F. Victoriano

February 15, 2018



 

 

“La imagen, la cosa y lo impresentable: un ensayo crítico sobre el régimen representacional moderno”

 

 

Felipe Victoriano(*)

Universidad Autónoma Metropolitana (UAM-Cuajimalpa).

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(*) Felipe Victoriano es doctor en filosofía con especialidad en literatura, y posee estudios en teoría política y sociología. Sus líneas de investigación son la filosofía política, las teorías de la comunicación y la crítica cultural. Es autor, junto a Alejandra Osorio Olave del libro Postales del Centenario. Imágenes para pensar el porfiriato (México: UAM, 2009), colaborador del libro colectivo Vértigo de la política. Formas de pensar la izquierda (Santiago de Chile: Escaparate Ediciones y Universidad de los Lagos, 2010); editor, junto a Jaime Osorio, del libro Exclusiones: reflexiones críticas sobre subalternidad, hegemonía y biopolítica (Barcelona: UAM-Cuajimalpa & Anthropos, 2011) y co-editor, junto a Francisco Mata, del libro fotográfico 43 (Ciudad de México, UAM-Cuajimalpa, 2016). Es autor de la novela La Oficina (Santiago de Chile: Das Kapital, 2013). Se desempaña como profesor-investigador del departamento de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Cuajimalpa.

 

Sinopsis: El siguiente ensayo intenta tematizar el concepto de representación desde una perspectiva crítica, trazando una lectura en el ámbito de las Ciencias Sociales y Humanas en el contexto de la modernidad. La idea central es proponer un marco de reflexión que permita establecer un horizonte común. Parafraseando a Heidegger, ese horizonte común es la representación como imagen, el cual supone un cierto régimen de visibilidad que recorre la voluntad de saber de toda la época. Sin embargo, en el momento de mayor determinación de este régimen emerge, de manera paradojal o contradictoria, su límite: ¿es lo irrepresentable aquello que lleva la época de la representación a su fin? O más bien, toda representación estaría constituida sobre un plano de invisibilidad en la que ésta sería posible. Este ensayo intenta abordar estas interrogantes como un instante crucial para el pensamiento crítico.

Palabras claves: Representación, modernidad, crítica a la representación, imagen, lo impresentable.

 

1

La idea central que motiva las reflexiones que siguen puede ser resumida en una afirmación extremadamente directa: el concepto de representación en ciencias sociales y en las humanidades en general, ha estado regido por la noción o la idea de imagen. No sólo por la imagen visual, sea bajo los soportes de la expresividad artístico-plástica o del dispositivo técnico, sino principalmente a la imagen ideal, a la idea como imagen. Habría una determinación en el saber moderno, en el discurso general de las disciplinas, en la lógica interna de producción de sus conceptos, virtud del cual la representación se asocia al establecimiento de una imagen interior, una figuración en la búsqueda de un signo que establezca una relación de conocimiento con lo exterior, un dato general a favor de la objetividad circundante.

En lo que va de los análisis de la cultura, la representación como imagen se ha constituido hoy día en un concepto fundamental para comprender épocas históricas. Términos que se inscriben en el registro culturalista, como el de orden cultural, episteme, mentalidades (mentalités), “cultura popular” o, de modo más preciso, la propia idea de documento y archivo, se encuentran articulados por una noción de representación en la cual la imagen ocupa una doble centralidad. En primer lugar, la historia cultural de una época o un contexto ha sido el ejercicio de reconstruir las condiciones materiales en que surge su régimen particular de representación del mundo. De este modo, los estudios en torno a la cultura han configurado, como análisis de las representaciones, un campo de reflexión en el cual la imagen material de una época queda sujeta a una historicidad, a un contexto general de producción que autoriza las formas culturales que la representan. El historiar las representaciones implica contrastar las imágenes cotidianas, los acervos culturales con las condiciones materiales en las cuales se proyectan. Así, el historiador de la cultura “ve lo que está ausente de ellas así como lo que está presente. Y entonces también ve de qué manera la forma de estas imágenes contribuye realmente a configurar el modo como la gente percibe (…) situaciones y actúa dentro de ellas.” (R. Williams, 219, énfasis mío) En segundo lugar, y asociado a la anterior, la especificidad de los productos simbólicos en los cuales se representa la cultura, han estado vinculados, principalmente, al análisis multidisciplinar de las formas artísticas y literarias, puesto que en ellas se “reflejaría” el horizonte de verosimilitud que las dotó de sentido. De este modo, las representaciones que una época produce se proyectarían como imágenes que dejarían ver su lógica de configuración, sus propias “condiciones de posibilidad”.

Pensemos, por ejemplo, en dos libros célebres del análisis de la cultura en donde este principio representación/imagen aparece con nitidez. Por orden de aparición: Las Palabras y las Cosas, de Michel Foucault (1966), y El Posmodernismo o la Lógica Cultural del Capitalismo Avanzado, de Fredric Jameson (1984).

El texto de Foucault comienza con ese ensayo célebre sobre las Meninas de Velázquez. En el análisis del cuadro de Velászquez, Foucault encuentra las claves iniciales con las que es posible leer el modo particular de configuración de una época. Se trata de lo que denominará la episteme clásica, cuya particularidad se encuentra determinada por un análisis arqueológico de los restos dejados por este modo “clásico” de comprensión del mundo. En el cuadro se representa el estudio de Velázquez, en una escena en la que se ve al propio pintor pintando, rodeado de personajes cargados simbólicamente. Como si fuera un punto de reflexión, el posible espectador que contempla el cuadro (Michel Foucault, por ejemplo) pareciera constituir el lugar a través del cual la escena de Velázquez es organizada. El pintor que pinta en el cuadro es el propio Velázquez, quien se ha retratado frente a una tela con el pincel alzado, como si mirara al modelo por fuera del cuadro. Así, el efecto es que el pintor pareciera pintarnos, en una escena que está dirigida a quien está en el exterior contemporáneo del cuadro, contemplándola. Sin embargo, advierte Foucault, el pintor que pintó la escena ha dejado una marca destinada a revelar las condiciones de posibilidad de su representación (en el doble sentido de representar una escena cuyo motivo es representarse en una imagen). Esa marca, que reproduce el mismo reflejo dirigido a todo posible espectador, es un espejo que, en perspectiva, detrás de la escena, ocupa la centralidad del cuadro. Este diminuto objeto no “refleja” nada de lo que está en la representación de Velázquez, en el cuadro, sino “algo” que estaría fuera de él y atrapado en su interior. “Al fondo de la habitación,” escribe Foucault:

[I]gnorado por todos, el espejo inesperado hace resplandecer las figuras que mira el pintor (el pintor en su realidad representada, objetiva, de pintor en su trabajo); pero también a las figuras que ven al pintor (en esta realidad material que las líneas y los colores han depositado en la tela). Estas dos figuras son igualmente inaccesibles la una de la otra, aunque de manera diferente: la primera por un efecto de composición propio del cuadro; la segunda por la ley que preside la existencia misma de todo cuadro en general. (18)

Esa ley es la que ancla todo cuadro, toda representación a las condiciones culturales que la hicieron posible. Esa ley es el Rey Felipe IV y su esposa Mariana (para quienes trabajaba el pintor), cuyo reflejo proyecta el espejo, organizando la tela desde una profundidad interna y constitutiva.

Será el análisis meticuloso de la naturaleza de esta “profundidad”, lo que llevará a Fredric Jameson a declarar, en El posmodernismo, el fin de la expresión moderna al interior del patrón cultural del capitalismo avanzado. Se trata de describir el efecto de emergencia de este nuevo orden cultural, que viene asociado a una transformación más profunda, y que tiene que ver con las condiciones materiales de producción en general. Para ello, Jameson analizará un cuadro, sobre el cual se inspira parte esencial del texto de Heidegger, “El origen de la obra de arte”. Se trata de los “Zapatos de labriego” de Vincent van Gogh, dos botas ajadas y roídas por la jornada en la tierra, que el trazo impresionista ha retratado como “naturaleza muerta”. El punto sería mostrar lo que representa la representación, es decir: “todo el mundo instrumental de la miseria agrícola, de la implacable pobreza rural, y por todo el entorno humano rudimentario de las fatigosas faenas campesinas: un mundo reducido a su estado más frágil, primitivo y marginal” (24). Se trata de las leyes que rigen la obra, la representación, pero a partir de su realidad más material y objetiva: su condición simbólica, el hecho de que constituya un objeto que “representa” un orden cultural determinado.

Este gesto hermenéutico, sin embargo, ha sufrido la caída de la profundidad dotada por la expresión artística, la que ya no representa el mundo sino su propia acción productiva. El posmodernismo, como patrón cultural, reduciría esta profundidad de campo a través de la cual se sedimentaban las condiciones de posibilidad de la obra moderna. Ya no hay signos que interpretar, puesto que la profundidad que había entre significante y significado, entre síntoma y enfermedad, entre signo y pensamiento ha quedado abolida por las nuevas condiciones de acumulación cultural. Para dotar el análisis de claridad, de intensidad, Jameson presentará otra obra, esta vez del artista pop Andy Warhol: “Diamond dust shoes”. También nos enfrentamos a un par de zapatos, pero a través de los que nada se puede ver, a no ser por aquel plano superficial que se lee como el acto de una “mutación más fundamental del mundo objetivo en sí mismo –convertido ahora en un conjunto de textos y simulacros– y de la disposición del sujeto.” (30)

La representación aparece en estos textos en un doble movimiento que podríamos señalar como paradojal, pero del que sus autores son plenamente conscientes. Por un lado, la representación designaría a las “representaciones” en el sentido de los códigos fundamentales de una cultura, constelaciones simbólicas destinadas a regir el orden de los discursos y las prácticas sociales: imágenes que producen de sí los sujetos que participan en una cultura y en una época determinada. Por otro lado, el gesto de articular épocas a partir de “representaciones” implicaría el hecho de que la representación, el conjunto de imágenes que son la representación de una cultura, de una mentalidad, de un orden esencial a las cosas, se encontraría regida por una idea representacional sobre las representaciones; algo así como la representación-de-las-representaciones, en el sentido de que aquellas imágenes culturales no sólo poseerían la virtud de representar épocas históricas, de retener en ellas el estado de composición de una época, sino que, al mismo tiempo, puedan ellas ser objeto mismo de representación, en el sentido de que, para nosotros, estudiosos de la cultura, puedan ellas misma ser representables.

El punto es el siguiente: el hecho de que una época o un contexto cultural determinado produzca imágenes de sí, y que dichas imágenes posean la virtud de representar aquella época o estado cultural, no implica que para “nosotros”, muchas veces a una distancia infranqueable de aquellas, dichas imágenes puedan ser representables, digamos: visibles en cuanto imágenes. A no ser, y esto es lo paradojal, que nuestro análisis se encuentre regido por la representación: que podamos contemplar dichas imágenes debido al carácter representacional de nuestra lógica de producción de conocimiento, debido a nuestras propias condiciones materiales de posibilidad. En este sentido, la representación constituye más bien la estructura de comprensión a través de la cual el sujeto mira al mundo en el que está: sus “cosmovisiones”, su mentalidad, la imaginación de su percepción histórica.

 

2

Un ejemplo tal vez “visualizaría” mejor el asunto. En julio del 2012, el experimento científico más grande de la historia de la ciencia, el Gran Colisionador de Hadrones([1]), anunciaba la observación de una nueva partícula “compatible” con el bosón de Higgs. Según se anunció, a partir de estas observaciones se podría determinar de qué o cómo está conformada la estructura gravitacional del universo: qué partícula (desconocida aún respecto de sus cualidades) constituye el fundamento último de toda la materia que éste contiene. Se trata de una máquina que, a partir de ciertas detonaciones, provoca, incita la emergencia de la forma en la multiplicidad inespecífica de lo real, que intenta hacer brotar el fenómeno del magma informe de La Cosa. Preguntémonos: ¿qué es este ejercicio científico (pero también publicitario) sino el intento de producir una idea, una imagen capaz de hacer visible una relación de conocimiento con algo que estaría más allá de lo representable para un campo específico del saber? ¿Acaso darle una imagen, una idea o una visión que represente ese fragmento de realidad decisivo en el intercambio lingüístico de los hombres?

Ahora bien, el hecho de que el concepto de representación esté asociado al análisis de la imagen no agota en ningún caso la multiplicidad semántica que los conceptos de representación e imagen poseen de suyo. Una imagen (como cualquiera de las capturadas por los sensores del Gran Colisionador) no sólo visualiza o visibiliza, en el sentido de la experiencia pre-teórica en que el fenómeno simplemente aparece o se presenta como realidad sensible, sino que también representa a esta realidad, captura la identidad de la cosa en un golpe de significación que permite ponerla de un cierto modo, disponerla respecto de tal o cual diferencia al interior de una comunidad de sentido. Lo que nos interesa acá es reflexionar en torno a la relación (compleja, determinante) entre representación e imagen y, desde allí, intentar comprender las consecuencias de esta relación para el saber, sus límites y lo que en ella se destina como crisis.

Para intentar un recorrido escogeremos, de los muchos textos que habría que visitar, el ensayo de Martín Heidegger llamado “La época de la imagen del mundo”, un filósofo altamente “custodiado” y una reflexión inmensamente comentada, y del que no nos ocuparemos sino de un modo circunstancial alrededor exclusivamente de este texto. Pero además porque sería una reflexión, según Jacques Derrida, “única [en] tratar actualmente [la problemática] de la representación en su conjunto” (102, énfasis mío). Y es en virtud de esta generalidad donde la representación estaría trabajada de modo esencial; a decir: no el “análisis de la representación” para este campo de saber o este otro (el campo político, cultural, antropológico, etc.), sino, por el contrario, por el hecho de que el saber mismo (estructurado o figurado bajo la idea de “campo”) se encuentra, en este contexto reflexivo, determinado por la representación.

Escrito a fines de los años treinta, Heidegger intentaría allí determinar algo así como una época de la representación. Una época que, como tal, se diferencia de otras por un rasgo esencial: el aparecer del mundo ante el sujeto como imagen. Dicha época, la época Moderna, que estaría programada bajo la consumación de la ciencia y el domino técnico del mundo, le sería propia una imagen de sí que el sujeto pone ante él como condición de conocimiento y autoridad. Dicho de otro modo, la Modernidad sería el acontecimiento a través del cual la unidad del mundo (y todo lo que implica este concepto) aparece ante la subjetividad (ante el Yo, por ejemplo) como imagen, figurable en una forma sensible. “Imagen del mundo –escribe Heidegger–, comprendido esencialmente, no significa por lo tanto una imagen del mundo, sino concebir el mundo como imagen.” (74, énfasis mío) La representación, en este contexto, es el modo que tiene la subjetividad moderna de normalizar el despliegue infinito contenido en la idea de mundo, dándose una imagen de él, imagen que determinaría a la ciencia moderna y, particularmente, toda relación epistemológica con lo objetivo. Esta época estaría así marcada, determinada por su imagen, pero allí donde imagen no significa el reflejo pasivo del mundo, sino hacer-lo venir como imagen. Los hombres modernos no sólo dis-ponen de imágenes (múltiples e infinitas) del mundo, sino que también, a través de ellas, lo piensan, lo hacen venir a la comprensión.

Siguiendo a Derrida, la representación indica, por un lado, el acto de re-presentar, y que, en dicho acto, el prefijo “re” dirige a la “presentación” respecto de un retorno, de un volver a presentar lo que ya se ha presentado. Re-presentar es, en este sentido, volver a presentar, poner nuevamente en el presente aquello que ya no está aquí ni ahora. De este modo, le sería intrínseca a la representación una cierta extemporaneidad, una disparidad temporal trazada por la distancia entre los dos presentes implicados en la estructura misma de la re-presentación; algo así como presentar una cosa por segunda vez. Por otro lado, el prefijo “re” también supone una iteración, un repetir, un volver a poner, que, a diferencia de la distancia temporal, indica una suerte de artificialidad. La representación sería, en este caso, un acontecimiento a través del cual algo es repetido, re-producido en el presente y, por tanto, restituido en y por la representación. Digamos que todas las definiciones del vocablo representación que podemos acuñar se encuentran determinadas bajo estos dos sentidos de la representación. Ambos sentidos, cuyas direcciones cohabitarían, les es propio una relación a la esencia o la pre-esencia de las cosas, ya sea haciéndolas o dejándolas venir de nuevo al presente (allí donde representar sería más bien “re-presenciar” o hacer retornar a la presencia), ya sea presentándolas nuevamente bajo la forma de un doble, de una imagen, una idea, un pensamiento o, para ser más precisos, a partir de un “representante”, algo o alguien destinado a sustituir o suplir la ausencia de otro.

De este modo, perduraría una cierta estructura básica de la representación, donde lo sustancial queda expresado por una función delegativa a través de la cual la presentación de lo que se presenta vuelve a venir, como autoridad o categoría, figura o imagen, en cuanto cuadro disponible frente a un sujeto, o en cuanto persona que delega su presencia, sus intereses, su voluntad.

Pero el sujeto moderno, sobre quien se consuma la representación como imagen, ¿no es acaso también una imagen o, mejor dicho, un “representante” que se da representaciones? ¿Acaso el “Yo” que se da representaciones como imágenes no sería también una imagen que se “representa” algo? Escribe Heidegger:

[…] la representación moderna tiene un significado muy distinto, que donde mejor se expresa es en la palabra raepresentatio. En este caso, representar quiere decir traer ante sí eso que está ahí delante en tanto que algo situado frente a nosotros, referirlo a sí mismo, al que se lo representa y, en esta relación consigo, obligarlo a retornar a sí como ámbito que impone las normas. En donde ocurre esto, el hombre se sitúa respecto a lo ente en la imagen. Pero desde el momento en que el hombre se sitúa de este modo en la imagen, se pone a sí mismo en escena, es decir, en el ámbito manifiesto de lo representado pública y generalmente. Al hacerlo, el hombre se pone a sí mismo como esa escena en la que, a partir de ese momento, lo ente tiene que re-presentarse a sí mismo, presentarse, esto es, ser imagen. El hombre se convierte en el representante de lo ente en el sentido de lo objetivo.” (75, énfasis mío)

La representación moderna indicaría, en este contexto subjetivo, el acto del “sujeto” de poner-se como representación, de volver-se a presentar, y en hacer que se mantenga ante sí (ante su “representante”) las representaciones a través de las que se relaciona con el mundo. Así, en esta lógica posicional del sujeto que hace venir ante sí imágenes, es él, al mismo tiempo, la medida de sus representaciones; entra a escena como representante de lo objetivo, dice Heidegger, es decir: no sólo es quién se da representaciones, sino que es él un representante de sus representaciones, un representante de sí mismo.

De este modo, la representación aparece como una condición de época, signando un acontecimiento original que cruzará, según la reflexión heideggeriana, todos los ámbitos que determinan a la Modernidad como imagen dada de sí y para el sujeto. Nada más moderno que disponer de representaciones, allí donde la representación estaría determinada por esta condición bipartita del sujeto que entra al espacio abierto de la representación como representante y, simultáneamente, dispone para sí de representaciones. En este sentido, habría que preguntarse si hoy en día esta determinación de la representación como imagen, doble, sustituto, ha dejado de dirigir la estructura misma de nuestra experiencia subjetiva con el mundo, y entonces preguntarse si algo llamado el fin de la representación, como se suele decir a menudo, ha tenido lugar. Es posible que el sistema de representaciones que rige una época (sus “condiciones de posibilidad”) llegue a su fin. Pero se trata más bien de pensar el modo representacional que subyace a la idea misma de sistema, a la metafísica de la representación que hace posible la idea misma de “Fin”, o de que algo como la representación llegue a su fin.

Como vemos, estaría aquí en curso una discusión fundamental. Una discusión que implicaría un conjunto de reflexiones respecto de lo que podríamos llamar la “historia de la representación”, una historia que habría que articular respecto a una tradición que contiene, por lo menos, una historia de la llamada democracia representativa y las modalidades de delegación política; una historia que contemple el desarrollo de la subjetividad moderna, puesto que es ante ella que la representación se consuma como “re-presenciación”; una historia sobre el conocimiento, en torno a aquella estructura epistemológica que trama al sujeto y al objeto bajo una modalidad representacional; etc. Sin embargo, habría que pensar también si nuestro concepto de historia no se encuentra a su vez determinado en su esencia por la representación (algo así como la “representación de la representación”), y si es así, habría que plantear una nueva pregunta que atravesara el concepto de representación, esta vez bajo su condición más totalizadora: ¿qué es o cuáles son los límites de la representación? ¿Es posible lo irrepresentable o, mejor aún, lo impresentable, lo que todavía carece de imagen?

 

3

En torno a la determinación que venimos señalando, la pregunta por los límites de la re-presentación interrogaría los límites de la imagen. No sólo respecto del régimen de visibilidad, sino sobre aquello que está excluido de tener imagen, en el sentido de estar fuera del presente, ausente del sentido como también estar imposibilitado de ser representado, de delegar o ser objeto de una imagen que le restituya en el presente. Pero sobre todo el límite designa, en su estructura más radical, la imposibilidad de una mirada en torno a la cual se destine alguna imagen como representación. El límite de la representación sería, en este caso, el límite de la mirada que el sujeto proyectaría sobre el objeto, una mirada que puede igual pensarse como una intensión epistemológica o una operación de conocimiento, o la mirada como idea en el aparecer fenoménico de la objetividad del mundo ante el sujeto. En este contexto reflexivo, en esta “filosofía del sujeto”, la representación comienza a tener límites, estructuras que la determinan, pero no sólo porque existen condiciones de posibilidad propias a las representaciones, sino también, por el hecho de que el sujeto que las contempla, y que establece una relación epistemológica con ellas, tiene límites: el carácter representacional de su pensamiento.

En este contexto, por ejemplo, el lenguaje sería esencialmente representacional, en la medida en que vuelve imagen el pensamiento interior, lo pone en circulación y lo determina con el gesto y la palabra hablada. Lo mismo hará la escritura con la oralidad, representarla, volverla imagen. En este encadenamiento, la representación rige el orden suplementario con el que aparece implicado el lenguaje respecto del sujeto. Su técnica, su artificialidad consiste en volver a poner en el presente aquello que, por su naturaleza evasiva, estaba destinado a ser pura instantaneidad, sólo presente. La relación entre experiencia y lenguaje, es un buen ejemplo del modo en que la representación se debe a un original, a un origen que determina sus significaciones, haciéndolas comunicables. Pero al que no se le puede ser fiel, puesto que el lenguaje de los hombres es esencialmente técnico y, en este sentido, suplementario respecto de la experiencia original que le propulsa.

Si la experiencia es sólo inmediatez, en el sentido por ejemplo de la experiencia aureática ante la obra de arte, frente a la fuerza estética de la autenticidad, entonces la representación debe presentar la muerte de dicha experiencia. Muerte y lenguaje sería el punto donde la representación fallaría, puesto que la experiencia misma del morir es esencialmente intransmisible y, por tanto, carece de lenguaje. Lo que preservamos de la muerte es, en cambio, la imagen de la muerte del otro, pero nunca la propia, en la medida en que dicha experiencia es tan radical e instantánea que no puede acceder como tal al ámbito de las representaciones. La representación sería el suplemento que sutura la herida fundamental que la experiencia potencial de la muerte le inflinge al universo simbólico en el que estamos ineludiblemente inmersos.

Por tanto, el límite de la representación estaría trazado sobre un plano de exclusión radical, proyectando un más allá en el que cualquier imagen estaría imposibilitada de presentarse. Ahora bien, ¿cómo evaluar esta radicalidad? Permitámonos un breve rodeo filosófico.

Ante el dilema de fundamentar la libertad abstracta y el accionar del agente moral, a Kant le interesa sostener racionalmente un ámbito fuera del conocimiento subjetivo, un más allá de la experiencia sensible, incluso de la intuición, incognoscible en tanto fenómeno, pero que sin embargo Es. Un ámbito donde se despliega la materialidad diversa del mundo, pero que sin embargo es inaccesible al saber subjetivo. Ese ámbito es el de la Cosa en sí, das Ding an sich, la cosa en sí misma. Aunque Kant es extremadamente ambiguo para definir la Cosa, podríamos suponerla como el más allá de la representación, en la medida en que concibamos la representación como la estructura de comprensión a través de la cual el sujeto mira el mundo: sus “cosmovisiones”, su mentalidad, su percepción histórica, su película sensible. La Cosa como lo que está más allá del límite de comprensión del sujeto, en un más allá que no es un lugar ni está en el tiempo, que no es una cosa ni algo, en el sentido de tener cualidades diferenciales o propiedades físicas, puesto que todas ellas son facultades subjetivas que el hombre pone sobre la diversidad indeterminada de la Cosa. Lo indeterminado. Pero ¿Qué estatus ontológico posee aquello que no ha sido tocado por ninguna determinación que lo haga ingresar al ámbito de la experiencia? Se trata de un límite difuso a la estructura misma que ordena la manifestación de los fenómenos que constituyen el mundo, puesto que desde ese límite la capacidad de determinación ontológica que el universo representacional del sujeto posee, llega a su fin.

Sin embargo, está el pensamiento y su capacidad trascendente dispuesto a saltar sobre el límite y capturar aquella entidad metafísica innominada que subyace en el ser de las cosas. No se puede conocer; sin embargo, se puede pensar. Se puede deducir. “Pensar un objeto y conocer un objeto son, pues, cosas distintas” escribe Kant en la Crítica de la Razón Pura, en la sección dedicada a la deducción trascendental. Este salto trascendente que hace el sujeto sobre el límite de su propia facultad epistemológica genera una experiencia que Kant denomina Lo Sublime. Lo Sublime sería la experiencia práctica que se lanza a la presencia misma de las cosas como potencia imaginativa. Lo Sublime es el vértigo que sufre la subjetividad finita ante la experiencia del límite entre la diversidad de lo sensible y el magma indeterminado que le subyace. Pero también es potencia, inclinación, deseo ante lo inmenso, lo monstruoso que se extiende más allá de la determinación sensible de la objetividad. Ese “sentimiento oceánico” del que habla Freud en “Más allá del principio del placer” y que para Kant constituiría la posibilidad práctica del juicio estético.

La Cosa en sí, autodeterminada (ensimismada) y toda la ambigüedad que el vocablo comunica, no sería sino el modo que el pensamiento tiene de hacer ingresar aquello que flota como nóumeno al ámbito del sentido y, con ello, a la interioridad inquieta de la mente. De este modo, La Cosa no es el límite del saber sino el punto de proyección de su potencia significativa, a través de la cual el espíritu racional se “ensancha”.

 

4

Como decíamos, la muerte es el fin de la representación en la medida en que el saber no puede capturar la radicalidad que implica la propia muerte, el fin de la singularidad total del sujeto. El sepulcro, el honrar a los muertos, constituye una escena que tiene la edad de la especie y que bien pudiera pensarse como la institución esencial de toda cultura, que en el fondo secular de su significado nombra la actividad de cuidar lo que se entierra: el funeral, el velorio, el sepelio, pero también el grano, los cimientos del hogar y la escritura. Así, no habría ámbito humano que no haya puesto a la comunidad ante el trance de inscribir la muerte del otro como un momento constitutivo de su historicidad, sea en la política o en filosofía, en la tierra o en la lengua. En esta escena primordial, ocurriría el impasse de una tensión que vuelve, por así decirlo, indecidible el curso natural de esta relación simbólica que, indistinta y universal, constituye siempre una disposición de los cuerpos, una actividad productiva, una labranza. Este momento primero de la cultura, ciertamente indica el lugar que ocupa y ocupará (la marca, la seña en que se ha transformado) quien habitó la comunidad como una singularidad irrepetible, y que la muerte, “esa irrealidad” como le llamó Hegel (24), extinguió del mundo de una vez y para siempre. La muerte sería irrepresentable para el sujeto que la experimenta, puesto que no hay lengua posible que pueda traspasarla una vez ha acontecido en su inmediatez. Carece de imágenes. En esencia, por ejemplo, la noción de duelo en Freud constituye un trabajo para intentar ingresar al lenguaje, a la representación, aquello que ha quedado de la muerte del otro en mí: la experiencia desnuda de la pérdida, el trauma. El lenguaje es el lugar donde conseguimos el salvoconducto para ingresar al reino de las representaciones. De lo contrario, la melancolía: la incapacidad del sujeto de poner a circular la herida abierta por la muerte del otro en el plexo simbólico en el que estaban tramados.

Pero el entierro, el sepulcro, el duelo y la representación, señalan también aquello que emerge, que nace, que se erige tras la aniquilación total de la existencia. La tumba es el primer trabajo, la primera labor de los hombres ante la mortalidad incontestable que los acecha. Así, toda actividad productiva, toda praxis humana es una respuesta a la exigencia que impone la inexorable experiencia de la muerte individual a la comunidad, que es una desagregación radical que se presenta retirándose del presente, sustrayéndose de la presencia. De allí, por ejemplo, que para Lacan el saber moderno y sus representaciones constituya el duelo que hacemos por no poder acceder a lo real, es decir, al punto traumático reprimido por la red simbólica a la cual el sujeto se mantiene adherido. De este modo, el saber cumple la función del duelo, en la medida en que logra dotar de lenguaje, re-presentar, aquella fuerza exterior que la hizo posible. “¿Qué pasó?”, es la primera pregunta que se formula el sujeto del duelo, y el investigador al interior de la estructura moderna de producción del conocimiento. El conocimiento, cuya función ha sido representar la verdad, es el modo de articular simbólicamente aquello que ha excedido el plano de representación para poder ingresarlo a la estructura general de comprensión del mundo y, desde ahí, ponerlo en circulación entre los hombres (Lacan, 111-12).

Esto último, puede ser problematizado bajo el concepto de “obscenidad de la comprensión” que Claude Lanzmann articula en torno a su film “Shoah” y que despertó, hace ya algún tiempo, un debate sobre la posibilidad de generar imágenes sobre los campos de la muerte. Con él, Lanzmann intenta describir la actitud que subyace a todo intento de representarse lo que ha quedado más allá del lenguaje, es decir, “aquello” que ningún lenguaje podría jamás dotar de especificidad: el Holocausto y la experiencia de la Gran Guerra. En este sentido, “Shoah”, el film de Lanzmann, sería no sólo el intento de formular una crítica a la comprensión moderna (crítica destinada a remarcar la imposibilidad de capturar la imagen total, plenamente transmisible, de lo que se esconde tras la experiencia del Holocausto, y que la palabra Shoah vuelve intraducible), sino que, también, sería el modo de expresar la renuncia al acto mismo que promueve la comprensión: el poner a “circular” lo que ha quedado bajo la forma inaudita del horror, bajo el sello inadmisible de la muerte masiva. De este modo, el film de Lanzmann consistiría en pronunciarse sobre el Shoah, denunciando simultáneamente la obscenidad que implicaría querer comprenderlo, dotarlo de representaciones. Como la célebre frase de Adorno: “escribir un poema después de Auschwitz es bárbaro, y ese hecho afecta incluso al conocimiento que explica por qué hoy se ha vuelto imposible escribir poemas.” Dicho de otro modo, habría acontecimientos que no “deben” tener imágenes, para así preservar su carácter único y su condición de indecible.

Pero ¿acaso no es ya el “decir algo”, Shoah por ejemplo, un gesto de comprensión y aprehensión, una imagen obscena? En efecto, se trata de la dimensión ética que se abre en torno al tener que hablar de ello a pesar de no poder hacerlo, a pesar del rasgo suplementario y artificial que detenta el lenguaje, a pesar del carácter representacional del pensamiento. De este modo, lo obsceno lindaría con la ética, puesto que el hacer ingresar lo irrepresentable al orden simbólico constituiría también un mandato, un acto de responsabilidad de acuerdo con el cual se construye la imagen social con la que perdurará lo acontecido. En este sentido, a la representación, a la capacidad de dotar de imágenes la muerte masiva, de darle nombre a aquello que ha quedado más allá del lenguaje, le precede lo que podríamos llamar una “política de la representación”, es decir, una “política de la imagen”.

Una idea de Alain Badiou de un breve texto titulado “fragmentos de un diario público sobre la guerra estadounidense contra Irak”, pudiera acaso ser aquí indicativa. Dice: “En tiempos de guerra se pueden distinguir tres tipos de imágenes: las imágenes mostradas por los dos campos, imágenes ‘con disponibilidad abierta’; las imágenes mostradas por un solo campo; las imágenes que nadie muestra” (31). Sobre estas últimas, las cuales no poseen ningún “protocolo de mostración” autorizado, son precisamente las imágenes de lo real de la guerra. Su invisibilidad no consiste solamente en el modo de represión y censura que ostentan (en donde lo impúdico acontece como esencia misma de la guerra) sino también, en el hecho de que la guerra en sí misma carece de imagen. Pensar la guerra es, dice Badiou, “pensar sin ver”, es decir: tematizar lo que podría hoy ser eso llamado guerra como ejercicio crítico que se sustrae (a sí mismo) de una metafísica de la mirada.

Como vemos, se trata de una “política de la representación”, en la que se juega no sólo un espacio crítico y alternativo a la estructura hegemónica vigente que proyecta “el orden de las cosas”, sino, principalmente, se juega la perdurabilidad misma del sistema, su capacidad autopoiética. El triunfo del sistema es el triunfo sobre las representaciones que le dan continuidad en el tiempo, que lo re-producen. “El orden de las cosas” es, por tanto, el resultado de un acto hegemónico que fue capaz de articularse como la visión autorizada del mundo, la imagen en la que se condensaría la especificidad cultural de la época. De ahí, el carácter estratégico y político que cobra la imagen respecto del régimen perceptivo del mundo, sobre todo hoy, que la imagen ha logrado conquistar una extensión tecnológica sin precedentes.

 

Bibliografía

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Benjamin, Walter. “La Obra de Arte en la Época de su Reproductibilidad Técnica.” Sobre la fotografía. Valencia: Pre-Textos, 2004. 91-109.

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NOTA:


[1] La grandeza responde a la magnitud de su infraestructura (27 Km. de extensión sobre suelo francosuizo, y un costo neto de inversión de alrededor 8.000 millones de dólares) y, ciertamente, al conjunto de propósitos teóricos que lo fundamentan. François Englert y Peter Higgs recibieron el Premio Nobel de Física en 2013.

 

Ediciones KARPA Los Ángeles, CA.

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ISBN 978-1-7320472-1-1