácilmente a los estereotipos negativos de los “musulmanes” que como se ha demostrado en este capítulo, están henchidos de las peores formas de demonización.

Ya que estoy finalizando este capítulo, permítaseme compartir otra historia, no de desidentificación sino de confusión de identidades, en la que ser tomado por musulmán también podría ser una fuente de esperanza y autorrenovación:

Los detalles no son claros en mi mente. Estoy en una calle de Calcuta cerca de mi casa. De repente, un rumor atraviesa la calle como un cuchillo. Estallan el temor y el pánico anunciando la inminencia de una revuelta. A los pocos segundos la calle está desierta, el hierro prensado de los portones de las tiendas baja en rápida sucesión con un estruendo, pasan los cerrojos de las puertas y queda un silencio ominoso. Me quedo solo en la calle enfrentando una incertidumbre que no puedo descifrar, pero de la que deseo escapar. Un taxi acelera y está a punto de doblar en una curva cerrada de la calle. Solo recuerdo que el taxista y yo cruzamos fugazmente la mirada. Me grita que me suba. Me siento adelante, sin preguntas.

Gradualmente, en la medida en que el carro se aleja en este viaje surreal hacia ningún destino en particular, encuentro que las cosas vuelven a la normalidad. Lo familiar ya deja de ser diferente. Me volteo hacia el conductor y le agradezco su ayuda. Solamente cuando él murmura que debemos ayudar a los miembros de “nuestra propia comunidad” me doy cuenta que me ha tomado por musulmán.

Podría no mencionarlo y dejarlo pasar. Sin embargo, algo me obliga a contarlo: “Pero no soy musulmán”. “¿Qué es usted?” me pregunta sorprendido. “Parsi”. “¿Qué es eso?” Antes de que pudiera responder me dijo: “¡Ah, ya entendí! Usted es bohra”. “No”. “¿khoja?” “No”. Todos ellos son tipos de musulmán. Me veo obligado a aclarar lo que es obvio: “Parsi es otra cosa, otra comunidad (Alag jaat hai)”.

El conductor me mira socarronamente, sin estar convencido del todo y sacude la cabeza. Nos empezamos a reír. No importa que él sea musulmán y yo parsi, aunque haberme confundido con un musulmán sea el accidente que nos acercó. El pasar por musulmán no negaba mi identidad; se convirtió en la oportunidad para declarar mi “propio ser”.

Al recordar mi conversación con el chofer, mi memoria me juega una mala pasada con este acontecimiento—o quizá, no acontecimiento—del pasado, me doy cuenta de las impensadas posibilidades de basar una ética del propio ser en las quimeras que resultan al juntar identidades. Mediante estos momentos de reconocimiento, meros destellos de la coexistencia con el Otro en otros y en nosotros mismos, podemos aprender a imaginar un futuro no con una “certeza mortal”, sino con las incertidumbres vivas del momento presente.

 

NOTAS

[1] N. de la T.: Harjot Oberoi explica que en India “comunalismo” se refiere principalmente a “la manipulación de los símbolos y sentimientos religiosos por parte de élites sociales, a favor de sus propios intereses políticos y materiales”. Más allá de algunas características adicionales del comunalismo relacionadas con el pasado colonial del país, Oberoi destaca que “es sobre todo una ideología política”. Véase su artículo titulado “En lidia con conceptos: ¿comunalismo o fundamentalismo?” (Estudios de Asia y Africa. Vol. 26, No. 3 (86) (Septiembre-Diciembre, 1991), pp. 449-457). El Colegio de México. Más adelante en este capítulo Bharucha explica por qué comunalismo equivale a sectarismo.

[2] Walter Benjamin, The Arcades Project, citado por Richard Sieburth en “Benjamin the Scrivener”, Benjamin: Philosophy, History, Aesthetics, 1989, 23.

[3] Para acceder a una exposición de la dinámica de la identidad auténtica vis-à-vis los artificios de un impostor intencional, véase el éxito etnográfico de ventas de Partha Chatterjee titulado A Princely Impostor? The Kumar of Bhawal and the Secret History of Indian Nationalism, 2002. Mientras se burla de los enigmas de la identidad ofreciendo evidencias contradictorias sobre cómo las “personas” se identifican a la vez mediante procesos jurídicos y modos de identificación de la vida diaria más físicos y psicológicos, Chatterjee enfoca su argumento en un principio clave:

Si la ley criminal reformada de nuestro tiempo se halla precedida por la presunción de que una persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario, entonces los regímenes gubernamentales modernos deben presumir que cada individuo es un impostor hasta que él o ella demuestre lo contrario. (361–62)

[4] Erving Goffman, Stigma: Notes on the Management of Spoiled Identity, 1963, 11.

[5] Ibid.

[6] Citado por Kenji Yoshino en “The Pressure to Cover”, New York Times Magazine, 15 de enero de 2006, 2.

[7] Ibid., 4.

[8] Ibid., 6.

[9] Ibid.

[10] Ibid.

[11] Ibid., 7.

[12] Ibid.

[13] Ibid., 8.

[14] Para acceder a una perspectiva comprensiva sobre cómo el secularismo en India aborda las diversas prácticas religiosas a nivel constitucional y en el dominio público, junto a la negociación de las tensiones relativas al síndrome de la “mayoría-minoría”, véase The Promise of India’s Secular Democracy, 2010, de Rajeev Bhargava.

[15] Estas provocadoras construcciones han sido agudamente conceptualizadas y documentadas por Katrin Bromber y Benjamin Zachariah en su ensayo “’Muslims’, ‘Islam’, and the Ordering of the World” (2011).  Entre los numerosos y pintorescos ejemplos que usan para apuntalar sus argumentos, los autores destacan a los proselitistas sudasiáticos en los campos alemanes de prisioneros durante la Primera Guerra Mundial. Un ejemplo es Bhupendranath Datta, hermano del swami Vivekananda. Ellos no eran musulmanes, pero “usaban alias musulmanes para actuar como prisioneros musulmanes (...) al igual que para otras misiones políticas” (1). Bromber y Zachariah también llaman la atención hacia las múltiples identidades de los musulmanes “reales”, en especial los dos hermanos Abus Sattar Kheiri y Abdul Jabbar Kheiri, acusados de “fomentar la yihad en India durante la Primera Guerra Mundial en colusión con los gobiernos turco y alemán” (10). Aunque se identificaban como “musulmanes por religión” y estaban claramente marcados como “indios por su origen geográfico”, también se les conocía como “instructores de los Boy Scouts en Beirut, proselitistas a favor de los Poderes Centrales en Turquía y Alemania, y revolucionarios enviados a la Unión Soviética”, entre otros avatares. ¿Por qué, como argumentan Bromber y Zachariah, debería uno “esperar consistencia y continuidad en los detalles biográficos de los individuos?” (10). La respuesta obvia es que en el contexto más vasto de la construcción de las identidades en el subcontinente indio la categoría de “individuos” no puede valorarse por fuera de la matriz más amplia de las consideraciones comunitarias relativas a la familia, la casta y la religión. Junto con las identidades cosmopolitas globales que favorecen Bromber y Zachariah, se deben poner en la agenda alternativas no liberales para definir la identidad mulsulmana al estilo de Talal Asad (2003) y Saba Mahmood (2004).

[16] Arjun Appadurai, “Dead Certainty: Ethnic Violence in the Era of Globalization”, 1998, 226.

[17] Estos hechos relativos a la construcción de los “musulmanes” en los reportes del censo colonial indio son coherentemente presentados por Gauri Viswanathan en Outside the Fold: Conversion, Modernity, and Belief, 2001, 153–63

[18] Para acceder al trasfondo más amplio del racismo seudocientífico de Risley, véase

el texto de Crispin Bates titulado “Race, Caste, and Tribe in Central India: The Early Origins of Indian Anthropometry”, The Concept of Race in South Asia, 1999, 241–49.

[19] N. de la T.: Según la R.A.E., “hindú” puede corresponder tanto a una persona de India como a alguien que profesa el hinduismo, siempre y cuando por el contexto el sentido sea claro. A pesar de ello, considero erróneo usarlo para denominar la nacionalidad de los habitantes de India. El término “hindú” se originó como designación de los pobladores de cierta región del norte de ese país y también designa a quienes practican el hinduismo. Debido a que existe un estrecho lazo entre ambos sentidos, es a todas luces incorrecto, por ejemplo, usar “hindú” para designar a un musulmán nacido en India. Es preferible usar “indio”, término que se limita a su nacionalidad. En el contexto de este libro no hay riesgo de que se confunda con el término, frecuentemente peyorativo, que se usa para designar a los indígenas americanos.

[20] Gauri Viswanathan, Outside the Fold: Conversion, Modernity, and Belief, 2001, 156.

[21] Naveeda Khan, “Trespasses of the State: Ministering to Theological Dilemmas 
through the Copyright/Trademark”, 2005, 180.

[22] Ibid., 181.

[23] Ibid.

[24] Ibid., 185.

[25] Mahmood Mamdani, “Making Sense of Political Violence in Postcolonial Africa”, 
Experiments in Truth, 2002a, 31.

[26] Ibid.

[27] Jon McKenzie, “The Liminal Norm”, The Performance Studies Reader, 2007.

[28] Mahmood Mamdani, “Making Sense of Political Violence in Postcolonial Africa”, 2002.

[29] Paul Rae, correspondencia con el autor, 23 de septiembre de 2010. Les agradezco inmensamente a él y a Frederick Hertz sus agudos aportes sobre “pasar por” en una correspondencia que inició Ray Langenbach.

[30] Paul Rae, correspondencia con el autor.

[31] Joseph Pugliese, “Biotypologies of terrorism”, 2008, 53.

[32] Video de advertencia temprana. N. de la T.

[33] Ibid.

[34] Para la definición del término queer, véase la nota 62 de la introducción. N. de la T.

[35] Frantz Fanon, Black Skin, White Masks, 1967, 170. La maliciosa equivalencia del “pene” con los hombres negros todavía domina el imaginario racial y recientemente apareció en la controversial pintura del artista sudafricano Brett Murray titulada The Spear, 2012, [La lanza]. Esta mostraba al presidente sudafricano Jacob Zuma posando como Lenin con los genitales expuestos. Lo que buscaba ser una crítica satírica y liberal al sexismo de Zuma en el contexto general del desencanto político con las políticas posapartheid del Congreso Nacional Africano terminó reinscribiendo uno de los peores estereotipos racistas de los hombres negros.

[36] Véase la nota 23 de la introducción. N. de la T.

[37] Citado por Jasbir K. Puar en Terrorist Assemblages: Homonationalism in Queer Times, 2007, 257.

[38] Para la definición del término queer, véase la nota 62 a la introducción. N. de la T.

[39] Ibid., xxiii.

[40] Ibid.

[41] Faisal Devji, The Terrorist in Search of Humanity: Militant Islam and Global Politics, 2009. Devji argumenta convincentemente la “ordinariedad” de los atacantes de Londres, ninguno de los cuales iba regularmente a la mezquita y quienes, a diferencia de los atacantes del “11 de septiembre”, no trataron de “dignificar sus momentos finales mediante ningún ritual ni plegaria” (72). Algunos intentaron “volver a la sociedad británica dominante antes de atacarla”, incluso gozando de “placeres ilícitos de la carne hasta entonces prohibidos” (70). Su entrenamiento no tuvo lugar en “ningún escondite secreto ni guarida religiosa, sino en espacios públicos como gimnasios, clubes juveniles y expediciones en balsa” (76).

[42] Jasbir K. Puar, Terrorist Assemblages: Homonationalism in Queer Times, 2007, 46.

[43] Ibid., 37.

[44] Ibid., 38.

[45] Ibid., 257.

[46] Citado por Khaled Ahmed en “Omar Saeed Sheikh the sohna, the haseen, the jameel, the beautiful”, Indian Express, 2 de agosto de 2002, 9. 
Estoy agradecido con Shad Naved por contextualizar las palabras para el aprecio de la belleza física– haseen, jameel (urdu) y sohna, mohna (punjabi/hindi) – tomadas, en sus palabras, de “tópicos poéticos para describir al amado en el género lírico persa ghazal y en la poesía panegírica. Tales términos se usan en la poesía devocional dirigida a diversos imanes (llamada marsiya). La idea del ciprés (sary en persa) y los variados tropos para la piel del que se ama provienen de los tópicos para describir al amado en la tradición ghazal. Los epítetos punjab contrastan con las alusiones clásicas por su tono informal” (Comunicación con el autor, 9 de enero de 2014).

[47] Bernard-Henri Lévy, “Who Killed Daniel Pearl?”, 2004, 82.

[48] Ibid., 140.

[49] Ibid., 141-142.

[50] Ibid., 142.

[51] Ibid.

[52] Ibid., 83.

[53] Ibid., 151. El exrehén que le da esta información a Bernard-Henri Lévy es Rhys Partridge.

[54] Ibid.

[55] Ibid.

[56] Citado por Jasbir K. Puar, Terrorist Assemblages: Homonationalism in Queer 
Times, 2007, 38.

[57] Ibid.

[58] La “doble muerte” de Gerónimo es analizada por Joseph Pugliese en State Violence and the Execution of the Law: Biopolitical Caesurae of Torture, Black Sites, Drones, 2013, 52.

[59] Un ejemplo de ello es la cubierta de este libro. El 11 de septiembre de 2002, exactamente un año después del ataque a las Torres Gemelas en Nueva York, circuló una imagen en los medios globales que mostraba a un terrorista capturado en Karachi, rodeado de elementos de la policía sindh portando rifles. El terrorista fue identificado como Ramzi bin al-Shibh, quien compartía vivienda con su compatriota de Al Qaeda Mohammed Atta. Se lo veía con la frente y los ojos tapados por un pañuelo, el cuerpo arqueado, la boca emitía lo que parecía ser un grito desafiante.  Los soldados miran a la cámara como reclamando la posesión de su presa. Salto en el tiempo hasta abril de 2011: WikiLeaks empieza a publicar los títulos de sus archivos sobre 779 detenidos en Guantánamo (incluyendo a Ramzi bin al-Shibh). Los Reportes de Evaluación de Detenidos (DABs por sus siglas en inglés) confirman que ha sido capturado la noche anterior en Karachi en un lugar diferente, dejando en el aire muchas preguntas sin resolver: ¿Fue llevado a ese segundo sitio en Karachi después de ser arrestado y exhibido por las calles? ¿Hubo otro terrorista arrestado en su lugar al que  “hicieron pasar” por Razmi bin al-Shibh? ¿Fue esto simplemente un fallo en la información del servicio secreto? ¿O fue una escena deliberadamente planeada para mostrar que las autoridades paquistaníes estaban llevando a cabo acciones contraterroristas en el aniversario del “11 de septiembre”, cuando el presidente Musharraf se dirigía a las Naciones Unidas en Nueva York? Las piezas que faltan en este rompecabezas han sido hábilmente reunidas por la fotógrafa independiente Christina Zück, cuyo artículo “The Captured Image” (frieze magazine, número 3, invierno 2011–12) ofrece un contexto más completo de los artificios subyacentes a la propaganda visual sobre el terror. En su lectura de la fisonomía y teatralidad de los retratos escenificados de antemano para la coreografía más amplia del terror, ella combina agudas revelaciones sobre la materialidad de estas imágenes junto con una investigación cuasi forense de sus subtextos políticos. En ese proceso, su práctica de lectura iconográfica corrobora la famosa frase de Walter Benjamin de que “en los tiempos de terror, cuando todos tienen algo de conspirador, cualquiera puede estar en situación de jugar al detective”.

[60] Jasbir K. Puar, Terrorist Assemblages: Homonationalism in Queer Times, 2007, 166.

[61] Ibid., 179.

[62] Ibid.

[63] Ibid., 187.

[64] Ibid.

[65] Ibid., 189. Puar se inspira en la insistencia de Massumi, expresada en Parables 
for the Virtual: Movement, Affect, Sensation (2002), en los “lazos de los procesos emocionales que median el conocimiento cognitivo y epistémico” (189). Para Massumi, “la  sensibilidad visceral del cuerpo” anticipa “la traducción de la vista, el sonido o la percepción del roce en algo más reconocible asociado con un objeto identificable” (189). De modo más gráfico, él ofrece el ejemplo de cómo “los pulmones se contraen incluso antes de que los sentidos hagan la relación con la presencia de una sombra en ‘una noche oscura en una zona peligrosa de la ciudad’” (189).

[66] Ibid., 194.

[67] Ibid., 211. La palabra clave “ensamblaje” [assemblage] de la construcción “ensamblajes terroristas” de Puar, se inspira en el uso que hacen Deleuze y Guattari de esa palabra como “colección de multiplicidades” que “no tiene ni sujeto ni objeto, solo determinaciones magnitudes y dimensiones que no pueden crecer en número sin que la multiplicidad cambie de naturaleza” (211).  Sobre la categoría crítica “queerness” [lo queer, cualidad de queer], yo llamaría la atención a los riesgos de neutralizar políticamente la denominación de identidades diversas—y conflictivas—en pro de una ubicuidad de “lo queer”, lo que en efecto, podría difuminar los movimientos políticos concretos alrededor de la sexualidad. Pienso en particular en el subcontinente indio, donde las culturas sexuales emergentes basadas en identidades “gay”, “lesbianas”, “transgénero” y “MSM” (siglas en inglés para los hombres que tienen sexo con hombres), además de otras categorías sexuales autóctonas en lenguas indias, son absorbidas sistemáticamente bajo la presión global de lo “queer” como categoría hegemónica políticamente correcta, de hecho favorecida por las agencias extranjeras de financiación. Esta distorsión [ “queering”] de las identidades sexuales se hace más cuestionable en el contexto reciente en el que la Suprema Corte de India recriminalizó la homosexualidad luego de ya había sigo descriminalizada por el Tribunal Superior de Nueva Delhi. Claramente, la lucha por la afirmación de la diferencia sexual en el subcontinente indio todavía debe liberarse de las constricciones de la obsoleta ley colonial cuya sección 377 condenaba la sodomía y los “actos contra natura”, y que aún se usa para degradar a las comunidades LGBT.

[68] Ibid., 212.

[69] Ibid.

[70] Ibid.

[71] Ibid., 215.

[72] Ibid., 212.

[73] Ibid., 220.

[74] Ibid., el énfasis es mío.

[75] Ibid., 222.

[76] Gauri Viswanathan, Outside the Fold: Conversion, Modernity, and Belief, 2001, 163.

[77] Anurima Banerji, “Legal Invention of an Artefact: Birth of Identity in Asian 
America”, Economic and Political Weekly, 5 October 2002, 4,153.

[78] Para acceder a una breve reseña del papel del RSS con respecto a otros partidos y organizaciones afiliados al Sangh Parivar de la derecha hindú, véase Khaki Shorts, Saffron Flags, escrito en colaboración por Tapan Basu, Pradip Datta, Sumit Sarkar, 
Tanika Sarkar y Sambuddha Sen, 1993.

[79] Citado en ibid., 8.

[80] Para acceder a una contextualización apropiada de esta declaración de Savarkar sacada de Hindutva – Who is a Hindu?, véase el texto de Christophe Jaffrelot “The Idea of the Hindu Race in the Writings of Hindu Nationalist Ideologues in the 1920s and 1930s: A Concept between Two Cultures”, The Concept of Race in South Asia, 1999, 333–36.

[81] Para conocer mejor el trasfondo de la comunalización de la identidad musulmana en el contexto indio, véase el texto de Gyanendra Pandey “Can a Muslim be an Indian?”, 1999a; al igual que su colección de ensayos titulada Hindus and Others: The Question of Identity in India Today, 1993.

[82] La discusión más completa sobre el tema es Good Muslim, Bad Muslim: America, The Cold War, and the Roots of Terror, 2004, de Mahmood Mamdani.

[83] Ibid., 15.

[84] Esta provocadora declaración de Faisal Devji en The Terrorist in Search of Humanity: 
Militant Islam and Global Politics, 2009, 70, fue hecha en el contexto de los ataques suicidas y en particular, en el contexto de la performatividad de los atacantes de Londres que parecían “normales” cuando participaban de las prácticas sociales de la sociedad británica dominante, antes de explotar como “buenos musulmanes”.

[85] Le agradezco a Siddharth Varadarajan, anterior editor de The Hindu, por confirmar que Narendra Modi hizo esta declaración en su presencia durante el programa The Big Fight presentado por Rajdeep Sardesai para Star TV (NDTV) una semana después del 11 de septiembre de 2001 y poco antes de que Modi se convirtiera en Ministro en Jefe de Gujarat.

[86] Para acceder al reporte detallado “Genocide: Gujarat 2002”, véase el número especial de Communalism Combat, Mumbai, marzo–abril de 2002. Los hechos allí presentados se interrelacionan con dos números subsecuentes de la publicación—“The Gujarat Genocide: Ten Years Later”, febrero-marzo de 2012 y “Prosecute Modi”, abril-mayo de 2012. Le agradezco a Teesta Setalvad, coeditora de Communalism Combat, sus aclaraciones pacientes y detalladas sobre una lucha que la ha convertido en una de las críticas más abiertas y valientes del régimen de Modi.

[87] Arvind Narrain menciona esta genealogía en su muy útil perspectiva legal en “Truth Telling, Gujarat and the Law”, 2004, 222. Todos los hechos citados en este párrafo son tomados de ese ensayo.

[88] Ibid., 223.

[89] Ibid., 220.

[90] Christophe Jaffrelot sostiene esta posición en “The Idea of the Hindu Race in the Writings of Hindu Nationalist Ideologues in the 1920s and 1930s”, 1999. Si bien interpreta la política de la derecha hindú de los veinte como un “racismo de dominación” más que de exterminio, los acontecimientos recientes en Gujarat sugieren que se está creando una forma más virulenta de racismo.

[91] Arjun Appadurai, “Dead Certainty: Ethnic Violence in the Era of Globalization”, 1998, 229.

[92] Tanika Sarkar, “Semiotics of Terror: Muslim Children and Women in Hindu Rashtra”, Economic and Political Weekly, 13 de julio de 2002, 2.875.

[93] Arjun Appadurai, “Dead Certainty: Ethnic Violence in the Era of Globalization”, 1998, 240.

[94] Tanika Sarkar, “Semiotics of Terror: Muslim Children and Women in Hindu Rashtra”, Economic and Political Weekly, 13 de julio de 2002, 2.876.

[95] Ibid.

[96] Arjun Appadurai, “Dead Certainty: Ethnic Violence in the Era of Globalization”, 1998, 225–47. En adelante, todas las citas de este ensayo serán indicadas mediante las páginas correspondientes.

[97] N. de la T.: Existe una traducción al español titulada “Muerte segura: violencia étnica en la era de la globalización”. “Dead Certainty” también puede traducirse como “certeza mortal”, expresión que considero más apropiada.

[98] Mahmood Mamdani, “Making Sense of Political Violence in Postcolonial Africa”, 2002a, 21–42.

[99] N. de la T.: En inglés estas categorías son Scheduled Castes, Scheduled Tribes y Other Backward Classes.

[100] Appadurai (1998) hace referencia a dos estudios fundamentales sobre la violencia – el de Liisa H. Malkki titulado Purity and Exile: Violence, Memory, and National Cosmology among Hutu Refugees in Tanzania, 1995, y Formations of Violence: The Narrative of the Body and Political Terror in Northern Ireland, 1991, de Allen Feldman.

[101] Aunque Appadurai asevera en una nota a su ensayo que su preferencia por usar “persona” en vez de “sujeto” no clausura las referencias a la “idea hegeliana de la subjetividad, ni a su versión foucaultiana relativa a la violencia y agencia” (241), no ofrece ninguna discriminación teórica entre “persona” y “sujeto”. Este análisis discursivo hubiera hecho más compleja su lectura de la violencia. Por ejemplo, puede equipararse “persona” con víctima (tras eliminar la abstracción de su denominación étnica), ¿es su atacante un “sujeto”? ¿o es una “persona” en sí? ¿Cuándo una “persona” no es un “sujeto” y qué condiciones catalizan este desplazamiento de la identidad?

[102] “Extrañamente” primordialista porque estoy al tanto de la incisiva crítica de Appadurai a las lecturas primordialistas de la comunidad en Modernity at Large: Cultural Dimensions of Globalization, 1997, con la que estoy sustancialmente de acuerdo. Sin embargo, en su lectura de la violencia étnica y la reducción de su enfoque a la frenética intimidad de víctimas y asesinos, entrelazados como si fuera el abrazo de la muerte, hay trazas subtextuales de primordialismo a las que se somete sin reserva crítica alguna.

[103] Mahmood Mamdani, When Victims Become Killers: Colonialism, Nativism and Genocide in Rwanda, 2002b.

[104] “Imaginario etnocida” es una frase de Dipesh Chakrabarty que Appadurai reconoce en una nota a su ensayo, junto con una nota de agradecimiento a Chakrabarty por llamarle la atención hacia “los peligros de desplazarse de interrogantes globales a respuestas globalizantes” (243).

[105] Este detalle horripilante es tomado de la investigación de Liisa Malkki (1995) sobre los refugiados hutu en Tanzania. Se halla duplicado con un escalofriante sentido de retaliación en la violencia infligida sobre los tutsi por los hutu en el genocidio de Ruanda en 1994. Las víctimas se vuelven asesinos, según la implacable construcción de Mahmood Mamdani, con el corolario inevitable de que los asesinos se vuelven víctimas en un incesante ciclo de violencia.

[106] Citado por Richard Sieburth en “Benjamin the Scrivener”, Benjamin: Philosophy, History, Aesthetics, 1989, 23.

Terror y performancE       -      Rustom bharuchA       -      TraduccióN de Paola maríN      -     Ediciones KARPA