G. Gatti

February 14, 2018



 

 

“De viaje entre México y Melilla. Notas para una cartografía imposible de la desaparición social”[1]

 

 

GABRIEL GATTI(*)

Universidad del País Vasco.

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(*) Gabriel Gatti es profesor titular de sociología en la Universidad del País Vasco. Dirige el programa Mundo(s) de víctimas, dentro del que ha coordinado los proyectos Mundo(s) de víctimas y actualmente Desapariciones. Ha sido Directeur d’études invité en la EHESS (2014), Chaire Pablo Neruda en el IHEAL-Sorbonne Nouvelle (2013-2014), Profesor invitado en Uniandes (Colombia), (2015), Universidad de Chile (2013), CES, Coimbra (2014) y en 2009, 2012 y 2015 en Udelar (Uruguay), además de investigador visitante en University of California Santa Cruz, Sciences Po, Stanford, entre otras. En 2010 fue Premio nacional de ciencias sociales por El detenido-desaparecido, Ministerio de Cultura, Uruguay. Ha publicado Identidades débiles (CIS, 2007), El detenido-desaparecido (Trilce, 2008), Identidades desaparecidas (Prometeo, 2012), Surviving forced disappeareance in Argentina and Uruguay (Palgrave Macmillan, 2014), y como editor, entre otros, Desapariciones (Siglo del Hombre, 2017) o Un mundo de víctimas (Anthropos, 2017)

 

Sinopsis: A partir de algunas viñetas extraídas de la investigación de campo del autor sobre las figuras de desaparecido o de la víctima  y de la interpretación de productos de la cultura pop contemporánea sobre zombis o invisibles y otros sujetos situados más allá de lo que, aquí y ahora, entendemos por “existentes”, el texto reflexiona sobre los límites de las teorías y de las metodologías heredadas en ciencias sociales para entender las formas contemporáneas de producción de identidad y de sentido y desarrolla una crítica, a veces ácida, de algunas de las estrategias hoy en boga para afrontarla. 

Palabras clave: Desaparición forzada, víctimas, representación social

 

 

1- Más allá…

"There are known knowns; there are things we know that we know. There are known unknowns; that is to say, there are things that we now know we don't know. But there are also unknown unknowns there are things we do not know we don't know".  Donald Rumsfeld, febrero de 2002

 

Nada hay demasiado nuevo en lo que voy a decir. Tan poco nuevo es que ya ese amplio grupo de autores que con poco rigor algunos llaman “posmodernos” puso encima de la mesa hace tres décadas un concepto para hablar del mecanismo por el que se conforman las identidades y las diferencias, “el afuera constitutivo”: “las identidades pueden funcionar como puntos de identificación y adhesión sólo debido a su capacidad de excluir, de omitir, de dejar [un] ‘afuera’” (Hall 19), esto es, existimos si construimos fuera de nosotros un espacio poblado de otros, inalcanzable, ingestionable. Lleno de inexistentes útiles.

Pero sí es nuevo lo que voy a constatar, o relativamente, pues no soy ni de lejos el primero en hacerlo, aunque todavía no sabemos bien cómo hablar de ello: ese afuera es discurso, sí, pero que no es sólo discurso, es lugar habitado, aunque raro y por raros. Gentes sin (Rancière), fuera de cuentas y de cuentos, carentes de algo, vidas precarias (Butler). Sustancialmente fuera, desaparecidos sociales (Gatti, Desapariciones). Abundan y viven en situaciones de consistencia más movediza que cartesiana. Son por eso muy difíciles de cartografiar para nosotros, los de las ciencias del método. Viven más allá. No es fácil hacer mapas para ellos. Ni siquiera sé si es deseable.

Émile Durkheim, tiempo ha, en 1895, época de constitución del orden, adivinó que ese espacio existía; Judith Butler, hace poco, pensando en los nuevos raros, identificó la lógica de su poblamiento y de sus pobladores; Didier Fassin, hace menos, trabajando sobre la nueva moral, ha clarificado su genealogía. Pero sólo Donald Rumsfeld, animado por el 11-S y la nueva política contra el mal radical, supo realmente situar el problema en su lugar. Me detengo en este. En 2002, en plena construcción de un nuevo paradigma sobre el Otro sostenido por la guerra global contra el terrorismo, dijo esto: “Como sabemos, hay hechos conocidos que conocemos; hay cosas que sabemos que sabemos. También sabemos que hay hechos desconocidos conocidos; es decir, sabemos que hay algunas cosas que no sabemos. Pero hay también hechos desconocidos que desconocemos, aquéllos que no sabemos que no sabemos”. En un error tan grande como —disculpen— bobamente interpretado, la asociación Plain English Campaign, le concedió el premio a la frase inglesa más confusa del año. Pecaron de inocencia y se equivocaron de pleno: Rumsfeld identificó con toda la claridad el problema, nuestro problema, que tiene que ver con el conocer lo que queda más allá, lo que, en sus términos, se traduce a una cuestión de seguridad y en los nuestros, a otra cuestión, la propia de la inquietud por encontrar estrategias de análisis adecuadas a la complejidad de los fenómenos que nos rodean y nos inquietan.

A acercarse a ese más allá, sólo a eso, es a lo que aspira este trabajo. Va más allá de las políticas (académicas y de las otras) que se sostienen en conceptos como raza, tolerancia, integración o identidad y más allá también que los personajes sociales que se nutren de ellos. Ese “más allá”, debe decirse, es modesto: no es uno trascendente, que quiere superar lo existente por arriba, ni es el más allá de la lucidez intelectual, que bucea en lo profundo a lo que otros no llegan. El más allá de las políticas para pensar y administrar la (in)tolerancia, la raza o la identidad es apenas topológico: apunta al qué y al quién vive al otro lado del borde que me separa de lo que no entiendo con esos viejos y modernos conceptos (Irazuzta y Martínez, comps.).

En ese más allá aparecen algunos temas, secuenciados en este texto más o menos de este modo: de la búsqueda de la integración al llanto por su imposibilidad; de la humanidad como propósito moral a la ambigüedad de la relación con lo humano-no humano; de la poderosa utopía moderna de la ciudadanía a la contundente banalidad del humanitarismo y de sus técnicas morales; de la imperial maquinaria de la integración a la quizás, sólo quizás, frágil imaginería de la víctima; de la rotunda textura de la identidad a la incómoda consistencia de la vulnerabilidad. Esos temas comparecerán en forma de pildoritas teóricas salpicadas de varios humores, malos y de los otros. Unos vienen de algún producto de la cultura popular, películas de zombis, otros de situaciones de investigación recientes en México y en Melilla, en la frontera sur de Europa. Son notas de campo todavía en digestión que hacen parte del proyecto Desapariciones.

 

2- Zombis atraídos por la ciudadanía

 

Guerra Mundial Z (Forster) es una película de serie Z, Z de zombi, no de última de la serie por mala; la película a mi criterio es excelente—y tiene un poderoso mensaje. Un mundo atravesado por un virus; humanos que cuando caen en manos de humanos‑no‑humanos se transforman, como ellos, en zombis. No hay lugar donde eso no ocurra, ni parece que hay modo de saber de dónde procede el mal que provoca, que quien sea afectado deje de ser lo que somos todos, humanos: Filadelfia ha caído; Europa, toda. En Corea del Sur, zona fronteriza, ya no queda nada que vigile la entrada del virus devastador, sólo zombis. La esperanza parece estar en Jerusalén, donde se resiste gracias a un muro profiláctico que separa el dentro del fuera: fuera queda el desierto y vivos murientes, o muertos vivientes. Zombis: humanos no humanos. La promesa de felicidad está dentro, donde los humanos que lo siguen siendo han logrado integrarse en una sociedad de iguales. Árabes, cristianos, palestinos, israelís… celebran la unidad. Y cantan. Y cantan. Y siguen cantando. Y hacen ruido: durante una escena de ecumenismo impensable, árabes y judíos entonan juntos salmos de alegría en tono muy alto. A los humanos–no humanos les atrae el ruido de la felicidad. Ya van a superar el muro: los reconocemos, se parecen a nosotros, pero no los queremos dejar entrar. Es la devastación…

 

Hay una hermosa fábula moderna que es la de la ciudadanía, retoña dilecta ella también de la época en que las políticas públicas tenían su eje en palabras de sonoridad fuerte, hoy casi épica: solidarismo, equidad, seguridad social, integración… Ese eje, bien engrasado, permitió que se moviese un motor sólido, que pudo producir nada menos que una ficción compartida, la de la propia sociedad de ciudadanos medios, la sociedad normal. En esta época de Estados y ciudadanías, esa maquinaria funciona, sobre todo en lugares en los que las adscripciones comunitarias son intensas, caso de muchos países de América Latina, que se agarran a poderosas fábulas igualitaristas como el peronismo argentino, o el battlismo uruguayo. México tiene sus versiones, y por supuesto, las tienen los Estados Unidos y Europa. Todas son magníficas ficciones de progreso y de ciudadanía inclusivas, marcadas por la aspiración a la homogeneidad de la ciudadanía en torno a ejes comunes y unánimes.

En sociología a eso le hemos llamado “primera cuestión social” y tiene entre sus ficciones de cabecera la integración, la solidaridad, el ecumenismo social. No importa que esas cosas sean verdad o no. Verdad es una palabra muy poco sería en sociología; lo clave es que la gente, el común, se lo cree; lo clave es que la acción pública opera con arreglo a esa convicción, es decir, que todo un ejército de instituciones, de buenas prácticas, de indicadores de evaluación, de profesores, de mediadores, de bibliotecarios, de agentes de igualdad, de trabajadores sociales, de educadores, de dinamizadores interculturales, de practicantes de la medicina, de policías… de sujetos que hacen sociedad, esto es, que buscan, aunque de distintas maneras, lo mismo —producir ciudadanía y ciudadanos— actúen en función de esa idea, esforzándose en la construcción de la buena sociedad. 

Esos bellos afanes guiaron algunas expresiones de la acción política y social más recientes: mirando de nuevo hacia un lado del Atlántico y del Ecuador, en América Latina, los planes de lucha contra la pobreza de Uruguay o Brasil; y al otro lado de esos dos ejes, los muchos planes de integración del extranjero, todos con ejércitos de mediadores, dinamizadores, educadores, asistentes… enlazando los márgenes con los centros. Y, por cierto, no fue mal: con ellos se recuperó para la vieja sociedad, aunque sea en sus bordes bajos, a sectores —los pobres— que se habían salido del núcleo, que habían sido expulsados del común. También se consiguió integrar en imaginarios antaño rotundos y monovalentes como el de la nación vasca a sujetos marcadamente Otros —los extranjeros—, y en lugares no necesariamente pintorescos.

Y aunque fuera sigue quedando gente, eso es claro, se trabaja con ella, la vieja sociedad, para que entre. Quien habita ahí, en el borde de la buena sociedad, en la esquinita, es el pobre, el carenciado, el excluido, también el extranjero… Está en el borde, pero no es un sujeto exterior a la sociedad: es el último extremo de la vida social, pero es un con parte, y merece por eso que se trabaje sobre él (moralmente, educativamente, sanitariamente, policialmente…) para integrarlo, para acercarlo a un núcleo —ese lleno de ciudadanos normales— del que, al menos teóricamente, es potencialmente miembro.

Pobre o de fuera, es verdad, pero de los de antes: no están fuera “sino dentro de la sociedad. Es cierto que ocupan una posición singular por el hecho de estar en situación dependiente en relación a una colectividad que les toma como tales [dependientes] y que los toma a su cargo (…) [pero] son elementos que pertenecen de manera orgánica al todo” (Paugam y Schultheis 15).

Por eso entraban, y cantaban con nosotros, ya formando parte de lo mismo, compartiendo identidad. Ahora no. Ni se les invita a entrar ni entran ¿Qué es lo que ocurrió?

 

3 - Los inexistentes, ¿son humanos?

 

Sobre los inexistentes de México, sus zombis

En México el Estado se mueve impulsado por una larga historia de impunidad; esa es su normalidad y es desde esa perspectiva que hay que intentar situar “los casos de desaparición del presente”, sus nuevos desaparecidos. Forman parte de un “presente continuo”, de su historia, ya larga, de gestión de la población. Muchos desaparecen hoy en manos de tramas, colusiones, poderes nuevos y formas actuales del capital, sí, es cierto. Pero solo ver eso, el plan sistemático, taparía que en la masividad de lo que ocurre está la capilaridad de lo que ocurrió siempre: los resortes ordinarios del funcionamiento de una maquinaria de administración de lo humano que tiene como uno de sus datos una “institucionalidad insensible”. “Insensibilidad” puede querer decir aquí falta de emotividad, de empatía, de comprensión de los otros. Pero también puede querer decir incapacidad de manejar el registro sensible que permita ver, escuchar, palpar otras cosas que las cosas que registra. Es las dos. La segunda, explica no solo lo que hace el Estado sino lo que no hace y lo que hacen y no hacen los aparatos de gestión del saber: lo que no existe no lo ven, no lo sienten, no lo perciben. No tiene cómo. En México la desaparición es “forzada de personas” si por eso se entiende un trabajo de exterminio planificado que tiene una traducción en un hecho puntual, brutal. Pero es sobre todo una rutina que hace a la forma de gestionar la vida. O de no hacerlo. La cosa es más de estructura que de coyuntura. Y afecta a cientos de miles, desvalidos, desprotegidos, inexistentes, invisibles. Ahí no hay vida, no al menos la nuestra.

 

¿Son iguales los otros de ahora a los de antes? Cuando digo ahora me refiero a lo que cada vez de manera más extendida en ciencias sociales llamamos “segunda cuestión social” (Donzelot, “Les transformations de l’intervention sociale face à l’exclusion”). Se trata, en lo esencial, de la creciente desconexión entre los aparatos pensados para nombrar, analizar y gestionar las cosas del común y lo que integra el común; o, en otras palabras, de la inmensa distancia que hay entre los que piensan (universidad) y/o gestionan (política) las cosas y las cosas mismas.

No busquemos culpables; no se trata de eso. Sólo pensemos que, aunque una parte de la población se parece a lo que siempre fuimos (ciudadanos, clases medias, “gente normal”) y que para ella sigue más o menos sirviendo lo que siempre dijo la ciencia social o siempre hizo la administración pública, la otra parte —y crece, y sigue creciendo…— se quedó ya radicalmente fuera de esos decires y de esos haceres. Esa es la segunda cuestión social: la escisión radical entre dos mundos. Es de tal calibre esa cesura que para los que quedaron fuera no sirven las viejas categorías de la alteridad (pobres, extranjeros, otros…); no dicen nada. Están más allá de eso. Son sujetos que habitan territorios analítica y políticamente invisibles (no sabemos pensarlos, no sabemos gestionarlos), sujetos radicalmente sin parte (Rancière).

Pienso en la gente que vive en zonas de la vida social en donde ya no existe sociedad, en lugares de donde el Estado hace tiempo que se ausentó, en situaciones en las que los viejos dispositivos de regulación del orden y el sentido sociales —desde la Escuela a la policía— se retiraron. Ha hablado de lo mismo Zygmunt Bauman pensando en los nuevos parias planetarios, o Loïc Wacquant trabajando sobre el hiperghetto norteamericano o la banlieue francesa, o Michel Agier haciendo trabajo de investigación en los campos de refugiados africanos. Son sujetos no reconocidos, y con la puerta de entrada a todas las entidades que permiten el reconocimiento (Estado, escuela, sanidad, ciudadanía, clase social…) cerrada a cal y canto. Habitan, dice Brun, una “zona de no derecho” (161). Son, agrega, desechos de las promesas de integración, que es lo mismo que decir de las de identidad.

Están fuera del radio de acción de nuestros viejos conceptos, que sólo los piensan si los incluyen, si los integran. En esa obstinación por seguir aplicando las modernas viejas políticas y los modernos viejos conceptos hay algo de acto de resistencia contra las nuevas desigualdades, las de la segunda cuestión social. No cejar en el empeño de construir sociedades integradas, tolerantes, de plena ciudadanía, ecuménicas. Sociedades de arquitecturas tendentes al Uno, sociedades esféricas. Merece ser valorado. Pero si ese anhelo de comunidad y de ciudadanía universales, de pertenencia común, es una legítima aspiración política es un descriptor sociológico extremadamente débil: no explica nada o casi nada de la vida social de los inexistentes.

No son pocos los términos que han servido para acercarse a los que Hannah Arendt llamó “desolados”, a los ausentes del vínculo. En su colaboración a un libro de sonoro nombre, L’inexistence sociale (Châtel, ed.), Marc Henry Soulet sitúa en esa larga tradición los de paria, extranjero, excluido, marginal, pobre, precario, invisible, vulnerable. Cada uno de ellos marca bien el lado de fuera y todos tienen en común, razona Soulet, un dato que habilita la apuesta por otros, la inexistencia, el inexistente ¿Quién es hoy ese inexistente? Hoy, dice Soulet, es el expulsado del cuadro de la ciudadanía: la inexistencia es la pérdida de esta condición. No es un pobre o un excluido; un pobre es el sujeto marcado por su inutilidad en relación al mundo económico (220) y, como ya dije, aunque en el borde está. El inexistente está en un afuera más radical; en el constitutivo. Es “una inutilidad en esencia en relación al espacio público, así como una no participación en la definición del mundo en común”. En él, prosigue Soulet, “la experiencia humana (…) escapa totalmente de lo que da fundamento a la humanidad social permitida a los otros seres”.

Humanos, como todos ahora, pero no sociales, podríamos decir: son, pero sin embargo no. Zombis, puro sin: sin nombre, sin vínculo, sin casa, sin techo, sin patria, sin hogar, sin identidad. Nada, un desaparecido más (Gatti, Surviving forced disappearance in Argentina and Uruguay. Identity and meaning).

El argumento de Soulet puede rematarse gracias a Didier Fassin acudiendo a una idea que ya mencioné al principio de este trabajo. Dice Fassin (La raison humanitaire 10): “Una nueva economía moral se ha conformado en las últimas décadas del siglo veinte (…). Promueve respuestas inéditas —lo que podríamos llamar gobierno humanitario— desde las que se atiende una manera muy especial al sufrimiento y a la desdicha”. La humanidad se ha instituido como un referente moral globalmente compartido. Podemos entender que es una conquista, y lo es. Pero limitarse a decir eso sería, dice de nuevo Fassin, tan “intelectualmente confortable” como “científicamente poco defendible” (“L’ordre moral du monde. Essai d’anthropologie de l’intolérable” 20). Pues el problema no está en el núcleo, en esa nueva economía moral, sino en cómo se administran sus bordes, que también los tiene. Ya no se expulsa a nadie de la humanidad, ya nadie es pensado como si no fuese un hombre. Tiene, sí, cada vez menos sentido la duda de Primo Levi —si esto es un hombre…—. En una humanidad que no tiene límites, la frontera que nos separa de lo otro, de lo de fuera, no está más allá del género humano, sino fuera del mundo social.

Recordémoslo: no era el caso del otro de la vieja cuestión social, que estaba lejos del centro, pero estaba en ese todo orgánico que llamábamos sociedad y se le invitaba a integrar sus instituciones (la escuela, el censo, el dispensario, la identidad, la comunidad, la oikoumenē, léase, el mundo conocido…). En la nueva cuestión social no: a los humanos en situación de despojo (refugiados, desplazados, jóvenes marginales, drogadictos, trans- y sin…) se les administra la vida en campos de desplazamiento o de refugiados, en centros de acogida, de reclusión o de confinamiento… En Sangatte, en Guantánamo, en las ciudades autónomas de Ceuta o Melilla, en algunos centros de menores o de desintoxicación de toxicómanos. En Lampedusa. Son espacios en donde a los humanos expulsados de la vida social se les trata, o sea, se les cuida y se les vigila (Agier). No más; la intención no es que entren en sociedad, para la que seguirán siendo inexistentes. Están “fuera del mundo social, no fuera del género humano” (Fassin 42). Son vidas humanas pero expulsadas del discurso que las hace sociales, o en todo caso, incluidas en él sólo en los parágrafos que administran sus bordes (los de la seguridad y el estigma). Vida humana, pero que no merece ser llorada: no vale la pena (Butler, Marcos de guerra y Vidas precarias).

 

4- El cuidado nos salva, aunque no sirve para pensar (sobre el humanitarismo y la banalidad de las técnicas morales)

 

Sobre la invisibilidad del zombi en el sur de Europa.

Aquí, “Tierra santa”, allí, una zona oscura, lo salvaje, el campo, al que no se pueden poner puertas. Al sur África, al norte Europa, en este punto, en la ciudad autónoma de Melilla, enclave español en el continente africano, una valla tecnificada impide el paso a masas de africanos que aspiran a ingresar a lo que un Guardia Civil llama, no sin ironía, “Tierra santa”. Desde aquí —Europa— lo que pasa allí, África, solo se ve con infrarrojos o cámaras térmicas cuando se preparan los saltos de la valla, que ya son muchos desde que se puso. A los zombis, en efecto, se les ve de lejos y se les teme. El paralelismo con Guerra Mundial Z no es una coincidencia. Es Guerra Mundial Z. Vienen en grupo y buscan trepar la valla. A veces no pasan de ahí, a veces vuelven atrás. Cuando pasan es en masa: solidariamente, la masa informe de carne (des)(no)human(izad)a trabaja y unos sobre otros, otros sobre unos, mezclados, logran que pase parte de ese cuerpo colectivo. Cuando aterriza en “Tierra santa” ya gana nombre, gana humanidad. Ya es, ya apareció.

 

Hoy, ante una crisis humanitaria, ante el dolor, ante una catástrofe, se despliega el mismo arsenal de categorías, de profesionales, de artefactos…: experticias jurídicas, organismos internacionales, protocolos de atención a las víctimas, dispositivos de escucha, técnicas forenses… Profesionales que actúan rápido, casi automáticamente. Eficaces: “Los guidelines se multiplican, acudiendo a retóricas cada vez más homogéneas, que proponen una secuencia de prácticas que va desde la construcción de un hospital de urgencia a la gestión de un refugio, pasando por el tamaño de las casas que hay que reconstruir (…). Esta avalancha de dispositivos de gobierno de la catástrofe tiene como consecuencia normar lo excepcional y, rutinizándolo, normalizarlo. Recuento de cadáveres, cura de heridos, desplazamiento de sobrevivientes, alimentación de refugiados…” (Revet y Langumier 12-13). Prácticas rápidas, recetas repetidas, ordenadas en un arsenal de vocación universalista vehiculados por personajes que se han asentado de tal manera en nuestra cotidianidad que ni a nadie asombra el arrojo bondadoso pero no pensado, técnico pero sin teoría de apoyo de Gerry Lane, el personaje que Brad Pitt encarna en Guerra Mundial Z, ni a nadie impresiona ningún dolor singular, pues todos se administran igual: todos son una manifestación de lo humano en posición de desdicha.

Gerry Lane surfea hábilmente sobre una ola poderosa, extendida universalmente, la de la consagración de los derechos humanos, de la que ya se habló en el capítulo 1 de este libro, una de las matrices que estructuran nuestra percepción del mundo y de lo humano (Fassin, La raison humanitaire). No debe entenderse con esto que se quiera decir que lo humano acabe de nacer como objeto. Tampoco que la sensibilidad por el dolor ajeno sea cosa de estos últimos años. Ni siquiera que el paso de la atención compasiva de antaño a la profesionalización en la atención al dolor de los otros de hoy sea una novísima cuestión. Sí creo, sin embargo, que puede interpretarse que la naturalización, léase aplicación irreflexiva por asumida como obvia, de los motivos trascendentes que están tras las prácticas y técnicas de vocación humanitaria son cosa bien actual. “Banalidad del bien”, escribió para hablar de otra cosa, Jessica Cassiro. Un problema político deviene solo técnico, puro protocolo. Efectivamente, el poderoso rodillo de la racionalidad humanitaria hace del tratamiento del dolor una rutina. Eficaz, puede ser; pero a cambio de simplificar muchas ecuaciones. Vale la pena, dicen sus tenedores: las consecuencias no intencionadas de la universalización de los “derechos humanos pueden justificarse en razón de su habilidad práctica para prevenir el sufrimiento y la crueldad” (Souter 45).

Pero eso tiene consecuencias. Una es una nueva arquitectura de la existencia: psicólogos y médicos sin fronteras, servicios de protección civil, juristas que trabajan en el campo del derecho humanitario, jueces expertos en jurisdicción universal, dinamizadores interculturales, activistas de los derechos humanos in toto, antropólogos forenses, asistentes sociales… de un lado; del otro, la humanidad toda, doliente, víctima, al menos en potencia. Alain Badiou, terminantemente, afirma: esta ética, la del humanitarismo, define “al hombre como a una víctima” (31). Superficie ideal para el ejercicio sobre él de la acción de las técnicas morales, esos vehículos prácticos para borrar las marcas del sufrimiento para deshacer el mal. No son culpables, claro que no; pero tampoco son del todo inocentes.

 

5- Tras el impoluto ciudadano, la vulnerable víctima

 

La de la invasión zombi (Forster) es en toda regla, una catástrofe humanitaria. Y sólo un sujeto que estuvo en Liberia, Sri Lanka y Darfur —Gerry Lane (Brad Pitt en la película)— parece saber cómo solventarla, pues dispone de lo que hay que disponer: es experto en catástrofes humanitarias, tiene un acceso misteriosamente rápido a laboratorios de la OMS, es ducho en el conocimiento práctico de las artes y oficios del bien (llevar un avión de hélice, curar heridas de guerra, calmar a alguien presa del terror…)… Cosas prácticas que hace con arrojo y celeridad asombrosas, sin pensar. Sólo quiere cuidar lo humano.

 

Judith Butler nos ha ayudado a pensar que en el dolor, por desinstituyente que resulte, se construye comunidad y sentido, aunque sea de modos que transgredan la norma con la que pensamos comunidad y sentido. Para hacerlo, ha argumentado de este modo: lo humano es consustancialmente vulnerable, pues depende de otros, del cuidado de otros. Siendo así, quien sufre y/o está en posición de duelo y expresa, por eso, su vulnerabilidad y extrema dependencia, es quien más humano resulta. De ese argumento se derivan dos conclusiones que merecen reflexión, y también crítica (Gatti, Un mundo de víctimas): (1) Que todos somos, por dependientes, por vulnerables, víctimas. La precariedad es, en efecto, la condición de toda vida: todos dependemos unos de otros, luego todos estamos necesitados de protección. Todos somos, en potencia, víctimas y/o protectores de víctimas. (2) Que aquellos que experimentan con más intensidad la experiencia de la pérdida y de la vulnerabilidad son, por su extrema dependencia de otros (de aquellos por los que sufren, de aquellos que los protegen), los más humanos.

Es una manera interesante, no hay duda, de argumentar la crítica a lo humanitario como nuestra economía moral. Es algo que resulta, además, interesante para poder pensar cómo hoy se construyen las solidaridades sociales: en cadena; sólo a través de un largo circuito de cuidado puede entenderse en profundidad el lazo social. Pero es también un argumento delicado: ayuda a pensar que todos somos, al tiempo, vulnerables y cuidadores, pero invita a creer que todos somos, por eso, víctimas, vulnerables víctimas, y que no sólo lo son aquellos que claramente lo son, los que están “bajo el signo de la X” (Soulet 221) (…), radicalmente expulsados del vínculo. Interesante, sí, pero problemático.

La era de la ciudadanía dejó paso a la era de las víctimas (Gatti, Un mundo de víctimas): son sujetos que comparecen en el espacio público adornados por su daño, reclamando atención, cuidado. No necesariamente son héroes o mártires, excepcionales. Lo característico de este tiempo es lo contrario, que todos son, que somos, dolientes ordinarios, como lo son o lo pueden ser los motivos desde los que piensan, desde los que pensamos, que ese dolor debe ser reconocido, cuidado, asistido: accidentes domésticos, mala praxis médica, terrorismo, inmigración, precariedad laboral, catástrofes naturales, intoxicaciones, vulnerabilidad social, violencia doméstica, accidentes aéreos, desahucios, estafas, asesinato, delitos comunes…

Devenida multitud, la víctima —antaño trascendente— se banaliza y si antes fue un sujeto dolorosamente expulsado de la ciudadanía hoy no estamos lejos de lo contrario, esto es, de poder decir que “víctima” es un acompañante necesario de la condición ciudadana, es más, que ambas condiciones se confunden. Siendo así ¿cómo destacar alteridad alguna? ¿Cómo determinar los límites de lo humano si lo humano, construido desde su negación, que es la víctima (Badiou), lo abarca todo y respecto de ello estamos en algún punto excluidos? ¿Cómo llorar —para integrarlo— al otro radical de la vieja arquitectura de la identidad, la de la armonía deseable, la de la moderna ciudadanía, si todos somos igualmente llorables?

Identidad es un término quizás demasiado sólido para entender esta maraña moral; también raza o tolerancia, o respeto, o el más viejo “cultura”. Son parte de la primera cuestión social y de sus ya viejas preguntas: ¿Cómo es posible el orden? ¿Cómo se construye la armonía social? ¿Qué claves la cimientan? ¿La clase, la raza, la nación, el género, la edad? ¿Qué fuerzas o impulsos los movilizan (la tolerancia, el respeto, la revolución…)? Sirven, pero solo para algunas cosas. Pero muchas otras se escapan a ese universo cartesiano de casillas y demarcaciones (dentro / fuera, identidad para los de dentro, alteridad o diferencia para los de fuera). Mientras gobernaron, pudieron construirse espacios de confort y convivencia, los de la ciudadanía y la integración, y también mecanismos para procurarlos. Y funcionó. De ello resultó esa “poderosa invención” (Donzelot, L’invention du social. Essai sur le déclin des passions politiques) que llamamos sociedad y de tanto que funcionó todavía sus problemas son los nuestros y sus desajustes asunto de nuestras inquietudes. Decir lo contrario, esto es, afirmar que la vieja cuestión social es tan vieja que no merece atención, sería necio, tan necio como decir que las de raza, identidad, tolerancia o integración no son hoy un problema, bien actual, bien nuevo por tanto —lo hemos visto en las muchas páginas de este volumen—. Lo son, y conciernen a parte importante de la vida colectiva y de lo que la estructura en ese modelo: la idea de ciudadanía, la integración en ella, sus dictados y sus prohibiciones, sus armonías y desajustes.

Pero, como digo, fuera de ello hay mucho, justamente aquello que se ha instalado ya y por siempre en los espacios ajenos a la ciudadanía, a la sociedad. Para ese mucho, la arquitectura que evocan esas categorías sirve escasamente, sólo cuando las figuras bajo las que se declina la humanidad expulsada se acercan a nosotros, cuando los podemos asistir, llorar por ellos, o camuflarnos entre ellos.

Fuera de esos instantes, son personajes de otras lógicas y ya no cuadra bien con ellos la arquitectura poderosa de la identidad; cuadra probablemente mejor una con otra consistencia. Vulnerable es un buen término para dar cuenta de ella: sirve para pensar en lo que escapa del viejo espectro, casi el sueño, de la identidad, lo Semper ídem, lo armónico, del viejo sueño moderno. Sirve, sí: no da cuenta del status moral del personaje, ni lo identifica con un asistible. Sólo habla de su consistencia: una vida social ordenada bajo otras texturas, trufada de espacios, de situaciones, más difusas que las de antaño, un territorio con más vacíos que llenos, sin tierra, con figuras más movedizas que cartesianas. Sin papeles, en el sentido amplio. Un unknown unknown, dice Rumsfeld. Zombis sin llanto. Sustancialmente desaparecidos.

 

BIBLIOGRAFÍA :

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NOTA:


[1] Este texto es una revisión actualizada del publicado en el libro De la identidad a la vulnerabilidad, coordinado por Ignacio Irazuzta y María Martínez en la editorial Bellaterra de Barcelona en 2014. Agradezco a ambos la autorización para poder volver a hacer uso de aquel material. Añado elementos que lo actualizan y cambian a partir del trabajo de campo realizado en la frontera sur de Europa, en Melilla, junto a Ivana Belén Ruiz y Estela Schindel y en México junto al propio Ignacio Irazuzta, ambos entre mayo y junio de 2017 y en el contexto del proyecto Desapariciones. Estudio en perspectiva transnacional de una categoría para gestionar, habitar y analizar la catástrofe social y la pérdida, financiado por el MINECO español (CSO2015-66318-P), proyecto del que soy coordinador y que tiene su sede principal en la Universidad del País Vasco (http://victimas.identidadcolectiva.es).

 

Ediciones KARPA Los Ángeles, CA.

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ISBN 978-1-7320472-1-1